sábado, 2 de febrero de 2019
LIBRO TIERRA DE ESMERALDA.- CAPÍTULO 2: SEGUNDO AMANECER
El mundo brillaba a mí alrededor con mil chispitas centelleantes. Aquel día, no sé por qué ansia de evasión, por qué sed insaciable de saber había abandonado una vez más mi cuerpo, como quien se quita un abrigo excesivamente cálido o demasiado pesado.
¡Cinco años ya! Cinco años desde entonces, que se han deslizado hacia la inmensidad del pasado.
Parece que ningún lugar, ningún encuentro borrarán de mi memoria el instante que para mí será siempre el segundo amanecer. Durante meses viví buscando la Clave. ¡En encontrar la cerradura tardé cinco años! La cerradura del arca de las Maravillas, del baúl de las Esperanzas; la de la Puerta de un Mundo cuyo significado y valor no ignorarán quienes buscan el misterio de la Vida y de la Muerte; pero los arranques poéticos o entusiastas no lo son todo.
No quiero dirigirme a los lectores con medias palabras sino en términos sencillos y directos.
Aquel día había abandonado mi cuerpo, demasiado torpe, debajo de mí. Salir de mi envoltura de carne se había convertido, no en una huida hacia un mundo que me parecía mejor como podría pensarse sino más bien en una especie de válvula de seguridad, en un modo de beber a pleno pulmón una bocanada de aire puro y regenerador. Como siempre que me encontraba en semejante estado me sentía irresistiblemente atraído hacia arriba, hacia no sé qué cima invisible.
Finalmente decidí abandonarme a ese deseo persistente y casi incontrolable.
¿Quién sabe si un El dorado celeste no ejercía su influencia sobre mí cual un imán?
Esperaba tomar altura, contemplar la ciudad a lo sumo, desde un centenar de metros más arriba; pues ciertamente mi ascensión tenía que terminar en algún momento...
Efectivamente, tomé altura... pero simultáneamente se produjo un extraño fenómeno: mis brazos, mis piernas, todo mi cuerpo, sintieron una comezón y empezaron a centellear de forma desconocida para mí.
Mis miembros me parecieron de repente más diáfanos, menos reales, menos densos. Confieso que en ese preciso instante me invadió el miedo. ¡Durante un segundo, quizá menos! Entonces una gigantesca ola de silencio absorbió mi ser.
Una detonación muda hecha de luz blanca me envolvió. No existía nada fuera de una gran calma, una inmensa duna de suavidad, penetrante, palpable.
Todo se borró progresivamente como bajo la acción de una misteriosa goma de borrar. De aquella luz extraordinariamente blanca que aún me envolvía surgieron unas formas primero vagas, después más concretas cada vez. Finalmente llegaron a un estado de nitidez que me asombró.
LIBRO TIERRA DE ESMERALDA.- CAPÍTULO 1: PRIMER AMANECER
Hay días y noches que cuentan más que otros.
Hay segundos que viven y se alargan más que horas enteras.
Casi diez años ya...
El alba coloreaba ligeramente tras los cristales empañados de una pequeña habitación de estudiante. Con el espíritu extrañamente vacío había estado esperando la noche entera.
Y seguía esperando, inmóvil, echado en mi cama en actitud estática. ¿Qué había ocurrido? No había deseado nada, no había ido detrás de nada...
Las imágenes de la víspera no cesaban de volver a tomar forma ante mis ojos. Intentaba recordar sumaria, ordenada metódicamente, con la mayor precisión posible, los últimos instantes que precedieron a lo Increíble.
Me había acostado a las diez como todas las noches; una débil luz iluminaba todavía la pequeña habitación que había elegido como albergue por un año.
Pensamientos desordenados e intrascendentes ocupaban mi atención, mientras un ligero sopor se apoderaba de mí.
Fue entonces, súbitamente, cuando todo cambió.
¡Me sentí proyectado fuera de mí mismo, pegado contra el techo de la habitación! Me invadió un intenso frío un frío que venía de dentro.
Simultáneamente tuve la sensación de que me enderezaba, de que me daba la vuelta, no sé con exactitud, y me vi... Me vi, realmente me vi, desde fuera, en carne y hueso, como se ve a cualquier otro que no es uno mismo, a un amigo, a un extraño. Mis ojos estaban allí, en el techo, encima del armarito en el que guardaba mis libros; estaban allí y contemplaban mi cuerpo que yacía, dos metros más abajo, inerte, como una mera envoltura vacía.
¡Mis ojos y mi conciencia! Porque, sin duda alguna, era yo mismo quien pensaba y me contemplaba.
Yo era «dos», sencilla y extraordinariamente «dos».
¿Era eso la muerte?
¿Acababa de franquear, triste, banalmente la Gran Puerta en aquella fresca velada de abril? Por un momento, creí que todo no era más que un sueño; pero, no... mi espíritu estaba demasiado perspicaz, demasiado lúcido.
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