sábado, 1 de agosto de 2015
En el silencio del desierto: Capítulo 8.- CONFIDENCIAS
Jhoan, después de haber ayudado a su madre con el asunto pendiente, fue a hacer un poco de ejercicio a la playa. Pero se sintió cansado. El sueño acumulado y el ejercicio que había tenido que hacer subiendo y bajando las escaleras de su casa, lo había derrotado. Así que se dio un baño, se secó, se vistió y se dispuso volver a casa.
Al cruzar la plaza del embarcadero, se encontró de frente con el coche de Raquel. Ellos también volvían.
- Hermano, ¿acaso quieres quitarme de en medio atropellándome?
- Ven, sube... que la cuesta es dura.
- ¡Pues hoy no te digo que no, estoy agotado! Me vuelvo sin hacer mis ejercicios. El cuerpo me ha dicho que no, y cuando se pone terco...
- Jhoan, ni que fueras con la casa a cuestas... ¡se te ve exhausto!
- Hermano, es que nuestra madre es la leche. Me ha tenido, desde que hemos llegado, desmontando, al menos intentándolo, la cama de tu habitación y la del ático donde está ahora Raquel. Pero no lo he conseguido. Papá lo hizo a conciencia. Después, con los dos colchones, de arriba abajo, que pesan lo suyo, y total para nada, porque cuando he conseguido juntarlos, mamá ha dicho que en el suelo no quería que estuvieseis porque hay muchas corrientes. ¡Me ha vuelto loco!
- ¿Pero para qué tanto lío...?
- Ella quería daros una sorpresa. Esta será vuestra primera noche de casados, y ya sabes que mamá le da mucha importancia a estos detalles, es una romántica, y quería que tuvieseis una cama amplia y cómoda. Al final se ha quedado frustrada, y allí la tenéis intentando hacer de la habitación del ático un nidito de amor para vosotros.
- ¿Y al final en qué ha quedado el asunto de los colchones? Preguntó intrigada Raquel.
- ¡Tendréis que ataros bien para no caeros de la cama! Y Micael se echó a reír a carcajadas.
Entraron los tres en casa y Sara les estaba esperando en el salón. Olía a tortitas de maíz recién hechas. Había preparado unas pocas, que con miel y castañas asadas, constituía uno de los platos más típicos de la zona.
- Mamá... ¿has preparado más comida? Si estamos súper llenos...
- ¡Necesitáis comer, hijos, y sobre tu, Micael! Ahora os vais a ir a dormir, y sospecho que muchas horas, y el cuerpo tiene que estar bien alimentado.
- Bueno, bueno... tú ganas, madre. Nos sentamos y a comer.
- Raquel, hija, me está rondando por el corazón que para ti el nombre de mi hijo es algo muy especial... no me hagas mucho caso, pero es que hay cosas que percibo, y como estoy tanto tiempo sola, le doy vueltas a la cabeza una y otra vez, y hasta que no encuentro la respuesta... pues... no se va.
- ¿Qué quieres decir, Sara?
- Cuando oigo el nombre de mi hijo pronunciado por ti, me suena distinto... como si le dieras un significado muy diferente, como si para ti fuera más que un simple nombre...
- ¿Pero mamá... que cosas tan raras se te ocurren...? ¡Ama a su marido!
- ¡No, Jhoan, no es nada raro, tu madre tiene una percepción extraordinaria!
- ¡Sabes hija, es que para mí este nombre es sagrado! Hay una historia muy hermosa detrás de él, y quiero que tu también la conozcas, y espero disfrutar de tu confianza y que me cuentes tu también tu historia.
- ¿Y por qué para ti es sagrado, Sara?
- Te lo contaré enseguida, pero antes quiero que me acompañéis al ático. Os he preparado la habitación. ¡Venid... venid...!
Sara, toda ilusionada, comenzó a subir las cuatro escaleras que llevaban a las habitaciones. Detrás le seguían ellos dos. Entraron en la habitación y Raquel se sintió profundamente emocionada. La había decorado con el corazón, se sentía. La cama era demasiado pequeña, y al volverse hacia Micael, este la miraba socarronamente, y los dos se echaron a reír.
- ¿Te gusta hija...? Raquel, sin contestarle, se abrazó a ella y la besó.
- ¡Gracias, Sara, son momentos en los que me acuerdo mucho de mi madre, pero sé que ella, a través de ti, está conmigo!
- ¡Ella está a tu lado siempre, hija, y en mí tienes a otra madre, si todavía te queda un hueco en el corazón para mí¡
- ¡Eres la madre de mi felicidad y mi dicha, y mi corazón entero es tuyo, Sara!
- ¡Que el Cielo os bendiga, hijos míos!
- Sara, ¿me vas a contar ahora la historia del nombre de Micael?
- Ya veo que te interesa mucho...
- ¡Todo lo relacionado con el hombre al que amo, me interesa! Tengo prisa por descubrir con quien me he liado para toda la vida.
- Es muy posible, mi amor... que te asustes y te eches a correr! jajaja
- ¿Pero es que no le has contado nada, hijo...? ¿nada de nada?
- ¡Madre, ella me quiere a mí, tal y como me ha conocido, en ningún momento me preguntó sobre mi identidad!
- Pues entonces bajemos al salón, picamos lo que nos apetezca y comenzamos el relato.
Cuando terminaron aquélla merienda cena, Raquel recogió la mesa y Jhoan preparó la infusión para su madre y el café para ellos tres. Sara amaba las tradiciones y costumbres de su pueblo, y sobre todo una que había desaparecido a causa del nuevo estilo de vida de la sociedad. La de dedicar un tiempo a la sobremesa y hablar y compartir con los seres queridos. Y en aquélla tarde noche ya había tema. Así que cuando las tazas estuvieron sobre la mesa, Sara comenzó su relato:
- Verás hija, cuando yo me casé con Josué, mi marido, tenía 16 años recién cumplidos.
- ¡Que joven te casaste, Sara!
- Si, hija, entonces, era una edad muy normal. Y me quedé embarazada al poco tiempo. A los dos meses, comencé a sentirme mal físicamente. Tenía fuertes dolores, vómitos, y me quedé muy delgada. Los médicos pensaban que el aborto iba a ser inminente. Yo rezaba y rezaba, pidiendo al Padre que salvara a mi hijo, quería tenerlo.
Josué quiso quitármelo de la cabeza. El me quería mucho y yo era para él más importante. Una tarde, cuando terminamos de comer, en este mismo salón, me retiré a nuestra habitación a descansar un ratito. Josué se fue al trabajo y me quedé sola. Estaba con los ojos cerrados, pero no dormida, y sentí que una mano que yo no veía, acariciaba mi cara y mi pelo. Yo me asusté y me incorporé en la cama. Sentí una presión en la frente, y entonces le vi a él, a mi hijo...
Y a Sara se le inundaron los ojos de lágrimas. Estaba reviviendo de nuevo aquél momento.
- Era un hombre, no, un ser de luz, y muy alto, pues llegaba casi a rozar el techo, esta casa tiene 2,50 metros de altura. Todo él era majestuoso, su piel blanca, sus ojos azules infinitos, su pelo largo, suave, del color del buen vino, su sonrisa, su ternura… ¡era un ser divino! Yo quise levantarme de la cama para postrarme ante él, pero no me dejó. Vino hacia mí, se sentó a mi lado y me cogió las manos entre las suyas, y creí morirme de felicidad. Y entonces él me dijo:
- ¿Quieres tener ese hijo?
- ¡Sí, si que quiero tenerlo, le amo!
- Sara... ese niño viene a ser de nuevo la Luz para esta humanidad. Entregará su conocimiento y tendrá que fundirse con el dolor que provoca la ignorancia y abrazar con su amor a su oscuridad. Es un príncipe que nunca reinará en este mundo, pero vendrá a hacer a este mundo rey. Será un hijo que te dará mucho amor, pero por él también sufrirás, porque si tu vientre le dará la vida, el mundo se la quitará.
- Yo me estremecí y me eché a llorar, y él con sus manos acarició mi vientre, y mirándome con infinita ternura me preguntó:
- ¿Deseas tener ese hijo, Sara?
- Y yo le contesté: ¡Antes le quería, ahora le amo! ¡Que mi vida sea la suya! ¿Y vos...quien sois? Le pregunté…
- ¡Soy Micael, un siervo del AMOR, soy, seré tu hijo!
- Y dicho aquello desapareció, no sin antes dejarme un beso en la frente. Cuando regresó Josué le conté le sucedido. El me escuchó muy serio, pero no me dijo nada. El único comentario que me hizo fue: ¡Si realmente es un enviado del Padre, nuestro hijo nacerá sano y se criará fuerte! Y así fue. Desde aquél día no volví a tener problemas. Tuve un embarazo maravilloso y mi hijo nació sano.
- ¿Y por qué no cuentas también, madre, que estuviste un tiempo frustrada? Preguntó Micael riendo.
- ¡Eso no es verdad, hijo! Lo que pasa es que cuando tuve en brazos a mi pequeño, vi que no se parecía en nada al hijo que contemplé entonces. Piel oscura, como su padre, pelo negro, ojos trigueños y diminuto, porque a pesar de la altura que tiene ahora, nació muy pequeñín.
- ¡Como todos los niños, Sara...! Pero entiendo tu reacción. Respondió riéndose Raquel.
- Hija, ya se que esta historia cuesta creerla, pero es la verdad que siempre he llevado en mi corazón. A mi hijo se la he contado cientos de veces, pero solo me escucha, nunca me dice nada. A veces pienso que nunca me ha creído.
- ¡Eso no es verdad madre! ¡Claro que te creo! ¡Te he creído siempre! Pero no basta con creer ciegamente lo que te viene del Cielo y ejecutarlo. Eso sería servilismo. Madre, nunca dudé de que aquel Ser fuese yo. Lo sé. Sé que vive en mí, y que late en mi corazón, pero yo también formo parte de él, y no me siento su esclavo. Para llegar a identificarme con él, madre, he tenido que sufrirme, experimentarme, romperme en mil pedazos y volver a reconstruirme. Me he rebelado, he renegado de él porque lo que desea para mí no me gustaba. Pero cuando luchas contra el amor, el único que sale herido es uno mismo, y cuando ya estás al borde del precipicio, cuando ya tus fuerzas te han abandonado, entonces levantas tus ojos hacia él y ahí está, siempre ha estado, amándote, entregándose, y es cuando empiezas a conocerle, a amarle, a identificarte con él. Sí, madre, hace 10 años, Micael, tu hijo, estuvo a punto de morir, de caer en ese precipicio, pero él se entregó a mí, y la vida que palpita ahora en mi corazón es la suya. ¡Sí, madre, yo soy Micael!
- ¡Si me hubieras hablado así antes, hijo mío...!
- ¡Si lo hubiera hecho antes, madre, posiblemente no me habrías reconocido!
Hubo unos instantes de silencio. Sara y Micael se miraban. Los dos tenían lágrimas en sus ojos. Jhoan miraba a Raquel, que con la cabeza baja, movía una y otra vez con la cuchara el café frío de la taza. Este, para salir de aquél instante estático, le preguntó:
- ¿Qué te ha parecido el relato, hermana? ¿Qué piensas?
- ¿Que qué pienso...? ¡Pues que Dios los cría... y ellos se juntan!
- ¿Y eso qué quiere decir?
- ¡Huy, perdona... es una frase hecha! Significa que Dios nos ha parido raros, y que los raros ya se encargan ellos solitos de juntarse.
Ante la respuesta de Raquel, los tres se miraron, se quedaron pensativos y al final, empezando por el mismo Micael, estallaron de la risa.
- ¿Tú también eres rara, hermana? Le preguntó socarronamente Jhoan.
- ¿Tu crees que si no fuera rarita, estaría con tu hermano? ¡Nada de lo que vaya descubriendo de vosotros, me va a sorprender!
- ¿Y tú nos vas a sorprender, Raquel...? Le preguntó Micael sirviéndole un poco más de café caliente. ¿Por qué a ti te resultaba tan familiar el nombre de Micael...?
- Está relacionado con la primera vez que vine a Jerusalén.
- ¿Ya estuviste aquí, hija...?
- ¡Sí, madre, es lo que nos va a contar... Su maridito se muere de ganas por saber...!
- Bueno, pues, yo tenía 9 años cuando vine con mis padres a Jerusalén. El viaje fue debido a un asunto de mi padre. Era teniente general de las Fuerzas Aéreas Españolas. Solo sé que era Semana Santa, por las profesiones religiosas que había por la zona antigua de la ciudad. Era un viernes, y habíamos quedado en la puerta de un gran parque con unos amigos de mis padres. Se retrasaron bastante, y como yo ya estaba aburrida, mi madre me dejó aventurarme un poco por aquél lugar. Ella no me perdía de vista, pero de repente vino hacia mí un grupo de chavales corriendo y por poco me tiran. No lo hicieron, pero me apartaron del sendero por dónde iba, y ya me desorienté. Comencé a bajar y aquél parque cada vez se iba cerrando más. En un momento determinado tropecé y caí rodando por una pendiente, y fui a parar al borde mismo de un riachuelo. Me levanté, me sacudí bien el vestido y me dí cuenta de que me había herido la pierna derecha. Todavía tengo una pequeña cicatriz a la altura del tobillo. Empecé a sangrar, y cuando iba a romper el vestido para hacerme con un trozo y taparme la herida, alguien por detrás me alargó su mano ofreciéndome un pañuelo blanco. Era un hombre vestido con una túnica blanca, parecida a la de los curas, muy alto y muy guapo, como los artistas preferidos de mi madre, ¡y no os riáis, porque os estoy contando la historia tal y como la percibí entonces...! Bueno, sigo... El me dijo que con ese pañuelo en la herida, se curaría en unos instantes. Y así fue, y sin dolerme. Le pregunté que quien era, y me dijo que era Micael.
- ¡Ay, señor… que era él! Exclamó emocionada Sara.
- El ya sabía mi nombre, y cuando le pregunté que por qué, me dijo que porque era mi amigo y me conocía desde siempre. Le pregunté que dónde vivía, que si estaba solo y perdido como yo. Y él me llevó de la mano hasta su casa. Bajamos un poco más de pendiente y allí estaba, una gran burbuja de cristal, llena de luz y con mucha gente dentro. Parecía una ciudad pequeña. El me invitó a visitarla, pero yo me negué, ya que mi madre me estaría buscando preocupada. El me sonrió, se agachó y me besó en la frente. Y yo le volví a preguntar: ¿por qué lloras, porque no quiero ir contigo? Y él me contestó: ¡No, Raquel, no... es que te quiero mucho, pequeña! ¡Vuelve con tu madre, porque yo te estaré esperando aquí hasta que vuelvas! Y yo le insistí: ¿por qué estás fuera de tu casa? ¿Es que no puedes volver? Y él me contestó: ¡No, es que estaba hablando con mi amigo!
- ¿Y dónde está él? Le pregunté yo.
- ¡Detrás de ti! Me respondió. Y al volverme vi a un muchacho más alto que yo. Era muy moreno y delgado. Su pelo era muy oscuro y con muchos rizos. Y cuando me volví de nuevo hacia Micael, él ya no estaba, había desaparecido junto a la ciudad de cristal. Solo estábamos el chico y yo. Yo me asusté un poco, no entendía nada, pero aquel niño me tendió su mano y sonriéndome me habló, pero no entendía lo que decía. Hablaba un idioma que yo no sabía. El con señas, se tocaba la boca y el pecho, pero seguía sin comprender lo que me quería decir. Al final lo dejamos ya un poco aburridos. Me ayudó a salir de aquél lugar y me dejó en el sendero que abandoné fortuitamente, y al despedirnos él me regaló un corazón con una cadena de oro que llevaba en el cuello. Y hasta la fecha...
Cuando terminó Raquel su relato, tomó otro sorbo de café y se quedó mirando a sus contertulios. Jhoan y Sara la contemplaban en silencio, pero Micael... su rostro era un río de lágrimas, pero su sonrisa era la más hermosa que ella había contemplado en su vida. El se levantó de la silla, fue hacia su mujer, la elevó y la abrazó con tanta fuerza, que por un momento ella creyó desfallecer.
- ¡Mi amor, mi amor... tenias que ser tu!
- ¿Micael... de qué me hablas?
- ¡Yo soy aquél muchacho de once años, y con aquél corazón que te regalaba, te decía todo aquello que nuestras distintas lenguas no pudieron!
- ¡Eras tú...! ¿Pero qué hacías tú allí? ¿Por qué estabas con él? Porque tú también le viste, ¿verdad?
- Éramos amigos inseparables. Y aquél día, cuando nos encontramos, él me dijo: “no olvides nunca este día, hijo, pues dentro de unos instantes, conocerás al otro rostro de tu corazón”. ¡Y nunca lo olvidé, Raquel! y de ello también se encargó mi madre. ¡Menuda bronca me echó cuando supo que el corazón que ella me había regalado, lo había dado a una desconocida!
- Hijo, si entonces hubiera sabido… Exclamó Sara toda emocionada.
- ¡Si entonces hubiera sabido yo, madre! Pero todo tiene su momento, el Padre sabe lo que hace. ¿Y sabéis qué ocurrió también aquél día tan maravilloso? Esa misma mañana, mi hermano Jhoan vino al mundo. Mi madre estaba al otro lado del parque, en un viejo hospital que ya no existe, dando a luz a su segundo hijo.
- ¿Es que siempre he de estar yo en medio de vosotros dos?
- ¡Ah, no sé, hermanito... tú sabrás!
- Tuve que nacer yo para que vosotros dos os encontrarais ese día en el parque, y al cabo de los años, tuve que citarme contigo, Raquel, en el mismo lugar, para traerte a mi hermano de nuevo.
- ¿En el mismo lugar? A mí no me suena para nada, Jhoan.
- Es que donde se levanta hoy majestuoso el edificio del Corazón Púrpura, estaba emplazado antiguamente el viejo hospital donde nací yo. Y lo que es ahora el jardín que lo rodea, era la entrada al parque que tú conociste entonces. ¡Solo han cambiado las formas!
- ¿Y dónde está ubicada ahora aquélla nave?
Ambos hermanos se miraron y se rieron, a la vez que Micael, disimuladamente, se llevaba el dedo a los labios. Raquel comprendió enseguida. Sara, probablemente sabía muchas cosas de sus hijos, y que tenían cierto vínculo con el Cielo, pero los términos que ella utilizaba le resultarían desconocidos e incomprensibles. E intentó rectificar...
- ¡Caray... sigo haciéndome un lío tremendo con los dos idiomas! Me refería a la burbuja de cristal.
- ¡Hija mía, la casa del Padre está en todo lugar, dichosos aquéllos a quienes se les permite contemplarla! Ojala mi hijo Jhoan encuentre a un ángel como tú que le ame... Cuando llegue ese momento, podré marcharme dichosa a su encuentro, y morar para siempre en su reino. Mi misión, estará cumplida. Y ahora os dejo, hijos míos, estoy cansada y han sido demasiadas emociones para este viejo corazón...
- ¿Mamá... pero estás bien?
- ¡Si, hijos, sí... no os preocupéis, solo estoy un poco cansada, lo mismo que vosotros! ¡Que descanséis y tengáis felices sueños!
- ¡Hasta mañana madre, te queremos!
Sara subió los cuatro escalones y desapareció tras la puerta de su alcoba. Ellos tres quedaron sentados en la mesa. Jhoan, frotándose los ojos con las manos, y Micael mirando a Raquel.
- ¿He estado a punto de meter la pata, verdad?
- No, mi amor, solo que hay cosas que mi madre, por su forma de pensar, sus creencias y su educación, no comprendería. ¡Pero ni se ha notado!
- Bien... y ahora que no está ella... respóndeme... ¿dónde está la nave?
- ¡Está, simplemente, Raquel, en cualquier parte! Hace muchos años que no he entrado en ella. Pero sé que no tardaré mucho en ser llamado, y probablemente lo hagan con los tres.
- ¿A mí también?
- ¿Y por qué no? ¿Acaso no estás implicada?
- ¡Lo estoy... pero contigo, Micael!
- ¡Es lo mismo, mi amor! ¿Tienes miedo?
- ¡En absoluto! Solo que... después de ir detrás de ellos, investigándoles, queriendo saber durante casi 40 años, el verme de repente en las puertas de una nave y al lado de un hombre que es mi marido y que no sé qué tipo de marciano es... pues al menos es sorprendente e intrigante... ¡Y bastante bien lo estoy llevando!
- ¿Así que sospechas que soy un marciano?
- ¡Sí... y con muchas antenas!
- Bien, de acuerdo, lo acepto, pero soy un extraterrestre que te ama mucho.
- ¡Menos mal! Y Micael la abrazó y la besó con toda su alma.
- Raquel, ¿todavía conservas el corazón de oro?
- Claro que si, lo he llevado siempre, pero hace tres años, en urgencias, se me enganchó en una camilla y se rompió la cadena. La arreglé, pero no he vuelto a ponérmelo por miedo a perderlo. Lo tengo en casa, en mi joyero. El próximo día que vayamos me lo volverás a poner. Fue tu primer regalo, Micael.
- ¿Qué, muchachos, nos vamos a descansar?
- Sí, Jhoan, creo que ya va siendo hora de dar a nuestros cuerpos el descanso que necesitan. ¿Qué planes hay para mañana?
- Micael, ahora soy incapaz de hacer planes ¡Mañana se verá!
- ¡De acuerdo hermano, mañana hablaremos!
Apagaron las luces y se retiraron. Jhoan se metió en su habitación que se encontraba en la planta baja, al lado del salón, y Micael y Raquel subieron al ático. Mientras ella estaba en el baño, él abrió la cama y comenzó a desvestirse. Cuando Raquel entró, se quedó observándole desde la puerta en silencio. Contemplaba a aquél cuerpo, que aunque todavía marcado por las huellas del brutal castigo que le infligieron, rebosaba de ternura, de pureza, de inocencia. ¡Cómo amaba a ese hombre...! Micael se sintió acariciado por una mano invisible, y se volvió hacia ella.
- Mi amor ¿qué haces ahí parada en la puerta?
- ¡Contemplarte y disfrutando de ti!
- Pudiendo tenerme, ¿te contentas tan sólo con ver? ¡Ven aquí…!
Raquel fue a su lado y le besó, y él, con suma dulzura, empezó a desnudarla. Y ella sintió su vientre con la fuerza de un volcán, y apartándose de su marido fue hacia el bolso donde estaban sus pertenencias.
- ¿Huyes de mí? Preguntó Micael con cierta picardía.
- No, mi amor... lo hago de mí misma. Cuando estoy tan cerca de ti, me enciendo de tal manera que mi vientre hace erupción como un volcán.
- ¡Pues el mío está incandescente...! ¿Y si provocamos una explosión juntos?
- No me tientes, Micael! Hoy nuestros cuerpos no lo resisten.
- Tienes razón, dejaremos dormir al volcán por el momento ¿pero mi amor, qué haces... te vistes para meterte en la cama?
- ¡No, solo me pongo el pijama! ¿Es que tú no lo usas?
- No, siempre duermo sin nada en el cuerpo. Bastante asfixiamos ya a nuestro organismo durante el día con fibras sintéticas, como para que a la noche no le dejemos que respire y se relaje... ¿Tú por qué lo haces?
- Cuando era niña, me gustaba dormir desnuda, sobre todo por el contacto con las sábanas... pero menudas broncas me echaba mi madre, pues siempre estaba resfriada. Pero cuando comencé a tener las experiencias, me daba vergüenza que me viesen desnuda...
- ¿Qué te viesen quienes...?
- En mis sueños yo iba a lugares lejanos y conocía a mucha gente, y otras veces eran ellos los que venían a mi habitación. De cualquier forma, yo tenía que estar siempre presentable, así que como al camisón lo consideraba una prenda insegura, comencé a utilizar el pijama.
Tras aquélla confesión de Raquel, Micael rió con ganas, y ella, cogiendo sus pantalones vaqueros, se los lanzó a la cara.
- ¿Por qué te ríes de mí?
- Mi amor, en esas experiencias, viajamos con nuestro cuerpo astral o espiritual, depende de las dimensiones a las que vayamos... ¿qué te crees, que cuando nos desprendemos de nuestro cuerpo físico, nos llevamos el pijama puesto? Y Micael seguía riéndose.
- ¿Tu crees que viajamos desnudos?
- ¡Lo hacemos con nuestro corazón, mi amor, qué mejor traje que ese...! El te viste de luz. ¡Quítate ese disfraz, y ven aquí conmigo...!
Raquel se quedó unos segundos pensativa, pero al final accedió. Se desnudó y se metió en la cama. Micael la rodeó con sus brazos y de nuevo se entrelazaron. Y aquélla cama de 80 cm era demasiado grande para dos corazones gigantes. El se quedó rápidamente dormido con su cabeza apoyada en el pecho de ella. Raquel le acariciaba suavemente el cuerpo, el rostro, el pelo, sus labios... y cuando sus ojos también se iban cerrando, dejó un ardiente beso en el pecho de su marido, a lo que él respondió con un profundo suspiro.
Llevaban unas horas entregados al reconfortante sueño, cuando Micael se despertó debido a un movimiento brusco de Raquel. Ella estaba bajo los efectos de una pesadilla. Su cuerpo, bañado en sudor, y fuertemente enrojecido, temblaba, y los gestos de dolor de su cara le alarmaron. Con voz suave y acariciando sus mejillas, intentó despertarla sin sobresalto. Pero ella se incorporó bruscamente con un amargo y prolongado quejido.
- Mi amor... cálmate, tranquila... ¡ha sido una pesadilla! ¡Tranquila...!
- ¡Es horrible, Micael, no quiero verlo más...! ¿Por qué me tortura de esa manera?
- ¿Qué es lo que has visto? ¿Quién quiere hacerte daño?
- ¡He vuelto a estar allí otra vez!
- ¿Dónde mi amor, dónde has estado?
- He vuelto a ver cómo le torturaban, como le escarnecían, como le arrancaban la piel... ¡y yo no puedo hacer nada! ¡No podía hacer nada! gritó con desesperación, sujetando su cabeza con fuerza entre sus manos.
- ¿Por qué me hace sufrir así? ¿Por qué estas imágenes me persiguen desde que nací?
- Mi amor, no es Jhasua quien te hace sufrir así.
- ¡Claro que no, Micael, ya lo sé! El me amaba... es alguien que está detrás de mí y no me deja correr hacia él, me paraliza, y cuando consigo avanzar, se me pone delante y me lo impide...
- ¡Solo son tus miedos, Raquel, nadie quiere hacerte daño!
- ¡Pero yo no tengo miedo, yo quiero ir con él, quiero morir con él!
Y se echó a llorar amargamente en los brazos de su marido.
- ¡Cálmate, mi vida, ya ha pasado!
- Y esta vez sí que le he visto el rostro a Jhasua. Lo percibía siempre difuminado, pero hoy en su cara he visto la tuya, Micael, eras tu el que estaba allí... y no me dejaban ir contigo... ¡Ha sido horrible!
- Mi amor, al conocerme a mí, estás viviendo una experiencia similar a la de entonces, y tu cerebro las ha entroncado. Los miedos de entonces los has proyectado ahora sobre mí, ¡tienes miedo por mí!
- No quiero que vuelva a pasar lo mismo, Micael. Si has de hacer el mismo recorrido que él, quiero compartirlo contigo, quiero morir contigo, mi amor, no quiero quedarme atrás y dejarte solo.
- ¡Mi amor... mírame, pero abre bien tus ojos y graba a fuego en tu corazón lo que te digo ahora: nada, ni nadie en este mundo ni en ningún otro, podrá separarte de mí, nadie!
Y ante aquélla afirmación rotunda y hecha con poder, Raquel se relajó y se abandonó en los brazos de su marido.
- Raquel... si tu mente te está recordando una y otra vez aquélla experiencia, no es para mortificarte. Es posible que quiera que recuerdes algo que ya has olvidado y que es vital para ti. Es posible que aquello a lo que identificas como alguien que te impide avanzar, sea tu propio miedo a conocer, a descubrir tu identidad, a tomar consciencia de tu compromiso con el Amor. Tu te has entregado a EL, mi amor, pero desconoces el cómo y el por qué.
- ¿Tú si que lo sabes, verdad Micael...?
- ¡Sí, lo sé, pero no conseguiríamos nada si yo te lo dijera! Es preciso que lo hagas tú, que lo vivas, que lo experimentes, es necesario que lo vuelvas a vivir, pero llegando hasta final.
- ¡Eso es lo que intento hacer siempre, pero nunca lo consigo!
- ¡Yo te ayudaré mi amor, lo harás tu sola, pero estaré a tu lado apoyándote! Mañana a la noche, iremos a la playa. Habrá luna llena, y allí, de una vez por todas, acabaremos con esto. ¿Estás decidida?
- ¡Sí, Micael, lo estoy!
- ¿Ya estás más tranquila?
- ¡Sí, ya estoy bien!
- Pues entonces, espera un momento, que voy al baño y enseguida vuelvo.
Cuando Micael volvió, se metió en la cama rápido. Hacía frío en aquélla casa antigua a pesar de estar en pleno mes de Julio. Abrazó a su mujer como nunca, y ésta se acurrucó en su pecho, y se lo volvió a besar. El la besó en los labios y la arropó con la colcha. El sudor había desaparecido, pero su cuerpo estaba aterido.
- ¡Duerme tranquila, mi amor, que con tu príncipe, nadie osará perturbar tu sueño!
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