sábado, 1 de agosto de 2015
En el silencio del desierto: CAPITULO 21.- EN EL CORAZÓN DE LA PIRÁMIDE
Los problemas empezaron nada más pisar suelo egipcio. A primeras instancias, no había ningún impedimento legal para no darles el visto bueno a sus pasaportes, pero dadas las circunstancias de la zona, las medidas de seguridad eran muy estrictas, y ellos venían de una zona muy caliente. También había que tener en cuenta que en Egipto había algunas células terroristas, cuyos objetivos primordiales eran los europeos y americanos. Los pasaron a un despacho, donde el jefe de policía del aeropuerto los sometió a un exhausto pero muy respetuoso interrogatorio.
Ellos tres alegaron que iban de viaje de recién casados, y que les acompañaba un amigo porque era un estudioso egiptólogo y querían ir a ver las pirámides de Gizeh. Pero cuando dijeron que su propósito era pernoctar en una tienda de campaña en pleno desierto, el policía les quitó la idea de la cabeza. ¡Por el bien de ellos! les dijo, solo les daba tres días de estancia, quedándose él los pasaportes hasta la vuelta y obligándoles a inscribirse en un determinado hotel del Cairo. Quería tenerles bien controlados.
Ellos sabían que insistir habría sido inútil, e irritar a aquél oficial no era conveniente. Así que aceptaron, y éste les extendió un documento oficial para que pudieran recoger a su regreso la documentación retenida.
Eran las diez de la noche, y por fin estaban en la habitación asignada por el hotel Abydos. Una pieza de grande, con un diminuto baño, pero eso sí, muy completo y funcional, con tres camas. Preferían estar juntos. Ellos también tenían sus propias normas de seguridad. Todavía estaban dentro de las horas reglamentarias para la cena, así que bajaron al comedor restaurante y pasaron por el autoservicio. Eran los últimos veinte minutos, y los demás clientes ya habían dado buena cuenta de todos los platos. Solo quedaba fruta, ensalada y postres. Se pusieron una buena ración de cada, y cenaron.
Volvieron a subir a la habitación y estudiaron la situación.
- ¡Creo que deberíamos salir esta noche! ¡Mirar... se ven las pirámides desde aquí... estamos relativamente cerca!
- Sí, David, pero, ¿y si nos están vigilando? ¿No es mejor esperar a mañana? Pregunto Micael.
- ¿Mañana con todos los turistas alrededor? ¡No, tiene que ser esta noche!
- En realidad, aunque nos parasen, no hacemos nada malo. Dijimos que veníamos a estudiar las pirámides, y eso vamos a hacer. Yo nunca he estado en un desierto por la noche, pero me imagino que tendrá sus inconvenientes...
- ¡Dí mejor que no te acuerdas, Raquel...!
- ¡Bien, vale...!
Raquel, ¿te sientes con disposición para intentar contactar con la pirámide esta noche?
- ¡Yo, sí...!
- Pues entonces, pongámonos a trabajar, y para empezar... ir sacando de vuestras mochilas para pasar una noche loca en el Cairo.
- ¿Me quieres explicar lo que estás tramando, hermano...?
- Micael, cuando bajemos a recepción preguntaremos por sitios donde poder ir a divertirse. Y tenemos que ir en ese plan, al menos, hacérselo creer. En todos los hoteles hay detectives, y si el jefe de policía del aeropuerto no has impuesto este hotel, es porque nos están controlando.
- ¡Pero David, tampoco hay que sacar las cosas de su contexto!
- Hermano, tú como Raquel, sois demasiado inocentes e ingenuos. Sabéis que en este mundo hay mucha mierda, y aunque os ha salpicado, ya no os acordáis, o no queréis hacerlo. Yo me acuerdo perfectamente, sé la mierda que hay por todo y la huelo, y sus salpicones me han enseñado a saltar sobre ella. Mi único deseo es que llevemos a cabo nuestro trabajo, y los tres somos conscientes de que no nos lo van a poner fácil.
- ¡De acuerdo, David... la experiencia manda!
Los tres bajaron a recepción. David y Micael con unos pantalones vaqueros oscuros y camisas. David con una de color azulón, que resaltaba mucho su piel clara y su pelo rubio, Micael con una de color verde, con cuello blanco, y Raquel con un vestido de verano negro, por encima de las rodillas, un collar de perlas haciendo juego con los pendientes y zapatos de tacón. Lo ideal para adentrarse en pleno desierto... pero había que despistar.
David no iba mal encaminado. Como el recepcionista no conocía demasiados sitios, llamó a su compañero que estaba en una habitación contigua. Aquel hombre, de unos cincuenta años, salió de su despacho y les atendió. Su placa, a la altura del bolsillo de la chaqueta negra, reflejaba que era de la seguridad del hotel. Les explicó con mucha delicadeza todas las exquisiteces del Cairo nocturno, e incluso les entregó varios folletos informativos.
Abandonaron el hotel y se dirigieron hacia el centro. Entraron en un Pub, o algo parecido, y tomaron algo. Cuando salieron, lo hicieron pausadamente, perdiéndose entre calles. Cuando ya habían paseado lo suficiente, cogieron un taxi que les llevó hasta la entrada de la meseta de Gizeh. El taxista se marchó y ellos tres comenzaron a adentrarse en el desierto. Anduvieron un buen rato. Raquel tuvo que descalzarse, naturalmente. El frío de la noche comenzó a aterir sus cuerpos. No iban preparados para la temperatura nocturna del desierto. También tenían un problema a la vista. Desconocían el por qué, pero a diferencia de lo que era la costumbre, aquélla noche apagaron las luces de las pirámides, y Raquel no podía orientarse para encontrar el sitio más o menos preciso donde tuvo lugar el encuentro en su sueño.
Había luna llena y veían su silueta, pero no era suficiente. Ella, muerta de frío y cansada ya, se sentó en el suelo. La arena todavía estaba caliente, y se sentía muy bien sobre ella.
- ¡Mi amor, hay que seguir!
- ¿Pero hacia dónde? Yo sin luz no puedo orientarme. El sabe que estoy aquí, no creo que le importe, dadas las circunstancias, venir a buscarme. ¡Sentaros aquí conmigo, en el suelo!
- ¡Estás temblando de frío, princesa! Exclamó Micael sentándose a su lado y rodeándola con sus brazos.
- ¡Ya sabéis que soy muy friolera, y como he venido tan ligera de ropa...!
- ¡Intenta ponerte en contacto con él!
- ¡Ya lo estoy haciendo, desde que nos hemos adentrado en el desierto! Ahora solo nos queda esperar y confiar.
Micael y Raquel quedaron abrazados, y David, para entrar en calor, se tumbó todo lo largo que era sobre la arena caliente. Pasaron los minutos, y Raquel comenzó a entrar en calor. Toda ella estaba ardiendo. Comenzaba a sudar. Quiso deshacerse de los brazos de su marido, y al ver que Micael no le respondía, se levantó bruscamente, y el cuerpo de él, sin conocimiento, quedó sobre la arena. David, aparentemente, también estaba profundamente dormido. Raquel miró a su alrededor, y de repente se hizo el silencio sepulcral. Una densa niebla les rodeó, y cuando se disipó, ya no estaban en el desierto, sino en el interior de una pirámide, la misma en la que había estado hace ya mucho tiempo. Ellos dos seguían dormidos. Raquel comenzó a escudriñar todos sus rincones, esperando verle aparecer, pero él no daba señales de ningún tipo. Se dirigió hacia la pirámide truncada que había en el centro y la acarició con su mano. Al instante, una bandeja de oro con uvas y una gran copa de vino aparecieron sobre su superficie.
- Akenaton, ¿dónde estás... esposo mío...? ¡Soy yo, Nefertiti! ¿Dónde estás...? ¡No me gustaría comer de estos manjares sola!
Y durante unos minutos reinó el silencio, ninguna respuesta, ningún indicio de él. Raquel fue hacia la copa de vino y se disponía beber de ella, cuando una mano, por detrás, acariciaba la suya, y pedía compartir aquélla bebida con ella. Raquel se volvió y le vio. Y una fuerte emoción estremeció todo su cuerpo. Era él, Akenaton, vestido de la misma forma, con el disco solar colgado de su cuello.
- ¡Soy feliz de poder volver a verte, amada esposa, aunque nuestro encuentro sea tan fugaz como una ráfaga de viento!
- Nuestro encuentro en el tiempo es muy fugaz, pero nuestro amor perdura. ¡Mira... allí... ese eres tú, en mi momento, y te sigo amando más que nunca...!
- Lo sé... vengo de él.
- ¿Compartimos esta copa de vino?
Y ante la invitación de Raquel, el faraón cogió aquélla copa de sus manos y volvió a colocarla sobre la pirámide.
- ¡Mi reina, no es vino! Habrás de beber de ella junto a tu esposo y mi hermano, tu amigo, y esta fruta también es para vosotros. Ella os aliviará del dolor que os provocará esta bebida. ¡Pero es necesario!
Y quitándose del cuello aquel colgante de oro, lo puso en manos de Raquel.
- ¡Es tuyo, mi reina, ha llegado el momento en que todo el conocimiento que trajimos salga a la Luz!
- Me gustaría mucho que fueras tú quien me lo pusieras.
Y el faraón, con una sonrisa en su rostro, volvió a tomarlo entre sus manos. Ella inclinó la cabeza y él lo puso alrededor de su cuello. Inmediatamente cogió entre sus manos la cabeza de ella, le besó en la frente, en los ojos y en los labios, y cuando éstos rozaron los de ella, Raquel vio cómo una lengua de fuego salía de la boca del faraón, la atravesaba por entero y provocaba una gran explosión en su vientre y en su pecho. Sintió un fuerte dolor, y al llevarse la mano al mismo, vio que el disco solar había desaparecido en su interior, y perdió el conocimiento.
Unas palmaditas en su rostro la despertaron. David y Micael estaban a su lado, intentando hacerla reaccionar. Ella se incorporó y vio que todavía seguían en el interior de la pirámide. Ellos miraban a su alrededor extrañados.
- Raquel, ¿ya puedes decirnos algo de lo que está pasando? ¿Qué hacemos aquí dentro? Preguntó Micael.
- Mientras estemos en su interior, seremos invisibles al ojo humano, y seremos resguardados de energías contrarias mientras dure nuestro proceso.
- ¿Qué proceso?
- Aquí hay uva y una copa de vino. Afirmó Raquel cogiéndola entre sus manos.
- ¡Y que no es tal vino! ¿Verdad...? Preguntó irónicamente David.
- ¿Conocéis esta sustancia, no...?
- ¡Sí, sabemos qué es! Es lo que daban a beber a los iniciados para saber si eran merecedores de los secretos de la Gran Pirámide. Es una prueba extremadamente dolorosa. Afirmó Micael.
- ¡Sí, mi amor, pero no hay que beberla ahora con ese propósito! Es la misma droga, pero con un componente nuevo. Con ella la velocidad de nuestros átomos aumentará, y seremos invisibles para el resto de los humanos, y nos facilitará nuestra estancia en el Templo. Ninguna de aquéllas energías podrá tan siquiera rozarnos.
- ¿Y estas uvas?
- ¡No son tales! Cuando acabe nuestro proceso, habrá que tomarlas. Nos aliviará el cuerpo.
- ¿Y el disco... dónde está mi amor?
- ¡Aquí, en el corazón... muy bien guardado!
- ¿Cómo te ha ido con él...? Preguntó Micael sonriendo y deseoso de que ella les contara.
- ¡Muy bien, ha sido bonito, pero hoy por hoy no me habría enamorado de él! Demasiado ceremonioso para mi gusto. ¡Me gustas más ahora!
- ¿Esa es la única conclusión a la que has llegado después de estar con él? Preguntó su marido riéndose.
- ¡No, claro que no! ¡Escuchad que os cuento!
Si no nos hubiéramos implicado en lo de la Piedra Verde Esmeralda, podríamos haber tenido acceso al Templo en astral, sin necesidad de tomar esta sustancia. Pero dado que somos ya perfectamente detectables, tenemos que hacerlo con nuestro cuerpo. Es más doloroso, pero más seguro. El nos protegerá.
- ¿Y cuando tenemos que ir?
- ¡Es lo más importante! En cuanto rompa el día, y los primeros destellos del Sol rocen la Pirámide. Hay mucha vigilancia, pero para entonces nosotros seremos invisibles. Habrá alguien en la puerta central. El sí que nos verá y nos la abrirá unos centímetros, los suficientes para deslizarnos y sin que él sea visto por sus compañeros.
- ¿No sabes nada mas...?
- ¡No, Micael... pero seremos guiados!
- Son las dos de la mañana, y amanece a las cinco. Solo tenemos tres horas. Es preciso que tomemos lo antes posible el contenido de esta copa. Afirmó David muy serio y portándola entre sus manos.
- Y como tenemos que tomar los tres la misma dosis, vamos a usar la funda de mi reloj para hacerlo. Pero antes os pregunto... ¿Habéis comprobado alguna vez sus efectos, hermanos?
- ¡No, yo no...! Contestó Raquel.
- ¡Y yo estuve a punto, pero no llegué a hacerlo! Respondió Micael.
- ¡Yo sí, y en dos ocasiones, hace ya mucho tiempo! Y os advierto que para nada es agradable, más bien puede considerarse como una experiencia terrorífica. Entonces pocos las superaban.
- ¡Habla, David... dinos entonces a lo que nos vamos a enfrentar...! Rogó angustiada Raquel.
- Es una sustancia que al contacto con el cuerpo, te lo altera genéticamente. Su efecto solo dura unas horas, mientras ese proceso tiene lugar, y se tiene la sensación de que te están quemando vivo. Ahora, el hecho de saberlo, nos ayudará a sufrirlo, pero entonces no se tenía esa consciencia y realmente creías que el fuego consumía tu cuerpo. Suele ir acompañado de alucinaciones, pero quizás al haber sido alterado por esta circunstancia, no aparezcan. Me imagino que las uvas estarán hechas de la misma sustancia del brebaje que preparaban entonces. Cuando los iniciados superaban aquélla prueba, se la daban a beber y sus dolores se iban apaciguando.
- ¡Cielo Santo! A mí nunca me gustaron las iniciaciones, y mira por dónde me salen ahora...
- ¡Animo, princesa... estamos los tres juntos y nos daremos valor! Exclamó sonriente Micael.
- Hermanos, es mejor que nos sentemos en el suelo, apoyando nuestras espaldas en esta pirámide, y con nuestras manos fuertemente unidas. ¡Que en ningún momento nos sintamos solos! ¿Estáis preparados? Preguntó David disponiéndose a verter la primera dosis en la fina caja cilíndrica de su reloj. Hubo once dosis para cada uno. Raquel estaba entre los dos, su corazón palpitaba fuertemente. Cuando empezaron los primeros síntomas, los tres apretaron sus manos, infundiendo valor para los otros y también para sí mismos.
Los segundos pasaban como si fuesen horas. Los tres seguían sujetos, pero las facciones de sus caras denunciaban una tortura mortal. Sus cuerpos, a los pocos minutos, estaban empapados de sudor. Su piel notablemente enrojecida, y comenzaron a oírse los primeros gemidos, que fueron transformándose en gritos.
Los cuerpos comenzaron a sufrir convulsiones, y sus manos se soltaron. Raquel buscaba, con sus ojos cerrados, un lugar donde asirse, y sintiendo el frescor de la pirámide truncada, se dejó caer sobre su superficie. Aquello le alivió un poco, y pudo abrir sus ojos, pero vio que Micael y David se hallaban en el suelo, muy separados el uno del otro y fuera de sí. Se dejó caer al suelo, y a gatas, haciendo un esfuerzo sobrehumano, fue primero al que tenía más cerca, David, lo abrazó y luego fue a por Micael. Lo fue arrastrando hasta donde estaban ellos dos, y de nuevo quedaron los tres juntos.
A Raquel, parecía que aquél efecto le iba remitiendo, lo suficiente como para poder centrar su mente un mínimo. Siguió tumbada sobre ellos, abrazándoles. Cerró sus ojos y volvió a recordar la mirada del Padre en la playa, y aquéllos ojos suavizaron su dolor. Sintió que la temperatura de los dos iba bajando, a la vez que iban quedando más relajados, aunque el gemido seguía saliendo de sus gargantas. Raquel intentó ponerse de pié, pero cayó. Sus piernas no le obedecían. Fue arrastrándose hasta la pirámide, estiró sus brazos y con un golpe fuerte tiró la bandeja de las uvas al suelo. Quedaron desparramadas por el suelo. Las fue apilando en un montón y empujándolas hacia donde estaban ellos. Ella comenzó a comer y a la vez introduciéndolas lentamente en las bocas de David y de Micael.
Al principio no las masticaban, pero poco a poco fueron reaccionando, y las fueron ingiriendo. Ella seguía con los dolores, pero eran ya más llevaderos, se podían controlar. Terminó de comer las uvas que le correspondían y se las fue dando luego a ellos dos. Al poco rato ya tenían fuerzas suficientes para sentarse en el suelo y abrir sus ojos. Raquel les ayudó y los acomodó, bien apoyados en la pared de la pirámide, y esperó tumbada en el suelo a que ellos se recuperaran del todo. No tardaron mucho, pero en la cara de los tres se reflejaba la dolorosa reacción que habían sufrido sus organismos. Estaban notablemente envejecidas.
- ¡Y seguimos vivos...! Exclamó David medio llorando y riendo.
- ¿Acaso lo dudabas, hermano? Preguntó Micael volviendo su cabeza hacia él. ¿Y tú, princesa... cómo estas...?
- ¡Ya estoy bien, un poco mejor que vosotros dos, desde luego que sí!
- ¿Y cómo es que a ti se te ha pasado el efecto antes? Le preguntó David echándose la mano a la cabeza.
- ¡Puede ser por el hierro! Siempre tengo unos niveles muy bajos en la sangre, y lo que a veces me da problemas, en otras, como ésta, es un beneficio. La droga que hemos ingerido se ha diluido más rápidamente en mi flujo sanguíneo que en el vuestro.
- ¿Y cuando sabremos que ha hecho el efecto deseado?
- Miraros vuestras muñecas, la del brazo izquierdo... ¿Veis algo...?
- ¡Sí, una doble cruz tridimensional!
- ¡Esa cruz significa la muerte en la materia! En otras palabras, que para el mundo físico, ya hemos dejado de existir, al menos durante unas horas, y que dentro de nada, esta pirámide desaparecerá y nos veremos de nuevo sobre la arena del desierto.
Y dicho esto, no habrían pasado ni dos minutos, que la niebla apareció de nuevo, les rodeó y cuando se disipó, se vieron sentados sobre la arena, ya fría, del desierto. Pero sus cuerpos no sentían frío. David consultó su reloj. Eran las cinco menos cuarto de la mañana. Tenían el tiempo justo para acercarse a la puerta de la pirámide. Comenzaron a andar todo lo rápido que podían, y por fin llegaron. Se acercaron hasta la puerta principal, y el vigilante que la guardaba, con un gesto les indicó que ya les había visto, pero hasta que la primera luz del astro rey no acarició aquélla masa de piedras, no movió ni un ápice la puerta. Y tan poco la abrió, que tuvieron que hacer verdaderos ejercicios contorsionistas para introducirse en su interior. David perdió su precioso reloj antiguo en el intento.
Una vez dentro, fue fácil localizar los túneles y las puertas secretas. Los tres lo sabían perfectamente, como también eran conscientes que, antes de entrar al Templo, había que atravesar una antesala. Era el recinto de las alucinaciones. Todo aquél que llegaba hasta allí, y superaba aquéllos espejismos, tenía que enfrentarse con las serpientes. El suelo de aquél recinto estaba atestado de las más venenosas.
- ¡Pero mira que fuisteis sádicos a la hora de asegurar el secreto del Templo, hermanos...! Exclamó David dirigiéndose a Micael y Raquel.
- Te aseguro David, que esto no es cosa nuestra, no es el estilo de CASA. Cuando yo vine entonces, estos animales no estaban. Le contestó Micael.
- ¡Y te creo, hermano... pero tenemos un nuevo problema!
- No os preocupéis, porque ni tan siquiera veremos esas alucinaciones, y las serpientes tampoco son problema. Podremos andar sobre ellas, sentiremos sus picaduras, pero su veneno será como el agua para nuestro cuerpo.
- ¡Pues adelante, Micael... tu estás el primero!
Y comenzaron a avanzar entre aquéllos reptiles. Sus picaduras eran dolorosas, y como éstas se enroscaban por todo el cuerpo, tenían acceso al rostro, cuello y demás zonas sensibles. Pero no podían permanecer en contacto con ellos ni tan siquiera unos segundos. Sus cuerpos irradiaban una energía que las obligaba a soltarse.
- ¡Joder, con las putas serpientes... pero qué cabronas son! Exclamó David intentando quitárselas de encima y fuertemente dolorido por sus picaduras.
- ¡Adelante, hermano, que ya nos falta poco! ¡Acelera el paso!
Y tras alcanzar la otra puerta de la estancia y que daba acceso al Templo, la abrieron, la cruzaron rápidamente y la volvieron a cerrar de nuevo tras de sí. Y los tres se dejaron caer en el suelo. Estaban extenuados y sus cuerpos cubiertos por una especie de horribles accesos. Eran las picaduras de aquéllos reptiles. El dolor era desquiciante, pero poco a poco fueron despareciendo y recobraron de nuevo el aliento.
- Creo recordar que ya no nos espera ninguna sorpresita más. Exclamó animado Micael.
- Este es el Templo, muchachos, de eso estoy totalmente seguro, pero... ¡Vosotros diréis dónde está esa información! Preguntó David mirando a sus hermanos.
- ¡En todas sus paredes, David, incluido el suelo! Ahora hay que buscar un relieve en el que Isis contempla a Osiris una vez reconstruido su cuerpo. Ella lleva en la mano la llave de la vida, y acaricia con ella el rostro de su esposo. Pues en esa llave, en su centro, hay dos orificios pequeños. Creo que está en la pared central, a la altura del suelo.
Y con las indicaciones de Micael, los tres se pusieron a buscar. Fue David quien dio con él. Raquel se acercó, observó aquéllos orificios en la llave y se decidió. Introdujo en su interior los dedos índice y corazón de su mano derecha, y aquélla pared central se abrió, y dejó al descubierto un sarcófago vacío y abierto.
- ¿Y ahora qué...? Preguntó David.
- Ahora Raquel y yo tenemos que introducirnos en el interior de esa caja, y la pared volverá a cerrarse. Con nuestra energía, todo el Templo se activará, y sus paredes y suelo serán para ti pantallas de un ordenador repletas de información. Cuando eso ocurra, retrocedes unos pasos hacia atrás y te colocas sobre este círculo de piedra negra, y toda la información, como si de rayos se tratara, te atravesará y quedará en tu cuerpo. Permanecerás un tiempo inconsciente, pero por favor, hermano, reacciona pronto, porque en ese sarcófago hay oxígeno para unos minutos solamente.
- ¿Pero y cómo os saco luego de ahí?
- Te bastará con poner la palma de tu mano derecha sobre la pared, y se abrirá de nuevo. ¿Preparado hermano?
-¡Adelante!
Raquel y Micael se acercaron a la pared, se introdujeron en aquélla cavidad y se abrazaron. Y la pared volvió a cerrarse, y el corazón de David, al saber que sus hermanos estaban atrapados en su interior, se angustió. Aquél Templo se iluminó, y éste se vio rodeado de relieves y escrituras antiguas grabados en la piedra por la luz. Se dirigió rápidamente hacia el círculo que le había indicado su hermano, y cuando su peso lo presionó hacia abajo, toda la información lumínica de aquél recinto sagrado se concentró en un haz de luz que con furia y fuerza se lanzó hacia David, lanzándolo contra el suelo. Permaneció unos minutos inconsciente, pero reaccionó sobresaltado y fue corriendo hacia la pared. Plasmó su mano derecha sobre ella, y al momento se volvió a abrir, dejando libres a Micael y a Raquel, que al verle de nuevo, le abrazaron felices.
- Qué mal rato he pasado, queridos... ¡Nunca sentí tanta angustia junta! Exclamó medio lloroso por los nervios el pobre David.
- ¡Y tú, hermano, estás bien...!
- Un poco atontado, pero pasará. Y los tres volvieron a abrazarse, y dejaron salir la tensión a través del llanto.
- Micael, mi amor, hay que salir cuanto antes de aquí. ¿No te acuerdas de lo que va a ocurrir de un momento a otro?
- ¡Claro, princesa, pero para que suceda tenemos que provocarlo!
- ¿De qué habláis?
- Cuando salgamos de este Templo tenemos que ordenar que la Esfinge y todo este complejo, se venga abajo.
- ¿Pero para qué hacerlo?
- David, esta Gran Pirámide y el Templo de la Esfinge, fueron alzados para albergar información, y ésta acaba de ser sacada de sus cimientos. Por sí solos se derrumbarían tarde o temprano por esta substracción, y podría suceder en un momento en el que hubiese gente visitándolas o en sus alrededores. Por eso es mejor provocar su derrumbe ahora, que no hay nadie.
- Pero antes hay que salir de aquí...
- ¡Venid, seguidme...!
Micael comenzó a cruzar una serie de túneles. Formaban una encrucijada, pero él miraba al suelo y se guiaba por ciertos signos incrustados en las paredes. Después de deambular un largo rato, Micael les pidió ayuda para empujar cuatro losas de un muro. Estas cedieron, dejando una abertura por donde consiguieron salir al exterior. Se encontraban debajo mismo de la Esfinge. Se miraron las muñecas, y la cruz negra seguía, pero algo difuminada ya. Les advertía que no les quedaba mucho tiempo para permanecer invisibles. Se alejaron corriendo y se pusieron ante la puerta principal, a bastante distancia. Cuando los vigilantes abandonaron sus puestos en el cambio de guardia, los tres comenzaron a hacer vibrar sus pechos, y con los dedos índice y corazón unidos, provocaron un ligero seísmo, que a cámara lenta y silenciosamente, desmoronó los cimientos de la Esfinge y quedó reducida a un montón de arena y de piedras polvorientas. Lo mismo sucedió con la Gran Pirámide. Los vigilantes echaron a correr despavoridos hacia sus respectivos coches y camellos.
Cuando Micael, David y Raquel emprendieron la marcha hacia el hotel, un Tuareg, con un bastón en su mano derecha y en el que se apoyaba al andar, seguido por un camello, se dirigía hacia ellos.
- ¿Un Tuareg por aquí...? ¡Es extraño, no...!
- ¡David, atento... sobre su camello lleva nuestras mochilas!
Micael se adelantó unos pasos, y el Tuareg se paró. Les saludó con una reverencia y sin mediar palabra, y con su rostro cubierto, les indicó que les siguieran. Anduvieron con él y en silencio unos kilómetros, y cuando llegaron a un pequeño oasis, se paró.
- ¿Micael... un oasis en esta parte del desierto? Preguntó sorprendida Raquel.
- Mi amor, este no es un Tuareg cualquiera. ¡Espera y observa!
Aquél misterioso beduino pareció leer el pensamiento de Raquel, y volviéndose la traspasó con sus ojos negros y profundos. Ella, al verse escudriñada de aquélla forma, exclamó:
- ¡Me gusta saber siempre con quien ando! ¿Tenéis algún problema en descubriros el rostro? Y aquel hombre, con voz seria y profunda, le habló en un perfecto castellano.
- ¿Osarías pedirle al Todo Poderoso que se descubriera ante ti?
- ¡No tuve que pedírselo, porque él mismo nos regaló su Mirada y su Corazón, y tú no eres más que EL, y tampoco te lo pido a ti, seas quien seas... solo te digo que me gustaría saber con quien estoy hablando!
- ¡Hijo mío... ya veo que sigues teniendo el mismo corazón impulsivo de entonces...! Y dicho esto, se descubrió el rostro.
- ¡Padre Moisés, eres tú...!
- ¡Sí, soy yo, Josué...! Pero Moisés pertenece al pasado. Ahora soy un hermano vuestro que ha venido a ayudaros. ¡Tomad vuestras mochilas y la documentación, seréis trasladados desde aquí hasta vuestra casa! En esta zona corréis ahora mucho peligro. No tardaremos en ponernos en contacto. En cuanto hayamos preparado vuestro viaje al Sinaí, os lo haremos saber. Y ahora hermanos... cubriros con este manto azul que os transportará a un lugar seguro.
Los tres se juntaron y entrelazaron, y el Hermano les echó por encima su capa de beduino, y tocándola con su bastón, la hizo desaparecer con ellos dentro.
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