sábado, 16 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)





LOS ESENIOS
Capitulo 2 ( Tercer escrito)
Llevados ante la gran lámpara, el Servidor pronunciaba las palabras de la Consagración:
“Dios Todopoderoso, que habéis vitalizado con vuestra energía divina las manos de vuestros siervos para que trabajen en favor de sus Hermanos desvalidos y menesterosos, escuchad el voto sagrado que os hacen, de trabajar dos horas más cada día, para sustentar a los leprosos, paralíticos y huérfanos que crucen por su camino”.
Y los consagrados decían cada uno por separado: “Ante Dios-Creador de todo cuanto existe, hago voto solemne de aumentar en dos, mis horas de trabajo, para sustentar a los leprosos, paralíticos y huérfanos que crucen por mi camino”.
Entonces un esenio encendió el segundo cirio de la gran lámpara sagrada. Y el Servidor poniendo sus manos sobre la cabeza de cada uno, le decía: —
“Si tu vida es conforme a la Ley, las energías benéficas que han absorbido tus manos en este día, te servirán para aliviar los dolores físicos de nuestros Hermanos”.
Acto seguido los recién consagrados llegaban hasta el gran altar de los siete libros, y arrojando incienso a los pebeteros, hacían una evocación a sus grandes profetas y pronunciaban sus nombres, más con el alma que con los labios. Y ocurría siempre que alguno de los siete profetas, se aparecía en estado espiritual, más o menos visible y tangible, según fuera la fuerza de vibración que la evocación tuviera.
Y esta vez les apareció el dulce Samuel, que les aconsejó el desprendimiento y la generosidad para con todos sus semejantes impedidos por una cosa o por otra de procurarse el sustento. —
“Es el segundo grado de la Fraternidad Esenia –les dijo la voz sin ruido de la espiritual aparición–, y siete años pasaréis practicándolo si alguna circunstancia especial y favorable a vosotros, no impulsa a los Ancianos a abreviar el tiempo de vuestra prueba.
Y porque habéis realizado el esfuerzo de anunciar el Nacimiento del Verbo de Dios, la Divina Ley os permitirá seguirle de cerca en su vida y acompañarle hasta la muerte.
“Desde el mundo espiritual vuestros maestros esenios os bendicen en vuestros trabajos, en vuestras familias, en vuestros ganados, en vuestros campos, en el agua de vuestra fuente y en el fuego de vuestro hogar”.
Los tres habían caído de rodillas ante el gran altar de piedra, y su llorar emotivo y suavísimo había corrido hasta mojar las piedras del frío pavimento. Tan honda había sido su emoción que no acertaban a moverse, siendo necesario que el esenio portero les sacudiera de los hombros, al mismo tiempo que les presentaba los paños para vendarse los ojos.
Los otros Ancianos desaparecieron tras la pesada cortina blanca que cayó de nuevo, y los tres viajeros fueron nuevamente conducidos por el mismo camino a la sala aquella en que primeramente fueron recibidos.
Ya era muy entrada la noche.
La hoguera se encendió de nuevo y el esenio les arregló con pieles, hermosas camas sobre el estrado. Les dejó pan, frutas, queso y vino, y desapareció sin ruido alguno. El gran silencio les anunció que ya estaban solos, y quitándose las vendas, se abrazaron los tres como en una explosión de amor fraterno.
El lector puede imaginar los comentarios de los tres viajeros, que por mucho que la imaginación corra, quedará siempre atrás de la realidad. Era aquella, una época de exaltado sentimiento religioso en el pueblo de Israel, designado en esa hora para recibir la última encarnación del Avatar Divino sobre la Tierra.
Y la corriente de fe y de amor emanada de los templos esenios ocultos entre áridas montañas, mantenía a muchas almas en un alto grado de vibración homogénea a la que emanaban las Inteligencias Superiores, para que fuera posible la conjunción perfecta entre la sutilidad extrema del Verbo de Dios y la naturaleza física que le serviría de vehículo para su última manifestación.
Y los Esenios como los Dakthylos del tiempo de Antulio, y los Kobdas del tiempo de Abel, cumplieron admirablemente su cometido de precursores del Hijo de Dios.
Yohanán el Bautista; no fue sino el eco formidable de la gran voz de la Fraternidad Esenia que hablaba a la humanidad de la Palestina, como la más inmediata al nacimiento del Hombre Luz sobre ese rincón de la Tierra.
No es pues, de extrañar, que nuestros tres humildes personajes se manifestasen así poseídos de tan extraordinario fervor religioso, que les hacía capaces de grandes sacrificios y de inauditos esfuerzos. Los seres sensitivos y de una regular evolución, se identifican y compenetran tanto de las corrientes espirituales elevadas de determinadas épocas propicias, que dan a veces grandes vuelos, aunque más tarde se estacionen en el progreso alcanzado, cuando épocas de adversas corrientes pesan enormemente sobre ellos.
La historia del rey David, y de todos esos grandes arrepentidos que hicieron de sus vidas un holocausto de expiación y penitencia, cuando despierta su conciencia les acusó su pecado, son un ejemplo de la aseveración que hacemos, con el fin de que los lectores no se vean atormentados por dudas referentes a los adelantos progresivos de las almas.
Si el Cristo se vio sometido a tan formidables luchas con las pesadas corrientes que en momentos dados lo acosaban, no obstante la altura espiritual y moral en que se hallaba, no es de extrañar las caídas y las deficiencias de los que le venimos siguiendo a tan larga distancia. A mitad de la mañana siguiente, Jacobo, el hijo de Andrés, llamaba a la puerta de la sala hospedería donde se encontraban los viajeros, y abriendo ellos mismos la puertecita de hierro, le siguieron no sin antes buscar con la mirada, por si algún esenio aparecía para despedirles. Mas, los hombres del silencio no hablaban ni una palabra más de las que ya habían dicho en cumplimiento de su deber.
Se llevaron como era de práctica, los tres paños de lino con que se vendaron los ojos antes de entrar al Santuario, única prueba que les quedaba de que no era un sueño ni una alucinación cuanto había ocurrido aquella noche. —
Tenemos ya dos paños como éstos –advertía Elcana, mientras lo doblaba cuidadosamente y lo guardaba sobre su pecho debajo de su gruesa casaca de piel. —Que Dios nos conserve la vida hasta que reunamos siete iguales que estos –decía Josías, que parecía tener el presentimiento de una larga vida. — ¡Así sea! –contestaban los otros, mientras guardaban también sobre el corazón lo que era para ellos una sagrada reliquia. —Cara de fiestas traéis –decíales la buena y laboriosa Bethsabé al verlos llegar rebosantes de alegría. — ¡Mucha, madre Bethsabé, mucha! —Aquellos santos Ancianos son los depositarios de toda la dicha de los cielos, pues que así la hacen desbordar sobre quien llega hasta ellos. —
Pienso, Hermano Alfeo –decía Elcana–, que como ellos hacen con nosotros, debemos nosotros hacer con cuantos lleguen a nuestra morada, si de verdad somos esenios. —
Pues porque yo quiero serlo –dijo la buena mujer–, os ruego que os sentéis aquí junto al fuego, para que comáis mi pan calentito con manteca y miel, mientras acaba de cocerse la comida del mediodía. — ¿Fiestas tenemos, madre Bethsabé, por lo visto? –interrogaba uno de los viajeros. — ¡Pobre fiesta de una cabaña de leñadores! –añadía Jacobo, ayudando a su madre a disponer la mesa y a retirar del fuego la gran marmita donde se cocían las castañas en vino y miel, y otra más, en que humeaban las lentejas guisadas con trozos de cabrito. — ¡Esenios matando animalitos para comer!... –Exclamaron los huéspedes al darse cuenta. — ¡Calma, Hermanos!..., que los esenios no matan, sino que recogen lo que las montañas matan –contestó Bethsabé haciendo las partes en grandes platos de barro sobre la mesa. —
Y yo casi me mato –añadió Bartolomé–, cuando en la tarde de ayer me colgó Jacobo con una soga desde un picacho del Quarantana, para bajar al fondo de una garganta donde se habían despeñado tres cabritillos preciosos que allí perdieron la vida. —
Y tres sois vosotros, y así os llevaréis las tres pielecitas blancas para el niño de Myriam, y los mejores trozos de carne para que ella recobre fuerzas y críe al bienvenido como un gozo de Dios –decía iluminada de dicha la buena mujer, en quien la cualidad de dar estaba grandemente desarrollada. — ¿Habremos de pensar que los inocentes cabritillos quisieron ofrecer sus vidas al santo niño que viene a la Tierra a salvar a todos los hombres? –preguntaba Josías a sus compañeros. —Puede que sí –contestaba Jacobo, acercando bancos a la mesa y haciendo sentar a los huéspedes–. Puede que sí, pues yo no recuerdo que haya ocurrido una triple muerte desde que abrí los ojos a la luz. —
De vez en cuando ocurre esto cuando algún lobo hambriento se acerca a la comarca y las cabras se arremolinan al sentir por el olfato su proximidad. Y así ellas mismas se despeñan o despeñan a sus hijuelos al fondo de los barrancos. Años atrás esto era muy común, porque los lobos nos visitaban a menudo hasta la cerca que rodea la casa. Mi pobre Andrés y yo hemos pasado las nuestras para defender de ellos a nuestro ganado.
¡Cuán felices hubiéramos sido si él hubiese llegado con vida a este gran acontecimiento! –Exclamaba la buena mujer, mientras en sus pupilas asomaba el brillo de lágrimas que no dejaba correr. —Madre –intervino el jovenzuelo Bartolomé–, siempre olvidáis lo que nos dijo el maestro esenio del Monte Hermón, cuando vino con la triste noticia que aún lamentáis. — ¿Qué os dijo si se puede saber? –preguntó Elcana buscando una idea piadosa para consolar a Bethsabé. —
Que diga madre, lo que nos dijo –insistió el jovencito. —
Es que mi Andrés, fue sorprendido por la muerte allá en el norte del país, en un viaje que hizo mandado por los Ancianos del Quarantana.
Y el Servidor del Monte Hermón mandó uno de los esenios de aquel Santuario a traernos los últimos mensajes de Andrés, que entregó su alma a Dios entre los brazos de los Ancianos agradecidos a su sacrificio. —Contadnos cómo fue la heroica acción de nuestro Hermano Andrés, para que nosotros aprendamos también a sacrificarnos si llega el caso –dijo Alfeo, demostrando su anhelo de conocer virtudes ajenas, cosa muy común en los esenios, o sea comentar las nobles y bellas acciones del prójimo. —
Los Ancianos de aquí –siguió diciendo la buena mujer–, necesitaron un hombre de confianza que fuera con una tropilla de asnos a traer cereales y legumbres, frutas secas y aceitunas desde Galilea, que es tan rica en todos estos productos de que esta árida tierra carece. Habían recibido aviso del Santuario del Monte Hermón, que ya tenían recopilado cuanto debía transportarse aquí.
Y mi Andrés fue el elegido para esta delicada misión. Lleno de gozo decía al despedirse de nosotros:
“¡Qué dicha la nuestra, Sabá, que sea yo el elegido para traer el sustento a los siervos de Dios! “Lejos estaba de pensar que con ello perdería la vida. Llevaba tres hombres para ayudarlo, pero uno de ellos se vendió por unas monedas de plata, y descubrió a unos forajidos que asaltaban a los viajeros, que mi marido llevaba barrillas de oro y plata extraídas por los Ancianos en estas montañas y con las cuales pagaría los productos que debía traer. Andrés lo sospechó y ocultó las barrillas entre los sacos de heno y bellotas, que colgaban de la cabeza a los asnos en las horas de la ración. “Y así fue que al no encontrarle el oro en la tienda, se hartaron de darle palos, en tal forma que los dos criados fieles, tuvieron que llevarlo medio muerto sobre un asno.
Por mucho que los Ancianos de allí lo curaron estaba mal herido, y de resultas de ello murió sin poder vernos más sobre la Tierra. —
Fue un esenio mártir de su silencio y de su fidelidad –dijo Elcana, con reverencia y piedad. Los tres huéspedes se pusieron de pie para rendir un homenaje al valiente Hermano que prefirió dejarse maltratar, antes de entregar el tesoro que se le había confiado. —Que Dios misericordioso lo tenga en su Reino de Luz Eterna –exclamó Josías. —Así sea –respondieron todos.
La pobre Bethsabé lloraba silenciosamente. De pronto Alfeo y Josías, ambos clarividentes, vieron una silueta astral como una nube blanquecina que se condensaba más y más al lado de Bethsabé, la cual sintiendo algo así como el roce de un vientecillo fresco, volvió la cabeza al mismo tiempo que las manos fluídicas de la visión tomaban su cabeza y la besaba tiernamente. —
No llorarías así, mujer de mi juventud, si supieras cuán feliz soy por haber comprado con mi vida el sustento para los siervos de Dios y para todos vosotros. Consuélate con la noticia que te traigo: así que nuestro Jacobo tome esposa, seré su hijo primogénito y me llamaréis otra vez Andrés; seré, pues, tu primer nietecito. –
Y besando tiernamente a todos, desapareció. ¡Y la feliz Bethsabé que poco antes lloraba de tristeza por el amargo recuerdo, lloraba ahora de felicidad por el anuncio de Andrés que volvería cerca de ella como su primer nietecito! — ¡Bendita sea la Eterna Ley, que tiene tan grandiosas compensaciones para los justos!, –exclamó Elcana. — ¡Bendita sea! –respondieron todos, sobrecogidos sus ánimos por lo que acababan de presenciar.
Y luego de terminada la comida emprendieron el regreso, no sin que antes tuvieran que aceptar cuantos dones quiso la buena Bethsabé que se llevasen para ellos y para el niño de Myriam, como decían cuando aún no se atrevían a decir alto: para el Cristo-niño nacido en Betlehem. Enterada la familia de Andrés de que la dichosa madre del recién nacido pensaba quedarse por largo tiempo en casa de Elcana, hasta que no ofreciesen peligro alguno al niño las contingencias del penoso viaje, anunciaron una visita, porque no era posible –decían–, que quedase una sola familia esenia sin conocer al divino enviado de Dios para salvar a los hombres.
 ¡Hacía tantos años que sus Ancianos maestros les impulsaban a rogar a todas horas del día!: “¡Manda, Señor, tu luz sobre la Tierra, que perece en sus tinieblas! “¡Mándanos, Señor, el agua de tus misericordias, porque todos perecemos de sed! “¡Dadnos, Señor, tu pan de flor de harina, porque el hambre de justicia nos acosa! “¡Acordaos, Señor, de vuestras promesas, que esperamos ver cumplidas en esta hora de nuestra vida!” ¿Cómo pues no había de cantar un hosanna triunfal la gran familia esenia diseminada en las montañas de Palestina, cuando a media voz fue corriendo de unos a otros la gran deseada noticia? 
Diríase que la Eterna Ley había querido que el descenso del Avatar Divino fuera lo más cercano posible al Gran Santuario esenio, depositario de los tesoros de la antigua Sabiduría, y donde se encontraban encarnados grandes y fieles amigos del Hombre de Dios que llegaba. Allí se encontraba Hilkar de Talpakén con el nombre de Eliezer de Esdrelón. 
Como en las montañas del Ática prehistórica, había sido fiel guardián de la Sabiduría de Antulio, hasta que otra vez volvió el Verbo a la Tierra en la personalidad de Abel, guardaba ahora la Sabiduría de Moisés, hasta que nuevamente llegara el Misionero del Amor en la personalidad de Yhasua, hijo de Myriam y de Yhosep. Escapado milagrosamente de las matanzas de hebreos en los primeros tiempos de la dominación romana, había huido a las montañas casi niño, con su madre y su anciano abuelo, junto a los cuales se vio obligado muchas veces a recoger bellotas de encina destinadas a las piaras de cerdos que pastaban en los campos de Judea. Un viajero que venía del país de Aran, les encontró refugiados en una cueva de las montañas del Líbano, y poniendo al anciano, la mujer y al niño sobre su carro que arrastraban tres mulos, les llevó hasta EnGedí, punto terminal de su viaje. Aquel viajero decía que era un ilustre médico, un terapeuta que llegaba hasta las salinas del Mar Muerto para llevar aquellas sales venenosas, de las que componían drogas para curar ciertas enfermedades infecciosas en su país.
Y fue así como aquellos tres infelices fugitivos llegaron a los esenios del Monte Quarantana, y de allí a los Montes de Moab, cuando el niño, ya joven, inició su carrera escalando siempre altas cumbres. Allí se encontraba también aquel Kobda Adonai, Pharahome del Nilo en la época de Abel, y esta vez con el nombre de Ezequías. Ambos, con cinco esenios de menos edad estaban encargados de los Archivos, en que había enormidad de escrituras de muchos países y en las lenguas más variadas. 
Vidas enteras empleaban los esenios en descifrar aquellas escrituras, más por iluminación espiritual que por puro análisis, y traducirlas todas al sirio caldeo, que era por entonces el idioma más generalizado del Asia Central. En el inmenso Santuario del Monte Moab, que era como una ciudadela de enormes grutas practicadas por antiquísimas explotaciones mineras, parecían haberse dado cita adelantados espíritus de la alianza del Cristo, en sus respectivas manifestaciones físicas en el planeta Tierra. Los Marinos libertadores de esclavos de Juno, el mago de las tormentas; los Profetas-médicos de Numú, a quien llamaron los salvavidas, las gentes de aquel tiempo, por sus grandes conocimientos de medicina naturalista con lo cual realizaban maravillosas curaciones; los Profetas Blancos de Anfión, el Rey Santo, que fueron instructores y maestros de todo un Continente; los de la Escuela Antuliana, llamados más tarde Dakthylos, que forjaron en las ciencias y en las artes a la gloriosa Ática prehistórica, cuna y origen de la posterior civilización europea; los primeros Flámenes de la India o Tierra donde nace el sol, que tomaron su nombre y su sabiduría de los dictados de Krishna, a su discípulo Arjuna, origen de la profunda filosofía Védica que aún hoy no se llega a interpretar en toda su amplitud y oculta sabiduría; los Mendicantes de Buda, que para eludir las persecuciones de que era objeto su elevada enseñanza, la ocultaban bajo la humillante indumentaria de peregrinos mendigos, que recogían limosnas para sustentar sus vidas; y eran maestros de almas que iban dejando en cada conciencia, una chispa de luz, y en cada corazón un incendio de amor a la humanidad. Y por fin, los profetas terapeutas de Moisés que se diseminaron desde el Nilo al litoral del Mediterráneo, sobre todo a la llamada Tierra de Promisión, o sea Palestina, Siria y Fenicia, porque se sabía desde muchos siglos que en aquellas latitudes aparecería la postrera manifestación del Avatar Divino. 
Y los esenios que llegaron hasta el nacimiento de Yhasua, fueron la prolongación de estos profetas terapeutas de la Escuela Mosaica. En los Archivos esenios se hallaba recopilado todo cuanto de luz, de ciencia y de conocimiento había aportado el Cristo a la humanidad terrestre, por medio de las inmensas legiones de sus discípulos y seguidores. ¿Qué extraño podemos encontrar que Setenta hombres pasaran toda una vida catalogando, ordenando, traduciendo e interpretando aquel vastísimo Archivo de Divina Sabiduría, que tantos miles de siglos había corrido por toda la faz de la Tierra? Los esenios del Monte Hermón en la cadena del Líbano, los del Monte Ebath en Samaria, los del Carmelo y Tabor en Galilea y los del Quarantana, estaban obligados por una ley común a todos los Santuarios, de enviar substitutos y reemplazantes de los que enfermaban o morían en el Santuario de Moab, donde jamás debían faltar los Setenta Ancianos de que formó Moisés su alta Escuela de Divina Sabiduría. Esenios, fueron los cristianos del primero y segundo siglo, hasta que la inconsciencia humana empezó a obscurecer la excelsa figura del Hombre de Dios, y a perseguir como heresiarcas a los que luchaban por conservar su doctrina, tal como la habían bebido de su Inteligencia superior.
Continuara....

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)





LOS ESENIOS
Capitulo 2 (Segundo escrito)
Sigamos a los tres viajeros camino de En-Gedí en la margen occidental del Mar Muerto, donde existía un antiguo y escondido Santuario Esenio, residencia de algunos solitarios, especie de delegados de confianza del Supremo Consejo, a los fines de facilitar a los Hermanos de la Judea el concurrir a las asambleas en días especiales, como los había igualmente en el Monte Ebath para los de Samaria, en el Carmelo y el Tabor para los galileos, y en el Hermón para los de Siria. 
El Gran Consejo de los Setenta Ancianos conductores de la Fraternidad Esenia, tenían su residencia habitual en los Montes de Moab, en la ribera oriental del Mar Muerto, allí donde sólo llegaban seres humanos, de año en año, para subir a un nuevo grado, o analizar las pruebas designadas para cada grado, pues las consultas más sencillas eran atendidas por los esenios de los pequeños Santuarios de que ya se ha hecho mención. 
Era En-Gedí una aldea antigua y de sombrío aspecto, pues aquella comarca salitrosa y árida, muy pocos encantos ofrecía a los viajeros. 
Entre las últimas casas, hacia el oriente, se encontraba la vivienda de dos fornidos mozos, que con su anciana madre vivían de la fabricación de manteca y quesos de una gran majada de cabras que poseían, a más de la carga de leña que a lomo de asno transportaban a las aldeas vecinas. Esta casa era conocida de todos por la Granja de Andrés. 
Había sido el jefe de la familia, pero ya no vivía desde hacía varios años atrás. A la puerta de esta casa, llamaron nuestros viajeros al anochecer del día siguiente de haber emprendido el viaje. Un postiguillo en lo alto de la puerta se abrió y por él, entró Elcana su mano haciendo con ella el signo de reconocimiento de los esenios, al mismo tiempo que decía las palabras del santo y seña: “Voz del silencio”. 
El signo, era la mano cerrada con el índice levantado hacia arriba. La puerta se abrió enseguida y los viajeros, ateridos de frío, sacudieron la nieve de sus gruesas calzas de piel de camello, y se acercaron de inmediato a la hoguera que ardía en rojizas llamaradas. Una anciana de noble faz, cocía el pan y varias marmitas humeaban junto al fuego. Cuando se quitaron los pesados gorros de piel que les cubría gran parte del rostro, los tres fueron reconocidos por la familia de Andrés, pues ese mismo viaje lo hacían una vez cada año. —
Novedades grandes debéis tener cuando habéis venido en este crudo día en que ni los búhos salen de sus madrigueras –observó Jacobo, el mayor de los muchachos. — ¡Grandes noticias!, –exclamó Elcana–. 
Y así os rogamos que nos dejéis pasar a la presencia de los solitarios. —No será sin que antes hayáis comido junto con nosotros –observó la anciana, cuyo nombre era Bethsabé. —
Así daréis tiempo a que los Ancianos terminen también su cena que es justamente a esta misma hora –añadió Jacobo. —
Bien, Hermanos, aceptamos vuestra oferta –respondieron los viajeros. Y acto seguido aquellos seis modestos personajes rodearon la sencilla mesa de la Granja de Andrés el leñador, que durante toda su vida pasó en aquella cabaña sirviendo de portero a la subterránea entrada al templo de los esenios; humilde tarea que seguían cumpliendo su viuda y sus hijos, también para toda su vida, pues entre los esenios las misiones de este orden eran como una honrosa investidura espiritual, que pasaba de padres a hijos como sagrada herencia a la cual tenían derecho hasta la cuarta generación. 
La frugal comida, leche de cabra con castañas asadas, higos secos, queso y miel, terminó pronto; y Jacobo encendiendo en el hogar una torcida encerada que les servía de antorcha, dijo: —Estoy a vuestra disposición. —Vamos –contestaron los tres viajeros. —
Id con Dios y hasta mañana –dijeron a la vez la madre y el hijo menor, jovenzuelo de diecisiete años, a quien llamaban Bartolomé. 
Los tres viajeros precedidos de Jacobo, pasaron de la cocina a un pajar, al extremo del cual se encontraba el inmenso establo de las cabras. Detrás de una enorme pila de heno seco, y dando rodeos por entre sacos de trigo y de legumbres, Jacobo removió una lámina de piedra de las que formaban el muro, y un negro hueco apareció a la vista. Era una pequeña plataforma, de donde arrancaba una escalera labrada en la roca viva que subía hasta diez escalones. A la terminación de ellos, se encontraba una puertecilla de hierro que apenas daba lugar al cuerpo de un hombre. Del interior de la puerta salía el extremo de una cuerda. Jacobo tiró de ella, y muy a lo lejos se oyó el tañido de una campana que resonó suavemente. 
A poco rato el postiguillo de la puerta se abrió y la luz de la antorcha de Jacobo alumbró un blanco rostro del Anciano que escudriñaba al exterior. — ¡Voz del silencio! Hermanos esenios traen grandes noticias y piden hablar con los Ancianos. 
Vio el rostro de Jacobo y sonrió bondadosamente. —Bien, bien... Esperad unos minutos. La puertecita se abrió pesadamente después de un breve rato, y los tres viajeros entraron a una habitación baja e irregular, de cuya techumbre pendía una lámpara de aceite. Siete esenios de edad madura esperaban sentados en el estrado de piedra que circundaba la sala. —
Por esta noche quedan aquí los viajeros –dijo el esenio portero a Jacobo–. Vete a dormir y ven por ellos mañana antes del mediodía. –Y el joven se retiró. Una hoguera recientemente encendida brillaba en un ángulo de la habitación, y una gruesa estera de fibra vegetal y algunas pieles de oveja, daban al rústico recinto un aspecto confortable. Y en pequeños taburetes frente al estrado, los viajeros en profundo silencio se sentaron. —
Que la Divina Sabiduría ilumine nuestra mente, y que la Verdad mueva nuestra lengua. Hablad. Estas solemnes palabras fueron pronunciadas por el Anciano que ocupaba el lugar central.
—Así sea –contestaron los tres viajeros. 
Enseguida Elcana refirió cuanto el lector conoce desde los sueños de él y su esposa, la llegada de Myriam y Yhosep a su casa, y cuanto allí había ocurrido. Cuando él terminó, Josías y Alfeo relataron a su vez lo que habían visto mientras observaban la conjunción de los grandes planetas. De un hueco en forma de alacena, cuya puertecilla era una piedra que se corría, uno de los Ancianos extrajo un rollo de telas enceradas, tabletas de madera y de arcilla y en el más profundo silencio, comenzaron entre los siete a recorrer aquellas escrituras. —
En verdad Hermanos, que vuestra noticia es de trascendental importancia –dijo por fin el Anciano Servidor, como llamaban ellos al jefe o mayor de la casa. —El tiempo era llegado y la conjunción marcó la hora última de la noche pasada sobre la constelación de Piscis que prohíja al país de Israel –añadió otro de los Ancianos. —Tal acontecimiento ha sido comprobado por todos nosotros –observó un tercero–, y ya los Setenta deben esperar de un momento a otro este anuncio que nos traéis vosotros. — ¿De cuánto tiempo disponéis para esta misión? –preguntó el Servidor. —Del que nos mandéis –respondieron los tres viajeros a la vez. —
El sacrificio que habéis realizado en esta cruda noche de nieve, la voluntad firme y la más firme adhesión a nuestra Fraternidad bien merece a lo que juzgo, una compensación espiritual de nuestra parte. ¿De qué grado sois en la Orden? —
Hace seis años que entramos al primero: “la hospitalidad y el silencio”; y por mi parte creo haber cumplido con regularidad –contestó Elcana. —Yo –dijo Josías–, he faltado sólo una vez a la hospitalidad en el caso de presentarse a mi puerta un prisionero de la Torre Antonia, a quien buscaba la justicia con mandato de entregar vivo o muerto. Le di pan y frutas y le pedí que pasara de largo para no verme obligado a entregarlo. 
Aún vivía mi esposa y mi hija no era casada, y creí que mi vida les era necesaria a ellas. —No pecaste ante Dios ni ante la Fraternidad, Hermano, que jamás obliga a sacrificar a los demás consigo mismo. Otra situación hubiera sido si estuvieras solo en el mundo. —Y yo –refirió Alfeo–, he faltado al silencio reglamentario en un caso en que no fui capaz de dominarme. Hubo riña entre dos pastores por causa mía y a no ser por mi propia intervención y la de otros vecinos, hubiéramos tenido que lamentar una muerte.
“Venía observando de tiempo atrás que un pastor sacaba la leche de las cabras de cría de su vecino, y los cabritillos de éste iban enflaqueciendo y muriendo en la época de frío. 
El infeliz pastor se quejaba de su mala suerte, y llamaba injusticia de Dios que sólo sus cabritillos estuvieran lánguidos y raquíticos, cuando él tanto se esforzaba para cuidar a las madres. “Como ya pasara más de un año tragándome la lengua para guardar el silencio, un día no pude más y dije al pastor perjudicado: Ven, observa desde mi granero. Y desde allí, él vio lo que yo veía desde hacía más de un año. Y aquí fue que ocurrió el drama, al final de todo lo cual el mal vecino fue condenado a indemnizar los daños causados, con la amenaza de ser expulsado de la comarca si se repetía el caso. —
Tampoco tú has pecado contra Dios ni contra nuestra Fraternidad, Hermano, porque había daño a tercero, y ese tercero tendría esposa e hijos que sustentar, y a la larga, todos ellos padecerían miseria y hambre si aquella situación se prolongase indefinidamente. El hablar cuando es justo, no es pecado. El hablar sin necesidad ni utilidad para nadie, es lo que está vedado por nuestra ley. 
“Y como estamos autorizados en este Santuario para ascender hasta el grado tercero, pasemos al Santuario donde recibiréis del Altísimo el don que habéis conquistado”. 
El esenio portero que era uno de los siete de aquel pequeño Consejo, se acercó a los viajeros entregándoles tres paños de finísimo lino. Los tres rápidamente se vendaron los ojos. Entonces el Servidor apagó la lámpara de aceite, cubrió la hoguera con una campana de arcilla, y en la más profunda obscuridad, se sintió el correr de una piedra de la muralla y luego el crujido de una puerta que se abría. 
Los tres viajeros unidos por las manos y conducidos por el portero, anduvieron unos veinte pasos por un pavimento liso y cubierto de suave arenilla, al final del cual sintieron otra puerta que se abría y que penetraban en un ambiente tibio y perfumado de incienso. El Servidor les quitó las vendas y los tres cayeron de rodillas, pronunciando las palabras del ritual mientras se inclinaban a besar las losas del pavimento: —
“Sed bendito por los siglos de los siglos, ¡Oh, Santo de los Santos! Dios misericordioso que me has permitido entrar a este sagrado recinto donde se escucha tu voz”. Acto seguido, tres esenios les cubrieron con el manto blanco de las consagraciones, y les acercaron hacia el gran candelabro de siete cirios, en el cual sólo estaba encendido uno: era el grado primero que ellos tenían. Enseguida fue descorrido el espeso cortinado blanco que desde el techo caía detrás de la lámpara, y aparecieron siete grandes libros abiertos sobre un altar de piedra blanca, encima de cada uno de ellos aparecían escritos en letras de bronce los nombres de los grandes maestros esenios desaparecidos: Elías, Eliseo, Isaías, Samuel, Jonás, Jeremías y Ezequiel. Y más arriba de los siete libros aparecía tallada en piedra, una copia de las Tablas de la Ley Eterna grabada por Moisés, cuyo original estaba en poder de los Setenta en el Santuario de los Montes Moab. 
Las repetidas cautividades del pueblo hebreo y las devastaciones de los santuarios de Silo, de Betel y de Jerusalén, obligó a los discípulos de Essen, a salvaguardar aquel sagrado legado de Moisés en las profundas cavernas del Monte Moab. 
Y suspendida de la techumbre iluminando las Tablas de la Ley, resplandecía una estrella de plata, cuyas cinco puntas eran lamparillas de aceite que ardían sin apagarse nunca. 
Aquel era el Símbolo Sagrado de la gran Fraternidad Esenia, cuyo oculto significado era: la Luz Divina que iluminó a Moisés, en el Monte Horeb y el Sinaí, de donde surgió la Ley que permanece hasta hoy como brújula eterna de esta humanidad. 
Y en los siete enormes libros de telas enceradas, estaba escrita la vida y enseñanza, profecías y clarividencias de cada uno de aquellos seres venerados como maestros de la Fraternidad Esenia. Resonaron las cítaras de los esenios cubiertos todos con mantos blancos. El Servidor se ciñó a la frente por medio de un cordoncillo de seda azul, una estrella de plata de cinco puntas que simbolizan la Luz Divina, que imploraba sobre él al hacer la consagración de los tres Hermanos que llegaban al Santuario buscando acercarse más a la Divinidad. Espirales de incienso se elevaban a lo alto, desde pebeteros colocados delante del altar de los siete libros de los Profetas. Con voces austeras y graves, cantaron a coro el salmo llamado el Miserere. 
Pedían a una voz y al son de sus cítaras y laúdes, el perdón de sus pecados y la misericordia divina sobre todos los hombres de la Tierra. Terminado el doliente salmo, profunda lamentación del alma humana que reconoce sus errores y se arrepiente de ellos, el Servidor destapó la pilastra de agua que había a la derecha de la gran lámpara de siete cirios, e invitó a los que iban a consagrarse en el segundo grado de la Fraternidad, a sumergir en ella sus manos hasta el codo. Era la ablución de manos, rito que iniciaba la entrada al segundo grado, como la ablución de faz, era la iniciación al primer grado que habían pasado. Aquellas aguas fuertemente vitalizadas por setenta días de transfusiones de elevadas y puras energías, producían una suave corriente dulcísima a los que en ella sumergían sus manos, que después dejaban secar sin contacto de paño ninguno.
http://elnuevodespertardelser.blogspot.com.es/
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