viernes, 22 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)


A LOS MONTES DE MOAB
Capitulo V (Cuarto Escrito)

Si el fallo era favorable, los graduados levantaban su capuchón y el gran velo del Templo era descorrido para que pasaran todos al Tabernáculo de las ofrendas, donde el Gran Servidor encendía con un cirio de los Setenta que allí ardían, una hoguera sobre una mesa de piedra y en ella se quemaban las carpetas con la última confesión de los graduados. 
El oficiante decía en alta voz: —“El fuego de Dios reduce todo a cenizas, lo grande y lo pequeño, lo bueno y lo malo. 
Y la ceniza es olvido, es silencio, es muerte”. –Y cantaban el Salmo de la Misericordia o Miserere, arrojando incienso y mirra a las ascuas mientras el oficiante añadía–: 
“Sea agradable a Vos, omnipotente Energía Creadora, Causa Suprema de toda vida, de todo bien, la ofrenda que acaban de hacer de los siete años vividos en vuestra Ley, estos Hermanos, que reclaman de vuestra inmensa Piedad, el don de ser acercados a Vos por nuevas purificaciones, que serán otros tantos holocaustos en favor de la humanidad, herencia del Cristo”. 
Acto seguido, les vestían las túnicas de blanco lino y les ceñían a la frente una cinta de púrpura con tantas estrellas de plata de cinco puntas como grados habían pasado. 
Y a la cintura les ceñían un cordel de lana color púrpura que se llamaba el Cíngulo de Castidad, en cuyos colgantes tenía tantos nudos cuantos grados habían pasado. Entonces y sólo entonces, los graduados subían las siete gradas del Tabernáculo, donde se hallaba un gran cofre de plata cincelada que el Gran Servidor abría. 
Allí se veían las Tablas de la Ley rotas por Moisés y unidas cuidadosamente por pequeñas grapas de oro. Con profunda emoción iban poniendo sus labios en besos reverentes sobre aquellos caracteres grabados por el Gran Ungido, más con la fuerza de su pensamiento y de su voluntad puestas en acción, que por su dedo convertido como en un punzón de fuego que pulverizaba y quemaba la piedra. Allí estaban los cinco manuscritos originales de Moisés en jeroglíficos egipcios, que Essen había recogido de entre las ropas del gran taumaturgo después de su muerte. 
Eran cinco pequeñas carpetitas de papiro encerradas en un bolsillo de cuero. Estaban abiertas para que se leyeran los títulos: Génesis -Éxodo -Levítico -Números -Deuteronomio. Debajo de los cinco libros sagrados de Moisés, aparecía un papiro extendido, y sujetos los extremos por pequeños garfios de plata, en el cual se leía en antiguo hebreo: 
“Yo, Essen, hijo de Nadab, de la sangre de Aarón, que huí a la altura de Nebo en seguimiento de Moisés, mi Señor, juro por su sagrada memoria que él me mandó recoger de su cuerpo estas escrituras cuando le viere muerto, y me declaró que la voz de lo alto le aconsejó llevarlas consigo para que no fueran destruidas y adulteradas, como ya pensaban hacerlo una vez muerto el autor, pues que había tenido visión de que fueron quemadas las copias fieles que él mandara sacar para uso de los Sacerdotes y del pueblo. Mi padre Nadab, hijo de Aarón, gran Sacerdote, fue muerto en el altar de los holocaustos, por ofrecer incienso sobre las ascuas y panes de propiciación, y negarse a las degollaciones de bestias, repudiadas por el Gran Profeta. 
Y huí en pos de él, a causa de que su ley fue sustituida por otra ley en beneficio de los Sacerdotes y de los Príncipes de Israel, dueños de los ganados que prescribían sacrificar para su negocio y ganancias. 
Que Jehová Poderoso y Justiciero, ante quien voy a comparecer dentro de breve tiempo, dé testimonio de que digo verdad enviándome un siervo suyo que cierre mis ojos, y recoja las escrituras de Moisés, que yo su siervo he conservado”. 
Más abajo aparecía una nueva línea escrita con caracteres más gruesos y temblorosos: “Lloro de gozo y bendigo a Jehová, que dio testimonio de que yo decía verdad y trajo a mi soledad estos seis Levitas que huyen de la abominación de Israel, entregado a la matanza en los pueblos que quieren habitar, renegando de la Ley de Jehová que dice: “No matarás”. 
Y luego con letras diferentes se veía: “Atestiguamos de ser todo esto verdad. Y seis nombres: Sabdiel, Jonathan, Saúl, Asael, Nehemías y Azur”. 
A continuación de las seis firmas volvía a leerse: “El amor de estos siervos de Jehová, háme curado la fiebre que me consumía, y Él me concede la vida por otro tiempo más. 
Loado sea Jehová, Essen, siervo de Moisés”. 
Luego, una fecha que denotaba catorce años después, decía: “Jehová ha llamado a su Reino a nuestro Hermano Essen y le hemos sepultado en Beth-peor junto al sepulcro de Moisés nuestro Padre”. En lo más alto del Tabernáculo se veía una estrella de cinco puntas, símbolo de la Luz Divina formada con cinco lamparillas de aceite que ardían sin apagarse jamás. Hacia la derecha se veía una gran alacena labrada también en la roca con muchos compartimentos, encima de los cuales se leía: Libros y Memorias de los Grandes Profetas. 
Y cada casilla ostentaba un nombre: Elías, Eliseo, Isaías, Ezequiel, Samuel, Jonás, Jeremías, Oseas, Habacuc, Daniel, etc., etc. Hacia la izquierda había otra igual, encima de la cual podía leerse: “Crónicas de la Fraternidad y memorias de los Ancianos que vivieron y murieron en este Santuario” 
Y a un lado y otro del gran Tabernáculo central se veían dos pilastras de aguas que se llenaban por surtidores de las vertientes de Pisga, y se desagotaban por un acueducto que salía hacia el vallecito de las caballerizas. 
Aquellas aguas poderosamente vitalizadas, eran llevadas al exterior por los terapeutas peregrinos para la curación de muchas enfermedades físicas y mentales.
Descrito ya minuciosamente el Templo de los esenios, pasemos lector amigo, con los tres viajeros que en seguimiento de los Ancianos penetraron por una pequeña galería iluminada también con lámparas, hacia el interior del Santuario. 
Encima de cada lámpara podía leerse un grabado con una sentencia, con un consejo lleno de prudencia y de sabiduría de los grandes maestros y profetas esenios. Entraron todos a las piscinas de baños para realizar la ablución de inmersión, que como medida de higiene y limpieza ordenaba la ley antes de la comida de la noche. Luego iban en conjunto al comedor, sitio en el cual era permitido el recreo y el solaz durante la comida, y allí se referían todas las noticias que los viajeros traían del exterior. Y nuestros tres esenios viajeros, refirieron cuanto de extraordinario sabían del nacimiento del hijo de Myriam y de Yhosep. 
Después de oírles atentamente, el Gran Servidor que era quien repartía y servía los manjares que de antemano habían sido colocados en grandes fuentes y cazuelas de barro, les decía: —“Cuando ayer a mediodía tuvimos anuncio espiritual de vuestra llegada, sabíamos que el Avatar Divino estaba ya encarnado en la ciudad de Betlehem, y que Hermanos del Templo de los Montes Quarantana venían con el aviso. “Algunos videntes os vieron desde que salisteis de la Fortaleza de Masada en dirección hacia aquí. 
“Cuando hayamos terminado la refección que Dios nos da, examinaremos juntamente con vosotros lo que nuestros inspirados y auditivos han escrito en sus carpetas de bolsillo y podremos ver las comprobaciones. “Y cuando sea la hora del rayo de luna llena sobre las Tablas de la Ley, haremos la Evocación Suprema para que nuestro Padre Moisés vuelto a la Tierra nos dé otra vez su bendición”. 
Grandemente animada continuó la conversación espiritual de los Ancianos, sobre el gran acontecimiento que ocurría entre la humanidad terrestre, sin que ésta se apercibiera de ello. 
¡Pobre niña ciega e inconsciente!, –exclamó uno de los Ancianos–. ¡Ha estado a punto de ser aniquilada y conducida a los mundos de tinieblas y no se dio cuenta de ello! Cuando así hablaban, dos de los Ancianos y uno de los esenios, recién llegados, Sadoc, sacaron sus carpetitas de bolsillo y escribieron. En las tres carpetas había estas palabras: “No aquí, sino en la caverna del Monte Nebo recibiréis el don de Dios. Eliseo”. Cuando se enteraron todos del mensaje, dijo el Gran Servidor: Entonces no hay tiempo que perder, porque el trayecto es largo y apenas si llegaremos al rayo de luna. Andando pues dijeron todos.
Y embozándose con sus gruesos mantos blancos de lana, y encendidas las torcidas enceradas, pasaron del comedor a un recinto circular alumbrado débilmente con una lamparilla pendiente de la techumbre. Allí podían verse tres guardarropas de cedro, que sin puerta, dejaban ver gran cantidad de túnicas violetas de penitencia, túnicas y mantos blancos y cordones de púrpura. Encima de los guardarropas, decía en uno: 
“Monte Nebo”; en otro: “Beth-peor” y en el tercero: “Pisga”. Entreabriendo las ropas colgadas se entraba a obscuros corredores, que conducían al templo de Monte Nebo, al valle de Beth-peor y a la cumbre de Pisga. 
En Monte Nebo los esenios habían transformado en un templo sepulcral, la gran caverna en que Moisés murió, y donde había orado tantas veces cuando su pueblo acampado en las faldas de los montes. huía él del tumulto para buscar a Dios en la soledad. 
En una caverna de la cumbre de Pisga, había escrito Moisés su admirable Génesis, no el que nos muestra la Biblia hebrea que conocemos, sino la verdadera gestación de nuestro sistema planetario, desde que sólo era una burbuja de gas en la inconmensurable inmensidad, y que le fue diseñada en una de sus magníficas visiones.


En el valle de Beth-peor donde Essen sepultó a Moisés, tenían los Ancianos una Escuela-Refugio de niños y niñas, huérfanos, hijos de esclavos, de raquíticos, de tísicos y de leprosos, para curarlos y educarlos. Y aquel hermosísimo valle rodeado de montañas y regado por las vertientes de Pisga, le llamaban el Huerto de Moisés. Y estaba al cuidado de una familia esenia compuesta de padre, madre y tres hijos: dos varones y una mujer. Tal como la familia de Andrés que guardaba la entrada al Templo del Monte Quarantana, y que se sucedían de padres a hijos. Por aquel valle que sólo estaba a una jornada del Mar Muerto, se podía salir hacia las poblaciones vecinas. 
El mensaje les decía que era en Monte Nebo donde serían visitados por la gloria de Dios, y sin pérdida de tiempo se encaminaron por el negro boquerón que los llevaría hacia el lugar indicado. 
Nuestros tres viajeros habían hecho aquel mismo camino, sólo una vez en su vida, o sea, cuando ascendieron al grado cuarto en que estaban, y su emoción iba subiendo de tono a medida que se acercaban. 
Aquella galería era tortuosa y a veces se ensanchaba enormemente, formando grandes bóvedas naturales, algunas de las cuales tenían aberturas en la techumbre por donde se filtraba la claridad de la luna. 
Abría la marcha el Anciano que estaba de guardia para las puertas de entrada. Caminaron a buen paso como una hora y media, aquellos setenta y tres hombres embozados en mantos blancos, y con cerillas encendidas formando como una fantástica procesión silenciosa que parecía deslizarse en las sombras.
Un profano hubiera pensado que eran almas errantes que buscaban entre tinieblas la salida a un plano de luz. 
Pero tú lector y yo, sabemos que eran hombres de carne, consagrados a un ideal sublime de liberación humana, y no se paraban en sacrificios cuando en ello florecía la fe y la esperanza de una conquista espiritual.
 ¡Y allí iban como fantasmas de la noche por las entrañas de los montes, a embriagarse de Luz Divina, de Amor Eterno, de Sabiduría Infinita!... 
Por fin sintieron el murmullo de cristales que se chocan y se rompen; era el caer de las aguas de una vertiente en un estanque natural que las recibía dejándolas desbordar por una especie de surco en la roca viva, que las llevaba alrededor de una inmensa caverna, donde ardían siete lámparas de aceite y donde un suave aroma de flores impresionaba agradablemente. En el centro de la caverna se veía un gran cofre de piedra blanca, asentado sobre cuatro bloques de granito labrado y bruñido hasta dar brillo. 
En la tapa de resplandeciente cobre cincelado, decía en grandes letras: Moisés. Al pie de este sencillo monumento se veían grandes ramos de arrayanes, de lirios del valle, de rosas blancas y rojas. Aquellas delicadas ofrendas florales contrastaban con la agreste rusticidad de la caverna que había sido conservada tal como la vieron los ojos de Moisés en carne mortal, cuando fue tantas veces allí a orar, a pensar y después a morir. 
Hacia un lado se veía un saliente de roca que formaba como un estrado de dos pies de altura, tres de ancho y diez de largo, pero de irregulares líneas de contornos. Y encima aparecía grabado en la roca viva: “Sobre esta piedra, durmió y murió Moisés nuestro Padre”. “Essen su siervo”. 
Aquella enorme piedra era usada como altar de las ofrendas, y apenas llegaron, encendieron sobre ella una pequeña hoguera para ofrecer incienso de adoración al Supremo Creador. 
Los mirlos y las torcazas entraban y salían libremente por la abertura que habían practicado los esenios para que entrase el rayo de luna y el rayo solar a horas determinadas, y fuera a caer como un beso de luz astral sobre la momia de Moisés, dormida en su largo sueño de piedra en el cofre de mármol que la guardaba. Hacia el opuesto lado del estrado se veía una abertura que daba paso a otra caverna, la cual era utilizada para sepultar a los Ancianos que morían en el Gran Santuario Madre. Sus momias aparecían disecadas de pie, adheridas a los muros de la caverna por soportes de cobre. Aquella multitud de momias vestidas de túnica de lino y con capuchón blanco, a la temblorosa luz de las cerillas parecía como que fueran a echarse a andar para recibir a los visitantes vivos que acababan de llegar.
¡Muertos ellos y muertos nosotros, para aquello que los humanos llaman vida! ¡Vivos ellos y vivos nosotros para la verdadera vida, que es Esperanza, Amor y Conocimiento! dijo el Gran Servidor que captó la onda de lúgubre pavor de los tres esenios viajeros no familiarizados todavía con aquella inmóvil familia blanca y muda, que hacía la guardia a la caverna sepulcral de Moisés. 
El Gran Servidor ayudado por los Ancianos del más alto grado, levantaron la tapa del sarcófago de Moisés y la momia quedó al descubierto. 
Tenía ya un color cetrino como un marfil demasiado viejo, y algunas partes presentaban sombras como de humo. Había sido un hombre de alta estatura con una hermosa cabeza coronada por una frente genial. El hijo de la princesa egipcia y del Levita Amram, escultor hebreo, aún dejaba traslucir en su cadáver petrificado, rasgos de belleza de ambas razas. 
Sus largas y delgadas manos aparecían extendidas sobre sus rodillas, y sobre sus pies desnudos se veía un grueso rollo de papiro enrollado por un aro de plata. Eran las escrituras de Essen sobre la vida de Moisés y la vida de los discípulos suyos, que después de su muerte se refugiaron en aquellos montes. 
En el pavimento de la caverna, casi debajo del dolmen de Moisés, se veía una losa de color más claro que el resto de las rocas, y escrito en ella y ya medio borroso de tantos pies que lo habían pisado, este nombre: Essen siervo de Moisés. 
Allí dormía su largo sueño la momia del “niño de cera y miel”, que tocaba la cítara cuando al Hombre-Luz se le habían encrespado las aguas de su fuente interior. Aquel amor había sido en verdad más fuerte que la muerte. Apenas descubierta la momia de Moisés, los Ancianos empezaron a cantar el Salmo llamado de la Misericordia, mientras agitaban incensarios alrededor de aquella inmensa caverna. 
Es el Salmo 136 y cuya letra original dice así: “Alabemos a Jehová porque sólo Él es bueno, porque es eterna su misericordia”. “Alabemos al Dios de los dioses, porque es eterna su misericordia”. “Alabemos al Señor de los señores, porque es eterna su misericordia”. “A Dios que hace grandes maravillas, porque es eterna su misericordia”. “Al que hizo los cielos con sabiduría, porque es eterna su misericordia”. “Al que extendió la tierra sobre las aguas, porque es eterna su misericordia”.
“Al que cubrió los espacios de grandes luminarias, porque es eterna su misericordia”. “Al que en nuestro abatimiento derramó paz sobre nosotros, porque es eterna su misericordia”. “Alabemos al Dios de todos los cielos, en la noche y en el día, en la vigilia y en el sueño, en la calma y en la angustia, porque es eterna su misericordia”. Así sea. 
Terminado el salmo, cada cual se quedó quieto y mudo en el sitio en que estaba. — ¡Que Dios misericordioso sea en medio de esta santa convocación!, –exclamó el Servidor con voz solemne, levantando a las alturas sus brazos abiertos, que era el signo supremo con que los grandes Maestros evocaban a la Divinidad. Una radiante nubecilla empezó a revolotear como un remolino de los colores del iris sobre el dolmen de Moisés, que desapareció de la vista de los circunstantes. 
La nube radiante se tornó en llama viva, que fue llenando la inmensa caverna con sus reflejos de oro, de rubí, de amatista. Los esenios quietos, inmóviles, silenciosos, pensaron quizá: “Este fuego divino va a consumirnos completamente”. 
Y asimismo no se movieron. Ya no se veían más unos a otros, porque todo lo había llenado la llama viva. 
Hasta la vecina caverna de las momias blancas en gran multitud, fue invadida por ella. Mas, era una llama que no hacía daño alguno, sino que transportaba el alma, inundaba la mente de divinas claridades, anulaba los sentidos físicos, sutilizaba la materia hasta el punto, que los esenios pensaron cada uno: —“Mi cuerpo fue consumido por el fuego de Dios, y sólo vive mi Yo Interno, el que sabe amarle y puede llegar a comprenderle”. 


Y un gozo divino les inundó, pues pensaron que no vivían ya más, la grosera vida de los sentidos. Y entonces vieron entre la llama viva, la faz de Moisés tal como le habían visto otras veces, con esos dos potentes rayos de luz que emanaban de su frente, y cuyo resplandor no lo resistía la mirada humana. 
Y alrededor de él los sesenta y nueve Amadores compañeros, que extendiendo sus diestras sobre Moisés, parecían fortificar más y más con la potente irradiación que manaba de sus dedos, las dos poderosas fuentes de luz que brotaban de su frente, y que era la que había encendido la llama viva que inundaba la caverna. Los esenios pensaron: —“Sólo la frente de nuestro Padre Moisés ostenta dos manantiales de luz”. –Y la voz solemne de Moisés contestó ese pensamiento de los esenios:
“Fui ungido por las Antorchas Eternas de Dios, para traer la Divina Ley a esta Humanidad en aquella hora de mi Mesianismo, y por eso manan de mi frente estos poderosos rayos de luz”. “Hasta entonces la Voluntad Divina sólo fue patrimonio de unos pocos, que la presintieron en sus horas de ansiedad por lo infinito. Mas, desde entonces, la Voluntad Divina cayó sobre la humanidad de este planeta con fuerza de Ley Suprema, de tan absoluta manera, que el que contra ella delinque, arroja sobre sí mismo una carga de tinieblas para innumerables siglos”. “Los Profetas blancos de Anfión, los Dakthylos de Antulio y los Kobdas de Abel, no fueron sino los primeros sensitivos que captaron la onda de la Ley Eterna, que se cernía como una llama purificadora más allá de la esfera astral del Planeta. 


“Y mi encarnación en Moisés fue la conductora del Eterno mensaje que marcaba a fuego el camino de la Humanidad terrestre. “Hoy es otro día en la Eterna inmensidad de Dios: es el gran día del Amor, de la Piedad, de la infinita Misericordia. El día grande del Perdón y de la Paz. Por eso no soy ya más, Moisés, el portador de la severa Ley Divina, sino simplemente Yhasua el Amador, el que envolverá en la ola inmensa del Amor Misericordioso a los que delinquieron contra la Eterna Ley traída por Moisés. 
Y porque fue olvidada esa Ley, la humanidad terrestre sería transportada a moradas de tinieblas a vivir vidas de monstruos o vidas de piedras y de rodantes arenas y cenizas, hasta que nuevas chispas encendieran las lamparillas que la Justicia Eterna apagara con su vendaval incontenible. “Mas, ha llegado Yhasua el Amador con el mensaje del Perdón, de la Misericordia y de la Salvación para todos cuantos le reciben, le busquen y le amen. Apenas muerto en esta misma caverna que hoy inunda la gloria de Dios, el pueblo elegido para ser el primogénito de la Ley Divina, fue el primer prevaricador contra ella, como lo prueban las espantosas escrituras adjudicadas a mi nombre, y en las cuales se hace derroche de muerte, de víctimas y de sangre, allí mismo donde vierte su eterna claridad el mandato divino: No matarás “No es más el día de ardiente sol de Moisés, sino el dulce amanecer de Yhasua el Amador. 
¡Mirad!...” Y al decir así, la esplendorosa visión se transformó por completo. La llama viva de oro y rubí se esfumó como un incendio que se apaga súbitamente, y sólo quedó envuelto en una rosada nubecilla un Moisés sin rayos en la frente, y solo, absolutamente solo, sin el radiante cortejo que le había acompañado. 
“¡Soy Yhasua, el Amador, que viene a vosotros como un corderillo manso a pastar en vuestros huertos de lirios en flor!... ¡Soy el Amador que busca ansiosamente a sus amados!... ¡Soy  el amigo tierno que busca a sus amigos ausentes mucho tiempo!... ¡Soy la luz para los que caminan en tinieblas!... ¡Soy el agua clara para los que tienen sed!... ¡Soy el pan de flor de harina, para los que sienten hambre!... ¡Soy la Paz!... ¡Soy la Misericordia!... ¡Soy el Perdón!... “¡A estos montes vendré a buscar como un aprendiz imberbe, vuestra sabiduría!... 
A esta misma caverna vendré ya joven y fuerte a pedir la Luz Divina para decidir mi camino, y seréis vosotros en la Tierra, los Maestros de Yhasua que envuelto en la materia y en un plano de vida en que todo le será adverso, se agitará indeciso como un débil bajel en una mar borrascosa, como un ciervo herido en un desierto sin agua..., ¡como un ruiseñor olvidado entre una estepa de nieve! 
“¡Esenios silenciosos de Moisés!... Yo os lo digo: ¡Preparaos para ayudar a Yhasua a encontrarse a Sí mismo, para cumplir su destino, para llegar sin vacilaciones a su apoteosis de Redentor!”. 
Levantando extendidas sus manos que resplandecían en la noche como retazos de luna en los espacios, exclamó con una voz musical, como si fuera resonancia de salterios divinos que vibraban a lo lejos: —“¡Gloria a Dios en las alturas infinitas y paz a los hombres de buena voluntad!...” 
La visión se iba perdiendo a lo lejos y aún se oía su voz de música lejana: —“¡Esperadme que yo vendré! ¡Como el pájaro solitario a su nido! ¡Como el amado a la amada que espera!... ¡Como el hijo a la madre que le aguarda con la lámpara encendida!... “¡Esperadme que yo vendré!...” ¡Desapareció la visión quedando una suave estela de luz y una dulcisima vibración de armonía, como si no pudiese extinguirse por completo el eco prolongado de una salmodia indefinible!... 
¡Sin saber cómo, ni por qué, ni cuándo, los esenios se encontraron todos de rodillas con los brazos levantados como abrazando el vacío y con los ojos empapados de llanto!... 
¡Era el divino llorar del alma, a quien Dios ha visitado en la Tierra!... Después de un largo soliloquio mental de cada uno con la Divinidad, y de cada uno consigo mismo, los esenios silenciosos y meditativos tornaron por el mismo camino al Santuario y cada cual buscó la imperturbable quietud de su alcoba de rocas para reposar.
Continua.....

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)





A LOS MONTES DE MOAB
Capitulo V (Tercer Escrito)

Y cuando ya el sol iba a hundirse en el ocaso, los tres viajeros desmontaban en la gran puerta de entrada al Santuario de los esenios. ¿Te figuras lector amigo una enorme puerta de plata cincelada, o de bronce bruñido, o de hierro forjado a golpes de martillo? Nada de eso. Es puerta de un Templo esenio que nada revela al exterior y sólo sabe que es una puerta el que ha penetrado alguna vez en ella. Era una enorme piedra de líneas curvas cuya forma algo irregular presentaba achatamientos en algunos lados, y que a simple vista parecía un capricho de la montaña o la descomunal cabeza de un gigante petrificada por los siglos. Mas era el caso que esta inmensa esfera de piedra giraba sobre sí misma en dos salientes cuyos extremos estaban incrustados en los muros roqueños de la entrada; y el movimiento era del interior al exterior, mediante una combinación sencilla de gruesas cadenas. La esfera entonces se abría hacia el exterior, y daba lugar a que entrasen los que Nevado anunciaba tirando con sus dientes del cordel de una campana; cordel que estaba oculto entre breñas a unos veinte pasos de aquella puerta original, y que nadie que no fuera Nevado podía introducirse por aquel vericueto de cactus silvestres y de espinosos zarzales. 
Apenas giraba hacia fuera la enorme piedra, se veía la dorada luz de varias lámparas de aceite que alumbraban la espaciosa galería de entrada, o sea un magnífico túnel esmeradamente trabajado por verdaderos artistas de la piedra. Ningún audaz viajero escalador de montañas que hubiera tenido el coraje de trepar por aquellos fragorosos montes, cuyas laderas como cortadas a pico las hacían casi inaccesibles, no hubiera imaginado jamás que pasado aquel negro boquerón pudiera encontrar bellezas, arte, dulzura, suavidad y armonía de ninguna naturaleza. En aquel oscuro túnel, sólo iluminado por lámparas que no se apagaban jamás, podían admirarse hermosos trabajos de alto relieve y de escrituras en jeroglíficos egipcios, traducidos al sirio-caldeo. En alto relieve podían verse los principales pasajes de la vida de Moisés, empezando por el flotar de la canastilla de juncos, en que él fuera arrojado a las aguas del Nilo para ocultar su origen... El paso del Mar Rojo seguido por el pueblo hebreo, la travesía del desierto, las visiones del Monte Horeb, de donde bajó con las tablas de la Ley grabado a buril por él mismo, en uso de sus poderes internos sobre todas las cosas de la Naturaleza, y sintiendo a la vez que una voz de lo alto le dictaba aquel mensaje divino que hemos llamado: Decálogo. Asombraba pensar en los años y en las vidas que se habrían gastado en aquella obra gigantesca. Terminaba aquella galería en un semicírculo espacioso, del cual arrancaban dos caminos también iluminados con lámparas de aceite; el de la derecha se llamaba: “Pórtico de los Profetas” y el de la izquierda: “Pórtico de los Párvulos”. 
Por el primero entraban los esenios que vivían en común y en celibato. Por el segundo los que vivían en el exterior y formaban familias. Si de éstos, llegaban algunos al grado cuarto y por estado de viudez querían vivir en el Santuario, podían entrar por el “Pórtico de los Profetas”. Era llamado así porque en aquellos muros aparecían grabados los principales pasajes de la vida de los Siete Profetas Mayores, cuyos nombres ya conoce el lector. Mientras que en el “Pórtico de los Párvulos” habían sido grabados episodios ejemplares de esenios jóvenes de los primeros grados, que habían realizado actos heroicos de abnegación en beneficio del prójimo. Por ambos caminos se llegaba al Santuario que quedaba al final de ellos, y cuya plataforma de entrada se anunciaba por un enorme candelabro de setenta cirios, que pendía de lo alto de aquella cúpula de roca gris que pacientemente labrada y bruñida, orillaba con el dorado resplandor de tantas luces. La gran puerta era un bloque de granito que giraba sobre un eje vertical, sin ruido ni dificultad alguna, pero sólo por un impulso que se daba desde el interior. Nevado se había llevado los tres mulos hacia unas caballerizas o cuadras, que se hallaban a la vuelta de un recodo en aquel laberinto de montañas y de enormes cavernas, en medio de las cuales se abrían vallecitos escondidos y regados por hilos de agua que bajaban de los más altos cerros, formados por los deshielos o por ocultas vertientes. 
Los viajeros se anunciaban por un pequeño agujero practicado en el bloque giratorio, y el cual era el tubo de una bocina de bronce que repetía como un largo eco, toda frase que por allí se pronunciaba: —Mensajeros del Quarantana; esenios del cuarto grado. 
El Anciano que hacía guardia a la entrada del Santuario, hacía girar el bloque de granito, y los viajeros caían de rodillas besando el pavimento del Templo de la Sabiduría. 
Los Setenta Ancianos cubiertos de mantos blancos, aparecían en dos filas a recibir entre sus brazos a los valientes Hermanos que habían arrostrado los peligros del penoso viaje, para llevarles un mensaje de gran importancia. Aquella escena tenía tan profunda vibración emotiva por el grande amor a los Hermanos que luchaban al exterior, que éstos rompían a llorar a grandes sollozos mientras iban pasando entre los amantes brazos de aquellos setenta hombres que pasaban de los sesenta años, y que sólo vivían como pararrayos en medio de la humanidad; como faros encendidos, cuyo pensamiento escalaba los más altos cielos en demanda de piedad y de misericordia para la humanidad delincuente; como arroyuelos de aguas vivificantes, que bajaban incesantemente para llevar su frescura, su paz y su consuelo a las víctimas de las maldades humanas. Eran los Amadores terrestres, que a imitación de los Amadores del Séptimo Cielo, se ensayaban a ser arpas eternas en el plano terrestre por amor a los hombres, que eran la heredad cobijada por el Cristo. 
Paréceme sentir el pensamiento del lector que pregunta: ¿Qué móvil, qué idea original y extraña guió a los esenios a ocultar su Gran Santuario Madre, en tan agrestes y pavorosos montes?
Si montañas buscaban, había tantas en aquella tierra, que cubiertas de hermosa vegetación, eran un esplendor de la Naturaleza, como la cadena del Líbano y las montañas de Galilea y de Samaria. Eran los esenios la rama más directa del árbol grandioso de la sabiduría de Moisés, el cual tuvo, entre la tribu Levítica que organizó antes de llegar a la llamada Tierra de Promisión, un jovencito que conquistó el privilegio desusado de las ternezas del gran corazón del Legislador. 
Era como una alondra sobre las alas de un águila; era como una flor del aire prendida al tronco de un roble gigantesco; era un pequeño cactus florecido en la cumbre de una montaña. 
Este jovencito llegó a hombre al lado del gran Hombre emisario de la Divinidad, y tanto mereció la confianza de Moisés, que en horas de amargura y de profunda incertidumbre, solía decirle: —“Essen, niño de cera y de miel, toma tu cítara y despeja mi mente, que una gran borrasca ha encrespado las aguas de mi fuente”. Essen tocaba la cítara, y Moisés oraba, lloraba, clamaba a la Divinidad, que se desbordaba sobre él como un grandioso manantial de estrellas y de soles.
Este humilde ser que eligió la vida oculta en ese entonces, como expiación de grandezas pasadas que habían entorpecido su vida espiritual, había acompañado a Moisés cuando sus Guías, o sea las grandes Inteligencias que apadrinaron su encarnación, le anunciaron que había llegado la hora de su libertad, que subiera a la cordillera de Abarín, que entre ella buscara el Monte Nebo y la cumbre de Pisga, donde vería la gloria que Jehová le guardaba. Essen le siguió sin que Moisés lo supiera, hasta que estuvo en lo alto de la escarpada montaña. 
Le acompañó hasta el desprendimiento de su espíritu en el éxtasis de su oración en una noche de luna llena. 
Y cuando estuvo seguro que su Maestro no se despertaría más a la vida física, recogió su cuerpo exánime que sepultó en un vallecito llamado Beth-peor, sombreado por arrayanes en flor, bordado de lirios silvestres y donde anidaban las alondras y los mirlos. Le pareció digna tumba para aquel ser excepcional que tanto había amado. Y para no revelar nada de cuanto había ocurrido según él le ordenara, se refugió en una caverna y no se presentó más a Josué el sucesor de Moisés, por lo cual él y los Príncipes y los Sacerdotes tuvieron en cuenta lo que el Gran Profeta les había dicho: “Si pasados treinta días no bajé de los Montes, no me busquéis en la Tierra porque Jehová me habrá transportado a sus moradas eternas”. 
Este jovencito Essen de la familia sacerdotal de Aarón, fue el origen de los esenios que tomaron su nombre. La cumbre de Pisga donde Moisés tuvo sus grandes visiones, el Monte Nebo donde murió, y el valle de su sepulcro, fue el lugar sagrado elegido por los esenios para su gran Templo de roca viva, que perduró hasta mucho después de Yhasua de Nazareth. 
He ahí por qué habían sido elegidos los fragorosos montes de Moab, para cofre gigantesco de cuanto había pertenecido a Moisés. Allí estaban aquellas dos tablas que él había grabado en estado extático, y que él mismo rompió en dos por la indignación que le causó al bajar del Monte Horeb, y encontrar que el pueblo adoraba a un becerro de oro y danzaba ebrio en rededor de él. 
Essen había recogido aquellas tablas rotas y eran las que guardaban en el Gran Santuario Madre de la Fraternidad Esenia. ¡Hecho este sucinto relato explicativo para ti, lector amigo, entremos también nosotros al inmenso templo de rocas donde viven los Setenta Ancianos su vida de cirios benditos, consumiéndose ante el altar de la Divina Sabiduría a fin de que jamás faltara luz a los hombres de esta Tierra, heredad del Cristo a cuyos ideales habían sacrificado ellos sus vidas tantas veces!... Terminada la emotiva escena del recibimiento en el pórtico interior del templo, se veía un inmenso arco labrado también en la roca, el cual aparecía cubierto con un gran cortinado de lino blanco. En aquel primer pórtico aparecían grandes bancos de piedra con sus correspondientes atriles para abrir los libros de los Salmos, donde cantaban las glorias de Dios o reclamaban su misericordia para la humanidad terrestre. 
Era éste el sitio de las Asambleas de Siete Días para examinar las obras, los hechos, los progresos espirituales, mentales y morales de los Hermanos que debían subir a un grado superior. Los Hermanos que debían ascender, vestían durante esos Siete Días túnica violeta de penitencia y cubiertos de un capuchón, ni podía vérseles el rostro, ni ellos podían hablar absolutamente nada. Entregaban su carpeta donde aparecían sus obras y las luces divinas, y los dones que Dios les había hecho en sus concentraciones, y las debilidades en que habían incurrido, y el desarrollo de sus facultades superiores. 
Escuchaban las deliberaciones de los Ancianos que hablaban libremente como si los interesados no estuviesen oyéndoles, y asimismo exponían su fallo favorable o no, según los casos.
Continua.....
 

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)



A LOS MONTES DE MOAB
Capitulo V (Segundo Escrito)
Era la Fortaleza de Masada un escenario demasiado conocido para los esenios, que hacía años entraban allí como médicos, y como consoladores de los infelices que eran condenados a la horca, que funcionaba en las profundidades del peñón en que se asentaba el edificio. 
Era una enorme caverna destinada nada más a cámara de suplicio, pues allí se cortaban cabezas, se ahorcaba, se descuartizaba y se quemaban a los condenados a la hoguera. ¡Aquella tétrica morada, era testigo mudo de los prodigios de ingenio y de abnegación de los terapeutas peregrinos, para evitar torturas y salvar a muchos infelices condenados a la última pena! ¡Cuántas vidas salvadas y cuántas almas redimidas, sin que nadie sobre la tierra conociera este aspecto del heroico apostolado de los esenios! Era relativamente fácil para ellos, disponer las cosas en forma que la madre y los hijos pudieran estar juntos parte del día y de la noche, y que a la vez se hicieran ver los tres del solitario de la caverna por el gran ventanal que daba a esa dirección. Una piedra que se movía de su sitio con solo introducir la punta de un cuchillo en el ensamble de una piedra con otra, era lo bastante para dar paso al cuerpo de un hombre, y de este procedimiento se valieron los esenios para que los dos hijos pudiesen reunirse con la madre. Les encargaron suma prudencia y cautela hasta que ellos pudiesen buscar los medios de anular por completo la injusticia, de que la familia había sido víctima. 
Y para no dejar en olvido al solitario padre que les proporcionó el hacer tan excelente obra, dejaron a la esposa uno de los tres zurrones vacíos, para que atado al extremo de un cordel, le bajase a su marido todas las noches una parte de los alimentos que ellos como médicos mandarían que se les diesen a los tres enfermos de la torre. Y llamaron entonces a Urías el conserje, para hablarle en presencia de los enfermos:
Ya ves, Hermano conserje: esta enferma ya no molestará más a nadie con sus gritos, y continuará mejorando si le traes diariamente dos raciones abundantes, una a mediodía y otra a la noche. Queda en paz, Hermano, hasta nuestra próxima visita que será pronto. Y aquel procedimiento lo usaron los esenios respecto a los demás enfermos; y recomendaron no cambiarles de las habitaciones designadas por ellos. 
En el gran libro de las observaciones médicas, dejaron escrito: “Los calabozos bajos no pueden ser habitados por la humedad e inmundicia, que puede desarrollar una epidemia mortífera para todos los habitantes de la Fortaleza”.
Luego el conserje, según las órdenes que tenía, entregó un bolso de buenas provisiones a los terapeutas peregrinos y besándoles la orla del oscuro manto de lana, les abrió la puerta recomendándoles no olvidarlo, pues el cargo de conserje de aquel sepulcro de vivos era demasiada tortura para él. 
Los tres esenios salieron de la fortaleza, que pareció haberse iluminado a su llegada. ¡Tan cierto es, que cuando la Luz Divina y el Divino Amor están en un ser, todo en derredor suyo parece florecer de paz, de consuelo y de esperanza! 
Dando algunos pequeños rodeos, trataron de acercarse al solitario de la caverna para entregarle un buen ropaje de abrigo y algunas mantas de lana, que pidieron al conserje para un mendigo enfermo que se albergaba en una caverna vecina. 
Y lleno de gozo el infeliz escuchó de los esenios el relato referente a su esposa e hijos, y la forma en que podían comunicarse hasta que ellos buscasen los medios de conseguir reunirlos nuevamente, bajo el techo de un hogar honesto y laborioso. ¡El Dios-Amor oculto en aquellas almas, seguía sembrando paz, consuelo y esperanza!... ¡Eran esenios de grado cuarto y eran de verdad Cirios que daban luz y calor!... Siguieron viaje costeando el Mar Muerto por el sur, atravesando las grandes salinas, y todos aquellos áridos parajes sin una planta, sin una hierbecilla, sin rumores de vida, sin nada que pudiera proporcionar al viajero, solaz y descanso. Con las almas sobrecogidas de pavor, recordaban lo que las viejas tradiciones decían de aquel hermosísimo valle de Shidin, donde cinco florecientes ciudades habían sido destruidas por el incendio. — ¡Justicia Divina sobre tanta maldad humana!... –Exclamaba uno de los tres, contemplando la abrumadora aridez y devastación producida en aquellas comarcas, por las que parecía haber pasado como un huracán, una terrible fuerza destructora, de la que no habían podido librarse en tantos siglos como pasaron. 
Llegaron por fin a los enormes peñascales denominados entonces Altura de Acrobin, entre los cuales se despeña, salta y corre el riacho de Zarec, cuya presencia en aquellas escabrosidades pone una nota de vida y alegría en el muerto paraje. Raquíticos arbustos, cardos y algunas de las más rústicas especies de cactus cuajados de espinas se dejaban ver asomando de entre los grises peñascos, como diciendo al viajero: no esperes encontrar aquí nada en que puedas recostar tu cabeza cansada. La travesía del riacho no les costó grandes esfuerzos, debido a que traía poca agua, la cual dejaba al descubierto grandes piedras, por las que fueron pasando lentamente ayudados de sus cayados de varas de encina que usaban para los largos viajes. Y cuando vieron por fin los altos picos de Abarín y de Nebo, cayeron de rodillas bendiciendo a Dios que les permitía llegar una vez más al Sagrado Templo, donde estaba encerrada toda la Sabiduría Divina que había bajado a la Tierra, como mensajes de los cielos infinitos para la mísera criatura humana, incapaz casi siempre de comprenderla. Tan profunda fue su evocación amorosa hacia los Setenta Ancianos del Santuario, que a poco rato vieron descender por un estrecho desfiladero de las montañas, tres mulos con aparejos de montar, y a los cuales conducía de las bridas un enorme perro blanco, que a la distancia aparecía como un cabrito menudo. —Nuestros padres han recibido anuncio de nuestra llegada y nos envían las bestias que han de conducirnos –dijeron los viajeros. Y se sentaron sobre las piedras del camino, a tomar un poco de aliento y de descanso, ya que tenían la seguridad de que venían por ellos. 
Más de una hora tardaron en llegar las cabalgaduras conducidas por el enorme mastín de las largas lanas blancas. Los esenios acariciándole tiernamente, decían llevando su recuerdo a una vieja crónica de edades pretéritas, semiperdida en el inmenso amontonamiento de los tiempos: — ¡Noble y hermosa criatura de Dios! Sería como tú el heroico y bellísimo animal cuadrúpedo de largo pelo blanco rizado muy semejante al reno de las tierras polares, que salvó al gran Padre Sirio, cuando vadeando un río caudaloso estuvo a punto de perecer ahogado! “Hoy eres un blanco mastín dedicado a ayudar y a salvar esenios de los traidores peñascos... ¿Qué serás en los siglos venideros?... El animal sintiéndose amado agitaba plácidamente su cola como un borlón de lana blanca, y los esenios pensativos y silenciosos por el gran recuerdo evocado, tuvieron al mismo tiempo esta visión mental: Un monje de negros hábitos con la capucha calada que impedía verle el rostro, bajando por entre montañas cubiertas de nieve, alumbrado por un farolillo y guiado por un perro color canela que llevaba provisiones y agua atados al cuello, iban en busca de un viajero sepultado por la nieve en los altos montes Pirineos, entre España y Francia. Y comprendieron los tres sin haberse hablado una palabra, que en un futuro de quince siglos, el blanco mastín que acariciaban estaría haciendo su evolución en la especie humana, y seguiría la misión que había comenzado en los Montes de Moab de salvador de hombres. Era un ignorado monje de la orden del Císter, dedicada en especial a hospitalizar los viajeros que atravesaban las peligrosas montañas.
Cada uno en silencio escribió en su carpetita de bolsillo, la visión mental que habían tenido, y que guardaban cuidadosamente para ser examinadas y analizadas en la asamblea de siete días, que realizaban en el Gran Santuario en ocasión del ascenso de grados. Y cuando les pareció que las cabalgaduras estaban descansadas, emprendieron de nuevo el viaje, llevando por guía al inteligente Nevado, que así llamaban al blanco mastín tan querido en el viejo Santuario, casi como un ser humano. Tan peligroso era el descenso como la subida a los altos picos del Monte Moab, que parecía cubierto de un blanco manto de nieve velado con gasas de oro, por efecto de los rayos solares de la tarde. 
Aquellos altísimos promontorios cubiertos de nieve dorada a fuego por el sol, eran el cofre magnífico y grandioso que ocultaba a todas las miradas, los tesoros de Divina Sabiduría guardado por la Fraternidad Esenia, última Escuela que acompañaba al Cristo en su apoteosis final como Redentor. Todo un desfile de grandes pensamientos iba absorbiendo poco a poco las mentes de los viajeros, a medida que trepaban por aquellos espantosos desfiladeros, en los cuales un ligero desvío de las cabalgaduras significaba la muerte. 
Aquel estrecho y tortuoso camino subía oblicuamente en irregular espiral hasta las más altas cimas, en medio de las cuales se tropezaba de pronto con una enorme playa de roca, como si una guadaña gigantesca hubiera cortado a nivel aquella mole gris negruzca, que parecía escogida para habitación o para tumba, de una regia dinastía de gigantes. 
Aquella plataforma, era el forzado descanso de la tensión de nervios que sufría el viajero, viendo constantemente el precipicio a sus pies; y descanso para las cabalgaduras cuyo demasiado esfuerzo las agotaba visiblemente. 
La naturaleza había dejado allí una sonrisa de madre para suavizar la pavorosa dureza del paisaje, en una cristalina vertiente que nacía de una grieta negra y lustrosa abierta en la peña viva. Diríase que algún Moisés taumaturgo la hubiera tocado con su vara, para hacer brotar el agua en cristalino manantial, que estacionado en un pequeño remanso o un estanque natural, se desbordaba después y se lanzaba con ímpetu hacia abajo formando el arroyo Armón, que corría sin detenerse hasta desembocar en la orilla oriental del Mar Muerto. 
En una cavidad de las rocas, los esenios habían amontonado gran cantidad de hierbas secas, granos y bellotas para las cabalgaduras, queso y miel silvestre para los viajeros. 
¡Un breve descanso y arriba! –decían los esenios a Nevado y a los mulos mientras les daban su correspondiente ración– y que no nos sorprenda la noche en estos desfiladeros por causa de nuestra holganza.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...