Capitulo IX
EN LAS CUMBRES DE MOAB
Dos caminos se presentan a la vista del lector de “Arpas Eternas”, que
partiendo ambos de Betlehem, la ciudad del Rey Pastor, se dirigen: el
uno hacia el norte de Palestina o sea el edén encantado de Galilea con sus
colinas tapizadas de huertos, donde las vides, las higueras y los naranjos
llenan el aire con aromáticas emanaciones; El otro hacia el sur, el árido
desierto de Judea, con el tétrico panorama del Mar Muerto y de las rocas
hirsutas y peladas, de los montes Quarantana y sus derivaciones.
Por este último seguiremos, lector amigo, a los viajeros del lejano
Oriente que conducidos por Eleazar, Josías y Alfeo, se dirigen al Santuario
del Monte Quarantana que ya conocemos.
Nuestros amigos sólo los acompañarían hasta allí, pues los solitarios se encargarían de conducirles hasta los altos Montes de Moab, donde les esperaban los Setenta.
Los extranjeros comprendieron que en aquellos sencillos pastores y tejedores había espíritus de una larga carrera evolutiva a través de los siglos. Y con la clarividencia desarrollada por años de ejercicios metó- dicos y perseverantes, vieron a sus tres conductores formando parte de las porciones de humanidad que habían escuchado al Verbo Divino en sus distintas etapas terrestres, desde Juno hasta Moisés.
Esto les permitió franquearse con ellos en cuanto a las elevadas y profundas enseñanzas esotéricas de sus respectivas escuelas.
Y en los tres días de viaje por entre riscos, cavernas y abruptos cerros, los búhos y lechuzas agoreras, oyeron la palabra serena y mesurada de aquellos hombres venidos de lejanas tierras, que departían con los pastores y tejedores betlehemitas, sobre las arduas cuestiones metafísicas en relación con el gran acontecimiento que los reunía: la novena y última encarnación del Verbo Divino sobre la Tierra. Las noches aquellas pasadas en las cavernas a la luz de una hoguera, y recostados sobre lechos de heno y pieles, fueron noches de escuela, de aprendizaje y de desarrollo mental. Fueron asimismo noches de evocación, de recuerdos lejanos, pues los extranjeros quisieron compensar con descubrimientos psíquicos, el sacrificio de sus conductores.
Y fue así, que los tres maestros de Ciencias ocultas, recibieron idénticas manifestaciones referentes a los tres amigos esenios.
Y los viajeros llegaron por fin a la Granja de Andrés, desde donde fueron conducidos por el oculto camino que conocemos, al pequeño santuario del Monte Quarantana.
Nuestros amigos sólo los acompañarían hasta allí, pues los solitarios se encargarían de conducirles hasta los altos Montes de Moab, donde les esperaban los Setenta.
Los extranjeros comprendieron que en aquellos sencillos pastores y tejedores había espíritus de una larga carrera evolutiva a través de los siglos. Y con la clarividencia desarrollada por años de ejercicios metó- dicos y perseverantes, vieron a sus tres conductores formando parte de las porciones de humanidad que habían escuchado al Verbo Divino en sus distintas etapas terrestres, desde Juno hasta Moisés.
Esto les permitió franquearse con ellos en cuanto a las elevadas y profundas enseñanzas esotéricas de sus respectivas escuelas.
Y en los tres días de viaje por entre riscos, cavernas y abruptos cerros, los búhos y lechuzas agoreras, oyeron la palabra serena y mesurada de aquellos hombres venidos de lejanas tierras, que departían con los pastores y tejedores betlehemitas, sobre las arduas cuestiones metafísicas en relación con el gran acontecimiento que los reunía: la novena y última encarnación del Verbo Divino sobre la Tierra. Las noches aquellas pasadas en las cavernas a la luz de una hoguera, y recostados sobre lechos de heno y pieles, fueron noches de escuela, de aprendizaje y de desarrollo mental. Fueron asimismo noches de evocación, de recuerdos lejanos, pues los extranjeros quisieron compensar con descubrimientos psíquicos, el sacrificio de sus conductores.
Y fue así, que los tres maestros de Ciencias ocultas, recibieron idénticas manifestaciones referentes a los tres amigos esenios.
Y los viajeros llegaron por fin a la Granja de Andrés, desde donde fueron conducidos por el oculto camino que conocemos, al pequeño santuario del Monte Quarantana.
Mirad –contestó el esenio señalando las maderas lustrosas y
desgastadas en los bordes, a fuerza de un prolongado uso ¡Cuántas
cabezas se habrán apoyado en este respaldo!
¡Cuántos pies habrán pisado estas tarimas!
¡Cuántos brazos habrán descansado sobre estas mesas!... ¿Cuánto tiempo hace que empezasteis este santuario?
preguntó Baltasar. Siete años después de la muerte de nuestro padre Moisés fue la contestación. ¡Larga cadena de mil quinientos eslabones!, exclamó Melchor, como abrumado por aquella enormidad de tiempo y de perseverancia de los discípulos de Moisés. ¡Quince centurias!repitió Filón de Alejandría,
el más joven de los extranjeros y que por considerarse a sí mismo como un aprendiz aspirante a los estudios de oculta sabiduría, callaba siempre para escuchar más.
Quince centurias excavando en las montañas para perfeccionar la obra de la naturaleza, o de inconscientes mineros del más remoto pasado, que no sospecharon seguro, que las cavernas abiertas por ellos en la entraña de la roca, servirían luego para templo de la Divina Sabiduría, y para albergue de las humildes abejitas que la cultivan –añadió Gaspar, mientras bebía a sorbos el vino caliente con castañas asadas. Y aquellos hombres, que ni aún en los momentos que dedicaban al alimento corporal, podían anular las actividades del espíritu, continuaron tejiendo la filigrana dorada de pretéritos recuerdos, conversación a la cual fueron aportando elementos valiosísimos, los Ancianos del Monte Abarín que tornaban a la sala de reposo, después de haberse despojado de las vestiduras de ceremonia.
Entre ellos había siete Escribas o Notarios y éstos traían sus grandes cartapacios de telas, de papiros, de plaquetas de arcilla o de madera.Esto acabará por ponernos de acuerdo –reconoció el Gran Servidor, apoyando su diestra sobre aquellos viejísimos documentos. ¿Y acaso no lo estamos ya? –preguntó Baltasar. —Aún no, con los fundamentos deseables y deseados. Acaso ni vosotros ni nosotros sabemos todo cuanto hay que saber para no discrepar en lo más mínimo. Y los esenios Escribas desprendieron de los muros todas las mesas que fueron armadas ante los estrados y allí colocada toda aquella porción de escrituras que hacía pensar a los extranjeros:
“Precisaremos muchas lunas para conocer todo esto”.
Los Setenta querían dejar establecido, que las Escuelas de Divina Sabiduría del Oriente, formaban parte del grandioso libro de Conocimientos Superiores que en el correr de los siglos, había traído al plano físico terrestre el Verbo Divino en todas las etapas que había realizado.
¡Cuántos pies habrán pisado estas tarimas!
¡Cuántos brazos habrán descansado sobre estas mesas!... ¿Cuánto tiempo hace que empezasteis este santuario?
preguntó Baltasar. Siete años después de la muerte de nuestro padre Moisés fue la contestación. ¡Larga cadena de mil quinientos eslabones!, exclamó Melchor, como abrumado por aquella enormidad de tiempo y de perseverancia de los discípulos de Moisés. ¡Quince centurias!repitió Filón de Alejandría,
el más joven de los extranjeros y que por considerarse a sí mismo como un aprendiz aspirante a los estudios de oculta sabiduría, callaba siempre para escuchar más.
Quince centurias excavando en las montañas para perfeccionar la obra de la naturaleza, o de inconscientes mineros del más remoto pasado, que no sospecharon seguro, que las cavernas abiertas por ellos en la entraña de la roca, servirían luego para templo de la Divina Sabiduría, y para albergue de las humildes abejitas que la cultivan –añadió Gaspar, mientras bebía a sorbos el vino caliente con castañas asadas. Y aquellos hombres, que ni aún en los momentos que dedicaban al alimento corporal, podían anular las actividades del espíritu, continuaron tejiendo la filigrana dorada de pretéritos recuerdos, conversación a la cual fueron aportando elementos valiosísimos, los Ancianos del Monte Abarín que tornaban a la sala de reposo, después de haberse despojado de las vestiduras de ceremonia.
Entre ellos había siete Escribas o Notarios y éstos traían sus grandes cartapacios de telas, de papiros, de plaquetas de arcilla o de madera.Esto acabará por ponernos de acuerdo –reconoció el Gran Servidor, apoyando su diestra sobre aquellos viejísimos documentos. ¿Y acaso no lo estamos ya? –preguntó Baltasar. —Aún no, con los fundamentos deseables y deseados. Acaso ni vosotros ni nosotros sabemos todo cuanto hay que saber para no discrepar en lo más mínimo. Y los esenios Escribas desprendieron de los muros todas las mesas que fueron armadas ante los estrados y allí colocada toda aquella porción de escrituras que hacía pensar a los extranjeros:
“Precisaremos muchas lunas para conocer todo esto”.
Los Setenta querían dejar establecido, que las Escuelas de Divina Sabiduría del Oriente, formaban parte del grandioso libro de Conocimientos Superiores que en el correr de los siglos, había traído al plano físico terrestre el Verbo Divino en todas las etapas que había realizado.