viernes, 22 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)


A LOS MONTES DE MOAB
Capitulo V (Cuarto Escrito)

Si el fallo era favorable, los graduados levantaban su capuchón y el gran velo del Templo era descorrido para que pasaran todos al Tabernáculo de las ofrendas, donde el Gran Servidor encendía con un cirio de los Setenta que allí ardían, una hoguera sobre una mesa de piedra y en ella se quemaban las carpetas con la última confesión de los graduados. 
El oficiante decía en alta voz: —“El fuego de Dios reduce todo a cenizas, lo grande y lo pequeño, lo bueno y lo malo. 
Y la ceniza es olvido, es silencio, es muerte”. –Y cantaban el Salmo de la Misericordia o Miserere, arrojando incienso y mirra a las ascuas mientras el oficiante añadía–: 
“Sea agradable a Vos, omnipotente Energía Creadora, Causa Suprema de toda vida, de todo bien, la ofrenda que acaban de hacer de los siete años vividos en vuestra Ley, estos Hermanos, que reclaman de vuestra inmensa Piedad, el don de ser acercados a Vos por nuevas purificaciones, que serán otros tantos holocaustos en favor de la humanidad, herencia del Cristo”. 
Acto seguido, les vestían las túnicas de blanco lino y les ceñían a la frente una cinta de púrpura con tantas estrellas de plata de cinco puntas como grados habían pasado. 
Y a la cintura les ceñían un cordel de lana color púrpura que se llamaba el Cíngulo de Castidad, en cuyos colgantes tenía tantos nudos cuantos grados habían pasado. Entonces y sólo entonces, los graduados subían las siete gradas del Tabernáculo, donde se hallaba un gran cofre de plata cincelada que el Gran Servidor abría. 
Allí se veían las Tablas de la Ley rotas por Moisés y unidas cuidadosamente por pequeñas grapas de oro. Con profunda emoción iban poniendo sus labios en besos reverentes sobre aquellos caracteres grabados por el Gran Ungido, más con la fuerza de su pensamiento y de su voluntad puestas en acción, que por su dedo convertido como en un punzón de fuego que pulverizaba y quemaba la piedra. Allí estaban los cinco manuscritos originales de Moisés en jeroglíficos egipcios, que Essen había recogido de entre las ropas del gran taumaturgo después de su muerte. 
Eran cinco pequeñas carpetitas de papiro encerradas en un bolsillo de cuero. Estaban abiertas para que se leyeran los títulos: Génesis -Éxodo -Levítico -Números -Deuteronomio. Debajo de los cinco libros sagrados de Moisés, aparecía un papiro extendido, y sujetos los extremos por pequeños garfios de plata, en el cual se leía en antiguo hebreo: 
“Yo, Essen, hijo de Nadab, de la sangre de Aarón, que huí a la altura de Nebo en seguimiento de Moisés, mi Señor, juro por su sagrada memoria que él me mandó recoger de su cuerpo estas escrituras cuando le viere muerto, y me declaró que la voz de lo alto le aconsejó llevarlas consigo para que no fueran destruidas y adulteradas, como ya pensaban hacerlo una vez muerto el autor, pues que había tenido visión de que fueron quemadas las copias fieles que él mandara sacar para uso de los Sacerdotes y del pueblo. Mi padre Nadab, hijo de Aarón, gran Sacerdote, fue muerto en el altar de los holocaustos, por ofrecer incienso sobre las ascuas y panes de propiciación, y negarse a las degollaciones de bestias, repudiadas por el Gran Profeta. 
Y huí en pos de él, a causa de que su ley fue sustituida por otra ley en beneficio de los Sacerdotes y de los Príncipes de Israel, dueños de los ganados que prescribían sacrificar para su negocio y ganancias. 
Que Jehová Poderoso y Justiciero, ante quien voy a comparecer dentro de breve tiempo, dé testimonio de que digo verdad enviándome un siervo suyo que cierre mis ojos, y recoja las escrituras de Moisés, que yo su siervo he conservado”. 
Más abajo aparecía una nueva línea escrita con caracteres más gruesos y temblorosos: “Lloro de gozo y bendigo a Jehová, que dio testimonio de que yo decía verdad y trajo a mi soledad estos seis Levitas que huyen de la abominación de Israel, entregado a la matanza en los pueblos que quieren habitar, renegando de la Ley de Jehová que dice: “No matarás”. 
Y luego con letras diferentes se veía: “Atestiguamos de ser todo esto verdad. Y seis nombres: Sabdiel, Jonathan, Saúl, Asael, Nehemías y Azur”. 
A continuación de las seis firmas volvía a leerse: “El amor de estos siervos de Jehová, háme curado la fiebre que me consumía, y Él me concede la vida por otro tiempo más. 
Loado sea Jehová, Essen, siervo de Moisés”. 
Luego, una fecha que denotaba catorce años después, decía: “Jehová ha llamado a su Reino a nuestro Hermano Essen y le hemos sepultado en Beth-peor junto al sepulcro de Moisés nuestro Padre”. En lo más alto del Tabernáculo se veía una estrella de cinco puntas, símbolo de la Luz Divina formada con cinco lamparillas de aceite que ardían sin apagarse jamás. Hacia la derecha se veía una gran alacena labrada también en la roca con muchos compartimentos, encima de los cuales se leía: Libros y Memorias de los Grandes Profetas. 
Y cada casilla ostentaba un nombre: Elías, Eliseo, Isaías, Ezequiel, Samuel, Jonás, Jeremías, Oseas, Habacuc, Daniel, etc., etc. Hacia la izquierda había otra igual, encima de la cual podía leerse: “Crónicas de la Fraternidad y memorias de los Ancianos que vivieron y murieron en este Santuario” 
Y a un lado y otro del gran Tabernáculo central se veían dos pilastras de aguas que se llenaban por surtidores de las vertientes de Pisga, y se desagotaban por un acueducto que salía hacia el vallecito de las caballerizas. 
Aquellas aguas poderosamente vitalizadas, eran llevadas al exterior por los terapeutas peregrinos para la curación de muchas enfermedades físicas y mentales.
Descrito ya minuciosamente el Templo de los esenios, pasemos lector amigo, con los tres viajeros que en seguimiento de los Ancianos penetraron por una pequeña galería iluminada también con lámparas, hacia el interior del Santuario. 
Encima de cada lámpara podía leerse un grabado con una sentencia, con un consejo lleno de prudencia y de sabiduría de los grandes maestros y profetas esenios. Entraron todos a las piscinas de baños para realizar la ablución de inmersión, que como medida de higiene y limpieza ordenaba la ley antes de la comida de la noche. Luego iban en conjunto al comedor, sitio en el cual era permitido el recreo y el solaz durante la comida, y allí se referían todas las noticias que los viajeros traían del exterior. Y nuestros tres esenios viajeros, refirieron cuanto de extraordinario sabían del nacimiento del hijo de Myriam y de Yhosep. 
Después de oírles atentamente, el Gran Servidor que era quien repartía y servía los manjares que de antemano habían sido colocados en grandes fuentes y cazuelas de barro, les decía: —“Cuando ayer a mediodía tuvimos anuncio espiritual de vuestra llegada, sabíamos que el Avatar Divino estaba ya encarnado en la ciudad de Betlehem, y que Hermanos del Templo de los Montes Quarantana venían con el aviso. “Algunos videntes os vieron desde que salisteis de la Fortaleza de Masada en dirección hacia aquí. 
“Cuando hayamos terminado la refección que Dios nos da, examinaremos juntamente con vosotros lo que nuestros inspirados y auditivos han escrito en sus carpetas de bolsillo y podremos ver las comprobaciones. “Y cuando sea la hora del rayo de luna llena sobre las Tablas de la Ley, haremos la Evocación Suprema para que nuestro Padre Moisés vuelto a la Tierra nos dé otra vez su bendición”. 
Grandemente animada continuó la conversación espiritual de los Ancianos, sobre el gran acontecimiento que ocurría entre la humanidad terrestre, sin que ésta se apercibiera de ello. 
¡Pobre niña ciega e inconsciente!, –exclamó uno de los Ancianos–. ¡Ha estado a punto de ser aniquilada y conducida a los mundos de tinieblas y no se dio cuenta de ello! Cuando así hablaban, dos de los Ancianos y uno de los esenios, recién llegados, Sadoc, sacaron sus carpetitas de bolsillo y escribieron. En las tres carpetas había estas palabras: “No aquí, sino en la caverna del Monte Nebo recibiréis el don de Dios. Eliseo”. Cuando se enteraron todos del mensaje, dijo el Gran Servidor: Entonces no hay tiempo que perder, porque el trayecto es largo y apenas si llegaremos al rayo de luna. Andando pues dijeron todos.
Y embozándose con sus gruesos mantos blancos de lana, y encendidas las torcidas enceradas, pasaron del comedor a un recinto circular alumbrado débilmente con una lamparilla pendiente de la techumbre. Allí podían verse tres guardarropas de cedro, que sin puerta, dejaban ver gran cantidad de túnicas violetas de penitencia, túnicas y mantos blancos y cordones de púrpura. Encima de los guardarropas, decía en uno: 
“Monte Nebo”; en otro: “Beth-peor” y en el tercero: “Pisga”. Entreabriendo las ropas colgadas se entraba a obscuros corredores, que conducían al templo de Monte Nebo, al valle de Beth-peor y a la cumbre de Pisga. 
En Monte Nebo los esenios habían transformado en un templo sepulcral, la gran caverna en que Moisés murió, y donde había orado tantas veces cuando su pueblo acampado en las faldas de los montes. huía él del tumulto para buscar a Dios en la soledad. 
En una caverna de la cumbre de Pisga, había escrito Moisés su admirable Génesis, no el que nos muestra la Biblia hebrea que conocemos, sino la verdadera gestación de nuestro sistema planetario, desde que sólo era una burbuja de gas en la inconmensurable inmensidad, y que le fue diseñada en una de sus magníficas visiones.


En el valle de Beth-peor donde Essen sepultó a Moisés, tenían los Ancianos una Escuela-Refugio de niños y niñas, huérfanos, hijos de esclavos, de raquíticos, de tísicos y de leprosos, para curarlos y educarlos. Y aquel hermosísimo valle rodeado de montañas y regado por las vertientes de Pisga, le llamaban el Huerto de Moisés. Y estaba al cuidado de una familia esenia compuesta de padre, madre y tres hijos: dos varones y una mujer. Tal como la familia de Andrés que guardaba la entrada al Templo del Monte Quarantana, y que se sucedían de padres a hijos. Por aquel valle que sólo estaba a una jornada del Mar Muerto, se podía salir hacia las poblaciones vecinas. 
El mensaje les decía que era en Monte Nebo donde serían visitados por la gloria de Dios, y sin pérdida de tiempo se encaminaron por el negro boquerón que los llevaría hacia el lugar indicado. 
Nuestros tres viajeros habían hecho aquel mismo camino, sólo una vez en su vida, o sea, cuando ascendieron al grado cuarto en que estaban, y su emoción iba subiendo de tono a medida que se acercaban. 
Aquella galería era tortuosa y a veces se ensanchaba enormemente, formando grandes bóvedas naturales, algunas de las cuales tenían aberturas en la techumbre por donde se filtraba la claridad de la luna. 
Abría la marcha el Anciano que estaba de guardia para las puertas de entrada. Caminaron a buen paso como una hora y media, aquellos setenta y tres hombres embozados en mantos blancos, y con cerillas encendidas formando como una fantástica procesión silenciosa que parecía deslizarse en las sombras.
Un profano hubiera pensado que eran almas errantes que buscaban entre tinieblas la salida a un plano de luz. 
Pero tú lector y yo, sabemos que eran hombres de carne, consagrados a un ideal sublime de liberación humana, y no se paraban en sacrificios cuando en ello florecía la fe y la esperanza de una conquista espiritual.
 ¡Y allí iban como fantasmas de la noche por las entrañas de los montes, a embriagarse de Luz Divina, de Amor Eterno, de Sabiduría Infinita!... 
Por fin sintieron el murmullo de cristales que se chocan y se rompen; era el caer de las aguas de una vertiente en un estanque natural que las recibía dejándolas desbordar por una especie de surco en la roca viva, que las llevaba alrededor de una inmensa caverna, donde ardían siete lámparas de aceite y donde un suave aroma de flores impresionaba agradablemente. En el centro de la caverna se veía un gran cofre de piedra blanca, asentado sobre cuatro bloques de granito labrado y bruñido hasta dar brillo. 
En la tapa de resplandeciente cobre cincelado, decía en grandes letras: Moisés. Al pie de este sencillo monumento se veían grandes ramos de arrayanes, de lirios del valle, de rosas blancas y rojas. Aquellas delicadas ofrendas florales contrastaban con la agreste rusticidad de la caverna que había sido conservada tal como la vieron los ojos de Moisés en carne mortal, cuando fue tantas veces allí a orar, a pensar y después a morir. 
Hacia un lado se veía un saliente de roca que formaba como un estrado de dos pies de altura, tres de ancho y diez de largo, pero de irregulares líneas de contornos. Y encima aparecía grabado en la roca viva: “Sobre esta piedra, durmió y murió Moisés nuestro Padre”. “Essen su siervo”. 
Aquella enorme piedra era usada como altar de las ofrendas, y apenas llegaron, encendieron sobre ella una pequeña hoguera para ofrecer incienso de adoración al Supremo Creador. 
Los mirlos y las torcazas entraban y salían libremente por la abertura que habían practicado los esenios para que entrase el rayo de luna y el rayo solar a horas determinadas, y fuera a caer como un beso de luz astral sobre la momia de Moisés, dormida en su largo sueño de piedra en el cofre de mármol que la guardaba. Hacia el opuesto lado del estrado se veía una abertura que daba paso a otra caverna, la cual era utilizada para sepultar a los Ancianos que morían en el Gran Santuario Madre. Sus momias aparecían disecadas de pie, adheridas a los muros de la caverna por soportes de cobre. Aquella multitud de momias vestidas de túnica de lino y con capuchón blanco, a la temblorosa luz de las cerillas parecía como que fueran a echarse a andar para recibir a los visitantes vivos que acababan de llegar.
¡Muertos ellos y muertos nosotros, para aquello que los humanos llaman vida! ¡Vivos ellos y vivos nosotros para la verdadera vida, que es Esperanza, Amor y Conocimiento! dijo el Gran Servidor que captó la onda de lúgubre pavor de los tres esenios viajeros no familiarizados todavía con aquella inmóvil familia blanca y muda, que hacía la guardia a la caverna sepulcral de Moisés. 
El Gran Servidor ayudado por los Ancianos del más alto grado, levantaron la tapa del sarcófago de Moisés y la momia quedó al descubierto. 
Tenía ya un color cetrino como un marfil demasiado viejo, y algunas partes presentaban sombras como de humo. Había sido un hombre de alta estatura con una hermosa cabeza coronada por una frente genial. El hijo de la princesa egipcia y del Levita Amram, escultor hebreo, aún dejaba traslucir en su cadáver petrificado, rasgos de belleza de ambas razas. 
Sus largas y delgadas manos aparecían extendidas sobre sus rodillas, y sobre sus pies desnudos se veía un grueso rollo de papiro enrollado por un aro de plata. Eran las escrituras de Essen sobre la vida de Moisés y la vida de los discípulos suyos, que después de su muerte se refugiaron en aquellos montes. 
En el pavimento de la caverna, casi debajo del dolmen de Moisés, se veía una losa de color más claro que el resto de las rocas, y escrito en ella y ya medio borroso de tantos pies que lo habían pisado, este nombre: Essen siervo de Moisés. 
Allí dormía su largo sueño la momia del “niño de cera y miel”, que tocaba la cítara cuando al Hombre-Luz se le habían encrespado las aguas de su fuente interior. Aquel amor había sido en verdad más fuerte que la muerte. Apenas descubierta la momia de Moisés, los Ancianos empezaron a cantar el Salmo llamado de la Misericordia, mientras agitaban incensarios alrededor de aquella inmensa caverna. 
Es el Salmo 136 y cuya letra original dice así: “Alabemos a Jehová porque sólo Él es bueno, porque es eterna su misericordia”. “Alabemos al Dios de los dioses, porque es eterna su misericordia”. “Alabemos al Señor de los señores, porque es eterna su misericordia”. “A Dios que hace grandes maravillas, porque es eterna su misericordia”. “Al que hizo los cielos con sabiduría, porque es eterna su misericordia”. “Al que extendió la tierra sobre las aguas, porque es eterna su misericordia”.
“Al que cubrió los espacios de grandes luminarias, porque es eterna su misericordia”. “Al que en nuestro abatimiento derramó paz sobre nosotros, porque es eterna su misericordia”. “Alabemos al Dios de todos los cielos, en la noche y en el día, en la vigilia y en el sueño, en la calma y en la angustia, porque es eterna su misericordia”. Así sea. 
Terminado el salmo, cada cual se quedó quieto y mudo en el sitio en que estaba. — ¡Que Dios misericordioso sea en medio de esta santa convocación!, –exclamó el Servidor con voz solemne, levantando a las alturas sus brazos abiertos, que era el signo supremo con que los grandes Maestros evocaban a la Divinidad. Una radiante nubecilla empezó a revolotear como un remolino de los colores del iris sobre el dolmen de Moisés, que desapareció de la vista de los circunstantes. 
La nube radiante se tornó en llama viva, que fue llenando la inmensa caverna con sus reflejos de oro, de rubí, de amatista. Los esenios quietos, inmóviles, silenciosos, pensaron quizá: “Este fuego divino va a consumirnos completamente”. 
Y asimismo no se movieron. Ya no se veían más unos a otros, porque todo lo había llenado la llama viva. 
Hasta la vecina caverna de las momias blancas en gran multitud, fue invadida por ella. Mas, era una llama que no hacía daño alguno, sino que transportaba el alma, inundaba la mente de divinas claridades, anulaba los sentidos físicos, sutilizaba la materia hasta el punto, que los esenios pensaron cada uno: —“Mi cuerpo fue consumido por el fuego de Dios, y sólo vive mi Yo Interno, el que sabe amarle y puede llegar a comprenderle”. 


Y un gozo divino les inundó, pues pensaron que no vivían ya más, la grosera vida de los sentidos. Y entonces vieron entre la llama viva, la faz de Moisés tal como le habían visto otras veces, con esos dos potentes rayos de luz que emanaban de su frente, y cuyo resplandor no lo resistía la mirada humana. 
Y alrededor de él los sesenta y nueve Amadores compañeros, que extendiendo sus diestras sobre Moisés, parecían fortificar más y más con la potente irradiación que manaba de sus dedos, las dos poderosas fuentes de luz que brotaban de su frente, y que era la que había encendido la llama viva que inundaba la caverna. Los esenios pensaron: —“Sólo la frente de nuestro Padre Moisés ostenta dos manantiales de luz”. –Y la voz solemne de Moisés contestó ese pensamiento de los esenios:
“Fui ungido por las Antorchas Eternas de Dios, para traer la Divina Ley a esta Humanidad en aquella hora de mi Mesianismo, y por eso manan de mi frente estos poderosos rayos de luz”. “Hasta entonces la Voluntad Divina sólo fue patrimonio de unos pocos, que la presintieron en sus horas de ansiedad por lo infinito. Mas, desde entonces, la Voluntad Divina cayó sobre la humanidad de este planeta con fuerza de Ley Suprema, de tan absoluta manera, que el que contra ella delinque, arroja sobre sí mismo una carga de tinieblas para innumerables siglos”. “Los Profetas blancos de Anfión, los Dakthylos de Antulio y los Kobdas de Abel, no fueron sino los primeros sensitivos que captaron la onda de la Ley Eterna, que se cernía como una llama purificadora más allá de la esfera astral del Planeta. 


“Y mi encarnación en Moisés fue la conductora del Eterno mensaje que marcaba a fuego el camino de la Humanidad terrestre. “Hoy es otro día en la Eterna inmensidad de Dios: es el gran día del Amor, de la Piedad, de la infinita Misericordia. El día grande del Perdón y de la Paz. Por eso no soy ya más, Moisés, el portador de la severa Ley Divina, sino simplemente Yhasua el Amador, el que envolverá en la ola inmensa del Amor Misericordioso a los que delinquieron contra la Eterna Ley traída por Moisés. 
Y porque fue olvidada esa Ley, la humanidad terrestre sería transportada a moradas de tinieblas a vivir vidas de monstruos o vidas de piedras y de rodantes arenas y cenizas, hasta que nuevas chispas encendieran las lamparillas que la Justicia Eterna apagara con su vendaval incontenible. “Mas, ha llegado Yhasua el Amador con el mensaje del Perdón, de la Misericordia y de la Salvación para todos cuantos le reciben, le busquen y le amen. Apenas muerto en esta misma caverna que hoy inunda la gloria de Dios, el pueblo elegido para ser el primogénito de la Ley Divina, fue el primer prevaricador contra ella, como lo prueban las espantosas escrituras adjudicadas a mi nombre, y en las cuales se hace derroche de muerte, de víctimas y de sangre, allí mismo donde vierte su eterna claridad el mandato divino: No matarás “No es más el día de ardiente sol de Moisés, sino el dulce amanecer de Yhasua el Amador. 
¡Mirad!...” Y al decir así, la esplendorosa visión se transformó por completo. La llama viva de oro y rubí se esfumó como un incendio que se apaga súbitamente, y sólo quedó envuelto en una rosada nubecilla un Moisés sin rayos en la frente, y solo, absolutamente solo, sin el radiante cortejo que le había acompañado. 
“¡Soy Yhasua, el Amador, que viene a vosotros como un corderillo manso a pastar en vuestros huertos de lirios en flor!... ¡Soy el Amador que busca ansiosamente a sus amados!... ¡Soy  el amigo tierno que busca a sus amigos ausentes mucho tiempo!... ¡Soy la luz para los que caminan en tinieblas!... ¡Soy el agua clara para los que tienen sed!... ¡Soy el pan de flor de harina, para los que sienten hambre!... ¡Soy la Paz!... ¡Soy la Misericordia!... ¡Soy el Perdón!... “¡A estos montes vendré a buscar como un aprendiz imberbe, vuestra sabiduría!... 
A esta misma caverna vendré ya joven y fuerte a pedir la Luz Divina para decidir mi camino, y seréis vosotros en la Tierra, los Maestros de Yhasua que envuelto en la materia y en un plano de vida en que todo le será adverso, se agitará indeciso como un débil bajel en una mar borrascosa, como un ciervo herido en un desierto sin agua..., ¡como un ruiseñor olvidado entre una estepa de nieve! 
“¡Esenios silenciosos de Moisés!... Yo os lo digo: ¡Preparaos para ayudar a Yhasua a encontrarse a Sí mismo, para cumplir su destino, para llegar sin vacilaciones a su apoteosis de Redentor!”. 
Levantando extendidas sus manos que resplandecían en la noche como retazos de luna en los espacios, exclamó con una voz musical, como si fuera resonancia de salterios divinos que vibraban a lo lejos: —“¡Gloria a Dios en las alturas infinitas y paz a los hombres de buena voluntad!...” 
La visión se iba perdiendo a lo lejos y aún se oía su voz de música lejana: —“¡Esperadme que yo vendré! ¡Como el pájaro solitario a su nido! ¡Como el amado a la amada que espera!... ¡Como el hijo a la madre que le aguarda con la lámpara encendida!... “¡Esperadme que yo vendré!...” ¡Desapareció la visión quedando una suave estela de luz y una dulcisima vibración de armonía, como si no pudiese extinguirse por completo el eco prolongado de una salmodia indefinible!... 
¡Sin saber cómo, ni por qué, ni cuándo, los esenios se encontraron todos de rodillas con los brazos levantados como abrazando el vacío y con los ojos empapados de llanto!... 
¡Era el divino llorar del alma, a quien Dios ha visitado en la Tierra!... Después de un largo soliloquio mental de cada uno con la Divinidad, y de cada uno consigo mismo, los esenios silenciosos y meditativos tornaron por el mismo camino al Santuario y cada cual buscó la imperturbable quietud de su alcoba de rocas para reposar.
Continua.....

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