sábado, 2 de febrero de 2019
LIBRO TIERRA DE ESMERALDA.- CAPÍTULO 1: PRIMER AMANECER
Hay días y noches que cuentan más que otros.
Hay segundos que viven y se alargan más que horas enteras.
Casi diez años ya...
El alba coloreaba ligeramente tras los cristales empañados de una pequeña habitación de estudiante. Con el espíritu extrañamente vacío había estado esperando la noche entera.
Y seguía esperando, inmóvil, echado en mi cama en actitud estática. ¿Qué había ocurrido? No había deseado nada, no había ido detrás de nada...
Las imágenes de la víspera no cesaban de volver a tomar forma ante mis ojos. Intentaba recordar sumaria, ordenada metódicamente, con la mayor precisión posible, los últimos instantes que precedieron a lo Increíble.
Me había acostado a las diez como todas las noches; una débil luz iluminaba todavía la pequeña habitación que había elegido como albergue por un año.
Pensamientos desordenados e intrascendentes ocupaban mi atención, mientras un ligero sopor se apoderaba de mí.
Fue entonces, súbitamente, cuando todo cambió.
¡Me sentí proyectado fuera de mí mismo, pegado contra el techo de la habitación! Me invadió un intenso frío un frío que venía de dentro.
Simultáneamente tuve la sensación de que me enderezaba, de que me daba la vuelta, no sé con exactitud, y me vi... Me vi, realmente me vi, desde fuera, en carne y hueso, como se ve a cualquier otro que no es uno mismo, a un amigo, a un extraño. Mis ojos estaban allí, en el techo, encima del armarito en el que guardaba mis libros; estaban allí y contemplaban mi cuerpo que yacía, dos metros más abajo, inerte, como una mera envoltura vacía.
¡Mis ojos y mi conciencia! Porque, sin duda alguna, era yo mismo quien pensaba y me contemplaba.
Yo era «dos», sencilla y extraordinariamente «dos».
¿Era eso la muerte?
¿Acababa de franquear, triste, banalmente la Gran Puerta en aquella fresca velada de abril? Por un momento, creí que todo no era más que un sueño; pero, no... mi espíritu estaba demasiado perspicaz, demasiado lúcido.
Durante algunos instantes no pude separar mi mirada de aquel otro yo abandonado indolentemente en una postura poco estética bajo las mantas.
Una curiosa impresión vino a turbar la atención que dedicaba a ese ser extraño que era yo para mí mismo: me di cuenta de que no estaba en un lugar fijo. Yo, mis ojos, mi conciencia o quizá todo a la vez, vagaba de derecha a izquierda como un ser lastimosamente borracho que no supiera a qué aferrarse. Por un instante creí que iba a golpearme contra la arista del armario.
Puse la mano ante mí, cerca de la frente, para amortiguar el golpe. ¡Mi mano! ¡Tenía una mano!
Y vi cómo mi mano se hundía en la madera y sentí cómo mis ojos penetraban en el armario hasta llegar a acariciar los libros desperdigados y los cuadernos amontonados. Una onda de calma profunda descendió sobre mí, cual una mano tranquilizadora que se posara en la parte superior del cráneo.
Me deslicé entre los estantes y, otra vez, me detuve ante aquel otro yo inerte.
Fue en ese preciso instante cuando tomé plena conciencia de que, en el estado en que me encontraba, tenía un cuerpo...
Yo era un cuerpo que flotaba de aquí para allá, un cuerpo desnudo, un cuerpo extrañamente blanco, extrañamente luminoso, con la efervescencia de una vida misteriosa.
Luego, brutalmente, acabó todo. Sentí un dolor a la altura del estómago, hubo como un relámpago interior y me encontré nuevamente prisionero bajo las mantas, en aquel cuerpo que momentos antes me había parecido desmañado. Todo había terminado.
Me empeñé en recordar toda la noche. Intenté entender cómo y por qué; pero aquella noche no me reveló ningún otro secreto.
Las semanas que siguieron a esta experiencia, totalmente involuntaria, tampoco me revelaron nada. Ningún hecho parecía querer volver a provocar el fenómeno que no conseguía explicarme.
Llegué a decirme que, si la respuesta no brotaba de mis reflexiones, quizá durmiera en algún lugar entre las páginas de un libro.
Si quería escapar de ese impasse debería adoptar una línea de conducta: tendría que recorrer librerías, bibliotecas, hojear obras. Así pasaron varios meses. En vano. Descorazonado, decidí abandonar la búsqueda.
Al parecer hay lenguas en las que no existe la noción del azar. Hoy, mejor que nunca, entiendo el por qué y recuerdo este pensamiento de Satprem: «Azar quiere decir desconocimiento de la ley de las cosas». El azar hizo bien las cosas, poniéndome ante la obra consagrada a un extraño fenómeno, no obstante muy real, llamado salida astral. Esta obra, como luego pude comprobar, no era ni mucho menos la única que trataba el tema. ¡Otros seres habían vivido una experiencia idéntica a la mía!
A través de la pluma del autor volví a encontrar sensaciones que había experimentado yo mismo meses antes.
Se enseñaban allí incluso variantes de las experiencias. Sería falso asegurar que todo estuviera resuelto pero, desde ese instante, supe que tenía una llave,
La clave, quizá. No, mi experiencia no era única. El autor cuya narración «devoraba», afirmaba que otras personas en diferentes puntos del globo la practicaban.
Para hablar con propiedad, enseñaba una técnica con todo lo que ello comporta; es decir, un método que culminaba a través de varios estadios progresivos.
No me faltaba aparentemente nada para poder volver a provocar esa especie de raro desdoblamiento que tanto me había turbado. Decir turbado es decir poco, pues durante meses todos mis pensamientos, todas mis energías habían apuntado a ese fin.
Nada me faltaba, en efecto, salvo dos cualidades que descubriría al cabo de unas semanas: paciencia y voluntad, dependientes la una de la otra. Hablo de dos cualidades, pero hoy, con la perspectiva que el tiempo proporciona, me doy cuenta de lo esquemáticas que son. De hecho, aparte del método que era necesario seguir, un solo pensamiento era indispensable: tener el convencimiento absoluto de que lo que se intentaba hacer era perfectamente realizable y se realizaría a toda costa.
Este tipo de convicción profunda es una especie de autosugestión; todo cuanto se emprende por este procedimiento se realiza inevitablemente.
Querer es poder, se dice con frecuencia. En efecto, nada más cierto.
Una precisión antes de seguir: de nada sirve una salida astral hecha sólo para ver; quiero decir, para ver si es auténtica.
Encaminarse honradamente hacia este tipo de experiencias comporta desechar todo espíritu de coleccionista de sensaciones. Abordar una salida astral no puede ser un pasatiempo ni un juego cualquiera más. Hay que emprenderla con calma, lucidez y sinceridad.
Todo lo dicho dará al lector la impresión de no ser más que palabras; no obstante estas palabras, estamos seguros, adquirirán valor a lo largo de la obra.
Me puse a trabajar con un gozo profundo y silencioso, convencido de la victoria final.
Nadie debía estar al corriente de mi investigación.
Además me sentía completamente incapaz de explicar el objetivo de mi búsqueda, su sentido y las consecuencias que pudieran derivar de ella.
Una anodina tarde de octubre, en una amplia y fría habitación cerrada con dos vueltas de llave, lo Increíble se reprodujo.
Fue como una explosión en lo más profundo de mi ser. ¡Explosión, palabra vacía!; ¡un Himalaya de Luz y esplendor, debería decir!
Mejor que la primera vez, vi y comprendí lo que acababa de suceder. Sí, yo era un cuerpo desmadejado tirado sobre una cama. Sí, seguro que tenía un aspecto algo estúpido así. Pero sí, cien veces sí también, era un cuerpo luminoso, capaz de flotar de acá para allá o de volar, no lo sabía bien, de contemplar otra faceta del mundo.
Me embargaba una profunda agitación interior y me vi zarandeado de arriba abajo, de derecha a izquierda, como un ente ebrio y sin voluntad.
Puedes estabilizarte, bastará que lo desees y te entrenes.
Los consejos del autor del famoso tratado acudían a mi memoria.
Lo confieso, ese día progresé poco en cuanto a estabilidad concierne. Sólo el uso, si se me permite la expresión, me llevó al perfeccionamiento en ese campo.
Pasaron las semanas que me vieron repetir algunas veces el desdoblamiento astral. Conforme me familiarizaba con la técnica, me daba cuenta de las posibilidades que ofrecía.
En mis primeras búsquedas, no había hecho más que presentir confusamente todo lo que mi descubrimiento podía aportarme. Ahora las cosas se precisaban. Contemplarme desde el exterior, desplazarme como un «fantasma», no tenía a pesar de todo, más que un limitado interés.
Mientras recordaba el momento en que tan involuntariamente me había sumergido entre los libros y cuadernos de mi armario comprendí que, en el estado en que me encontraba, todo lo que perteneciera al mundo físico se tornaba carente de sentido.
Durante mis múltiples experiencias lo había pasado muy mal, sintiéndome de pronto atraído hacia el techo de la habitación en que me encontraba como si fuese un imán que acababa por fundirme con él, para encontrarme finalmente, según los casos, ¡en el granero o sobre el tejado!
Llegado a este punto de mi relato, imagino fácilmente que ya he hecho sonreír a más de un lector. Muchos me habrán pegado sobre la frente una pequeña etiqueta con el lema dulce soñador o charlatán. No me enfadaré ya que he decidido, simplemente, seguir mi camino. Para aquellos que decidan otorgarme su confianza o su curiosidad, continuaré mi narración, que tiene para mí toda la certeza que confiere la sinceridad.
Conforme se iban sucediendo las salidas iba descubriendo que mi cuerpo astral parecía dotado de facultades sensitivas infinitamente más desarrolladas que las que tenía en mi estado material.
Así pues, mi vista se decuplicaba. El menor objeto me parecía (debería decir me parece, porque hoy por hoy mi percepción se mantiene idéntica) dotado de una vida propia, extraña e intensa.
De hecho, podía distinguir un inverosímil hormigueo de moléculas, desplazándose en todos los sentidos a una velocidad loca.
Todo cuanto mis ojos astrales podían captar estaba revestido de una singular luminosidad. Los rojos, los amarillos, los azules, todos los colores, adquirían un ropaje fluorescente.
Todos los objetos que me rodeaban, hasta el más insignificante de ellos, emanaban visiblemente una desbordante fuerza vital.
En cuanto a mí, lo menos que puedo decir es que me sentía y me veía totalmente cambiado. Mi cuerpo entero brillaba con un fulgor intenso atravesado, de vez en cuando, por una luz aun más viva, muy blanca, que no provenía de ningún lado preciso sino de todos a la vez.
Nada del universo material que siempre me rodeaba, constituía un obstáculo para mi cuerpo astral. De experiencia en experiencia, adquirí confianza y me enardecía.
Atravesaba ahora las paredes de mi habitación con la misma naturalidad con que hubiese pasado una puerta cualquiera. Al hacerlo, no podía dejar de notar ni de complacerme con el singular cosquilleo que experimentaba cuando las partículas de luz de mi cuerpo se intercalaban con las del obstáculo que penetraba y atravesaba.
Concebís sin duda los riesgos que podía engendrar este tipo de experiencia: ¡imaginaos si hubiese tratado de espiar las andanzas del vecino!
¡Nada más lejos de mi intención para mayor tranquilidad de todos los vecinos del mundo!
La costumbre me ha permitido aprender muy pronto que la curiosidad, cualesquiera sean sus fines, impide sistemáticamente la intrusión en un lugar privado. Animado por la curiosidad, tentado por un cierto afán de mirón, el cuerpo astral pierde la casi totalidad de sus posibilidades. Sucede como si una fuerza poderosa las neutralizase automáticamente.
No es raro sentir el cuerpo astral atraído de forma irresistible hacia su envoltura carnal, hasta el punto de tener que suspender toda experiencia.
¿Es una autocensura de lo que acostumbramos a llamar hoy el inconsciente? No son tan simples las cosas.
Volveremos sobre ello porque sería prematuro explayarse ahora sobre este punto.
Para reforzar lo que será esencial en este testimonio, señalaré un hecho, un fenómeno mejor, cuya importancia, lo adivinaréis fácilmente, es sin duda capital.
Alrededor de tres meses después de estos fructíferos ensayos, ayudado por la confianza y la seguridad, tomé plena conciencia del extraordinario vehículo que constituye el cuerpo humano en su estado astral.
Comprendí, respetando la anterior condición, que le bastaba al cuerpo astral emitir el deseo claro, preciso y sobre todo voluntario de encontrarse en algún lugar concreto para trasladarse él al instante.
No será difícil que el lector me crea, si le digo que no conozco nada más bello ni fascinante que el hecho de sentirse arrastrado por un vertiginoso torbellino de luz sorprendentemente blanca, cálida, infinitamente viva y cierta para ser transportado, casi en el acto, al lugar que uno desea. Ésta es una de las razones por las cuales este testimonio, en su afán de dar pruebas de claridad, honradez y lógica, no puede partir sino del corazón.
No faltará quien piense que la experiencia astral debe ser, según frase al uso, traumatizante.
A veces es verdad durante los primeros pasos. Pero para quien considere el desdoblamiento astral como un hecho natural, no es así sino todo lo contrario. La luz tan particular en la cual se sumerge el cuerpo astral es, sin lugar a dudas, vivificadora, energética y cálida tanto moral como físicamente.
Dota a quien disfruta de su radiación de un intenso sentimiento de gozo, lucidez y placidez. La impresión fundamental que se desprende de todo contacto con la luz del cuerpo astral es la de una inmensa armonía universal.
Cuando percibí todas esas cosas por primera vez, ignoraba todavía que no había hecho más que entreabrir una Puerta.
De hecho, todo estaba empezando...
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