martes, 17 de noviembre de 2015
Libro Volver al Amor de un Curso de Milagros (Marianne Williamson)
Libro Volver al Amor de un Curso de Milagros (Marianne Williamson)
Capitulo VII
14. LA PRÁCTICA DEL PERDÓN.
«El perdón es la única respuesta cuerda.»
Para el ego, el amor es un crimen. El ego intenta convencernos de que perdonar es algo peligroso que lleva
consigo un sacrificio injusto por nuestra parte. Insiste en que el perdón nos convertirá en el chivo expiatorio de
otras personas. "Para el ego, el amor es debilidad. Para el Espíritu Santo, el amor es fuerza."
Hace años, cuando se celebraron los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, yo salía con un hombre. La
ceremonia inaugural iba a ser una maravillosa representación teatral, y era muy difícil conseguir entradas.
Como trabajaba para una cadena de televisión, a Mike le dieron en el último momento un pase para entrar.
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Yo estaba entusiasmada por él. En la ciudad, todo el mundo sabía que iba a ser un gran acontecimiento.
Decidimos que yo vería la ceremonia por televisión y que después nos encontraríamos. Al término de la
emisión empecé a vestirme, imaginándome que podía pasar una hora o más hasta que tuviera noticias de él,
ya que el tráfico en los alrededores del estadio no podía menos que ser un caos.
Pasó una hora y después otra. «Bueno, trabaja para la televisión -me dije-, así que probablemente haya
algún inconveniente.» Pasó otra hora, y otra más. Llegó y pasó la medianoche. Me desvestí y me quité el
maquillaje. Se hicieron las dos, y después las tres. A veces me quedaba dormida, otras seguía acostada en la
oscuridad mirando fijamente al techo; a veces me ponía morada de furia y otras me asustaba por la posibilidad
de que se estuviera muriendo en alguna zanja. Llamé a su casa. No hubo respuesta. Volví a llamar. Tampoco
hubo respuesta. Finalmente, tras casi no haber dormido, llamé alrededor de las seis de la mañana y él cogió el
teléfono.
-Diga.
-¿Mike? -pregunté-. Soy Marianne.
-Ah, hola.
-¿Estás bien?
-Sí, ¿por qué?
-Ayer teníamos que vernos. ¿Te olvidaste?
-Ah, claro -dijo-. Es que no me di cuenta y el tiempo fue pasando.
No sé qué dije para colgar, pero sé cómo me sentía, y no era ninguna maravilla. Me habían dejado plantada,
y yo sentía ese tipo de golpe a mi autoestima que se siente en las tripas y le llena a uno las venas de una
especie de tinta negra emocional. Aturdida, no sé cómo terminé por dormirme. Cuando me desperté, veía la
situación de manera muy distinta. Estaba segura de que él se despertaría lamentando la forma en que había
actuado. En cualquier momento aparecería en mi puerta con una docena de rosas y me diría: «Hola, nena,
¿puedo llevarte a comer algo?». Y mi guión mental incluía un generoso: «Por supuesto, cariño»
melodiosamente articulado. El problema es que no vino, y no sólo eso, sino que tampoco llamó.
Yo estaba en una zona de penumbra. ¿Qué diría de una cosa así Un curso de milagros? Sabía que
necesitaba un milagro, pero lo único que se me ocurría eran dos maneras posibles de tratar el asunto; las dos
las había intentado antes en situaciones similares, y ninguna de ellas me había gustado ni había hecho que
consiguiera lo que quería.
Mi primera opción era enojarme mucho y asegurarme de que se enterara: «¿Quién te crees que eres para
tratarme de esa manera, hijo de puta?». El problema con esa opción era que invalidaría completamente mi
posición. «Marianne es muy buena chica, pero tiene un genio insoportable. Se pone histérica cuando las cosas
no son como ella quiere.»
La otra opción que podía imaginarme era perdonarlo y dejar las cosas como estaban, pero tampoco me
satisfacía. «No tiene importancia que me hayas plantado, Mike. Está bien. No me preocupa.» Yo podía
entender el amor incondicional, pero no los compromisos románticos incondicionales. No sabía qué hacer, y
pedí un milagro. Consideré la posibilidad de otra posibilidad. Dejé la situación a cargo de Dios y recordé que yo
no necesitaba hacer nada.
Desde el punto de vista del Curso, de lo primero que me tenía que ocupar era de mi propio juicio. Mientras yo
no estuviera en paz, mi comportamiento reflejaría la energía de mi conflicto. Un comportamiento conflictivo no
puede dar paz; sólo produce más conflicto. Primero tenía que ocuparme de mis propias percepciones. Lo
demás ya vendría luego.
Entonces me inventé un ejercicio; repetiría constantemente, en voz alta cuando pudiera y en silencio cuando
hubiera alguien presente: «Te perdono, Mike, y te dejo en manos del Espíritu Santo. Te perdono, Mike, y te
dejo en manos del Espíritu Santo. Te perdono, Mike, y te dejo en manos del Espíritu Santo».
Como Mike no llamó al día siguiente de nuestra conversación telefónica matutina, ni tampoco al otro, ni al
que lo siguió, tuve que esforzarme por disipar muchísimos sentimientos negativos. Mi salmodia de perdón -una
especie de mantra o afirmación repetida de sabiduría espiritual- funcionó como un bálsamo sanador de mi
torbellino emocional. Me salvó de la tentación de concentrarme en el comportamiento de Mike y me mantuvo,
en cambio, centrada en mis propios sentimientos. Mi objetivo era la paz interior, y yo sabía que no podría
tenerla mientras siguiera percibiendo a Mike como culpable.
Tardó dos semanas en llamar. La repetición constante de la afirmación «Te perdono, Mike, y te dejo en
manos del Espíritu Santo», esa disposición a perdonar a alguien, había actuado en mi cerebro como una
placentera droga. No me importaba si volvía a tener noticias de él o no.
Y un día, en mi casa, suena el teléfono y oigo la voz familiar de Mike:
-¿Marianne?
Antes de poder siquiera pensarlo conscientemente, el pecho se me llenó de un cálido sentimiento de amor.
-¿Mike? ¡Hola! ¡Qué bueno tener noticias tuyas! -y realmente lo sentía así, me parecía estupendo oír su voz.
-¿Cómo te va? Te he echado de menos.
Era increíble que dijera eso. No sé si le contesté que yo también lo había echado de menos. Resultaba tan
absurdo que probablemente no le dije nada. Pero esto sí lo recuerdo: me preguntó cuándo podíamos vernos.
-A ti, ¿cuándo te gustaría? -le pregunté.
-¿Qué te parece esta noche?
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En aquel momento me salieron de la boca palabras que me sorprendieron tanto como debieron de
sorprenderle a él. Con mucho amor y bondad, le dije:
-Mike, te aprecio de verdad y eso no va a cambiar. Sigo siendo tu amiga pase lo que pase. Pero cuando se
trata de estar en pareja, no parece que bailemos la misma danza. Si alguna vez quieres que almorcemos
juntos, llámame. Pero en cuanto a lo demás, se acabó.
Los dos murmuramos un par de cortesías más y cortamos la comunicación. Me quedé preocupada porque
había rechazado a un hermano, pero inmediatamente después vi proyectada en medio del cielo una imagen
interna de montones de botellas de champán cuyos corchos saltaban alegremente. No había rechazado a un
hermano. Simplemente, me había aceptado a mí misma de otra manera, completamente nueva. Él había tenido
su premio -una lección aprendida y una amistad, si la quería- y yo el mío. El perdón no me había convertido en
un chivo expiatorio. Me había enseñado a ser dueña de mi «sí» y de mi «no», sin enojo, con dignidad y amor.
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