jueves, 1 de junio de 2017

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)Capitulo IX


Capitulo IX
EN LAS CUMBRES DE MOAB

Dos caminos se presentan a la vista del lector de “Arpas Eternas”, que partiendo ambos de Betlehem, la ciudad del Rey Pastor, se dirigen: el uno hacia el norte de Palestina o sea el edén encantado de Galilea con sus colinas tapizadas de huertos, donde las vides, las higueras y los naranjos llenan el aire con aromáticas emanaciones; El otro hacia el sur, el árido desierto de Judea, con el tétrico panorama del Mar Muerto y de las rocas hirsutas y peladas, de los montes Quarantana y sus derivaciones. Por este último seguiremos, lector amigo, a los viajeros del lejano Oriente que conducidos por Eleazar, Josías y Alfeo, se dirigen al Santuario del Monte Quarantana que ya conocemos. 
Nuestros amigos sólo los acompañarían hasta allí, pues los solitarios se encargarían de conducirles hasta los altos Montes de Moab, donde les esperaban los Setenta. 
Los extranjeros comprendieron que en aquellos sencillos pastores y tejedores había espíritus de una larga carrera evolutiva a través de los siglos. Y con la clarividencia desarrollada por años de ejercicios metó- dicos y perseverantes, vieron a sus tres conductores formando parte de las porciones de humanidad que habían escuchado al Verbo Divino en sus distintas etapas terrestres, desde Juno hasta Moisés. 
Esto les permitió franquearse con ellos en cuanto a las elevadas y profundas enseñanzas esotéricas de sus respectivas escuelas. 
Y en los tres días de viaje por entre riscos, cavernas y abruptos cerros, los búhos y lechuzas agoreras, oyeron la palabra serena y mesurada de aquellos hombres venidos de lejanas tierras, que departían con los pastores y tejedores betlehemitas, sobre las arduas cuestiones metafísicas en relación con el gran acontecimiento que los reunía: la novena y última encarnación del Verbo Divino sobre la Tierra. Las noches aquellas pasadas en las cavernas a la luz de una hoguera, y recostados sobre lechos de heno y pieles, fueron noches de escuela, de aprendizaje y de desarrollo mental. Fueron asimismo noches de evocación, de recuerdos lejanos, pues los extranjeros quisieron compensar con descubrimientos psíquicos, el sacrificio de sus conductores. 
Y fue así, que los tres maestros de Ciencias ocultas, recibieron idénticas manifestaciones referentes a los tres amigos esenios. 
Y los viajeros llegaron por fin a la Granja de Andrés, desde donde fueron conducidos por el oculto camino que conocemos, al pequeño santuario del Monte Quarantana.
Mirad –contestó el esenio señalando las maderas lustrosas y desgastadas en los bordes, a fuerza de un prolongado uso ¡Cuántas cabezas se habrán apoyado en este respaldo! 
¡Cuántos pies habrán pisado estas tarimas! 
¡Cuántos brazos habrán descansado sobre estas mesas!... ¿Cuánto tiempo hace que empezasteis este santuario?
preguntó Baltasar. Siete años después de la muerte de nuestro padre Moisés fue la contestación.  ¡Larga cadena de mil quinientos eslabones!, exclamó Melchor, como abrumado por aquella enormidad de tiempo y de perseverancia de los discípulos de Moisés. ¡Quince centurias!repitió Filón de Alejandría, 
el más joven de los extranjeros y que por considerarse a sí mismo como un aprendiz aspirante a los estudios de oculta sabiduría, callaba siempre para escuchar más. 
Quince centurias excavando en las montañas para perfeccionar la obra de la naturaleza, o de inconscientes mineros del más remoto pasado, que no sospecharon seguro, que las cavernas abiertas por ellos en la entraña de la roca, servirían luego para templo de la Divina Sabiduría, y para albergue de las humildes abejitas que la cultivan –añadió Gaspar, mientras bebía a sorbos el vino caliente con castañas asadas. Y aquellos hombres, que ni aún en los momentos que dedicaban al alimento corporal, podían anular las actividades del espíritu, continuaron tejiendo la filigrana dorada de pretéritos recuerdos, conversación a la cual fueron aportando elementos valiosísimos, los Ancianos del Monte Abarín que tornaban a la sala de reposo, después de haberse despojado de las vestiduras de ceremonia. 
Entre ellos había siete Escribas o Notarios y éstos traían sus grandes cartapacios de telas, de papiros, de plaquetas de arcilla o de madera.Esto acabará por ponernos de acuerdo –reconoció el Gran Servidor, apoyando su diestra sobre aquellos viejísimos documentos.  ¿Y acaso no lo estamos ya? –preguntó Baltasar. —Aún no, con los fundamentos deseables y deseados. Acaso ni vosotros ni nosotros sabemos todo cuanto hay que saber para no discrepar en lo más mínimo. Y los esenios Escribas desprendieron de los muros todas las mesas que fueron armadas ante los estrados y allí colocada toda aquella porción de escrituras que hacía pensar a los extranjeros: 
“Precisaremos muchas lunas para conocer todo esto”. 
Los Setenta querían dejar establecido, que las Escuelas de Divina Sabiduría del Oriente, formaban parte del grandioso libro de Conocimientos Superiores que en el correr de los siglos, había traído al plano físico terrestre el Verbo Divino en todas las etapas que había realizado.



La Escuela de Melchor el príncipe moreno, era Kobda-Mosaica, nacida como un cactus de oro entre las montañas de Horeb y Sinaí, donde el gran Moisés despertó a la comprensión de su Mesianismo, entre los últimos Kobdas del Peñón de Sindi. 
La Escuela de Baltasar, el persa, era una derivación del Krishnaísmo Indostánico, toda vez que Zenda, primo de Arjuna, huyó a la muerte del Príncipe de la Paz, a los montes Suleimán para escapar a la persecución de que se hizo objeto a los que luchaban por mantener la abolición de las castas y de la esclavitud, necesarias a los sacerdotes del dios Brahma para su vida de holgura, de fastuosidad y de dominio. 
Y el Zen-Avesta de los persas, era el Krishnaísmo puro; variado y adulterado con los siglos y la incomprensión de los hombres. 
La Escuela de Gaspar, señor de Bombay, era Budista, por lo cual él, al igual que el príncipe Siddhartha, había abdicado en un sobrino todos sus títulos para dedicarse solamente a la Divina Sabiduría. Y Filón, el estudiante de Alejandría, era ptolomeísta en sus principios fundamentales, lo que es igual que aristotélico, pues Ptolomeo fue discípulo de Aristóteles, y éste de Platón, que a su vez lo fue de Sócrates, hermoso ovillo blanco, cuya extremidad originaria la encontramos prendida en el Monte de las Abejas de la Grecia prehistórica, donde los Dakthylos conservaron y difundieron durante siglos la Sabiduría de Antulio, el gran filósofo Atlante. Compararon los viejos textos de cada Escuela, depurándolos de las adulteraciones maliciosas o inconscientes, que discípulos sin capacidad y sin lucidez espiritual habían introducido en ellos, de lo cual resultó tan maravilloso cuerpo de doctrina perfectamente unificado, que más tarde le permitió a Yhasua decir ante las multitudes que le escuchaban: 
“Amad a Dios y a vuestro prójimo como a vosotros mismos, que en ello está encerrada toda la Ley”. Y el célebre Sermón de la Montaña, no fue más que esta gran Ley de amor fraterno irradiando como un resplandor de oro del alma de Yhasua, 
Ley Viva enviada por la Divinidad a la Tierra, para evitar que la humanidad delincuente se hundiera en el caos, a que lógicamente llega toda inteligencia que se obstina en el mal. Veamos, lector amigo, qué grandioso castillo de Divina Ciencia surgió de las conclusiones de las cinco ramas espiritualistas de aquella hora: Los esenios: mosaístas; Melchor: kopto; Gaspar: budista; Baltasar: krishnaísta; Filón: antuliano. El Gran Servidor de los esenios, fue el elegido de todos para dirigir las deliberaciones de aquella asamblea de Divina Sabiduría, compuesta de Setenta y siete hombres consagrados al estudio y a los trabajos mentales desde hacía largos años.
Después de una solemne evocación al Alma Universal, fuente de Vida, de Luz y de Amor, el Gran Servidor propuso que comenzaran por la definición, base y fundamento de toda ciencia espiritual: “Conocimiento de Dios”. Y Baltasar, lo definió de acuerdo con sus principios védicos, heredados de Zenda, segundo discípulo de Krishna: “Dios es el soplo vital que como un fuego suavísimo e inextinguible anima todo cuanto vive sobre el planeta”. Y los diez Escribas anotaron la definición de Baltasar el Krishnaísta. Habló Gaspar, y definió a Dios conforme a sus principios Budistas: “Dios, es el conjunto unificado de todas las Inteligencias llegadas a la Suprema perfección del Nirvana”. 
Y Melchor el príncipe sinaítico, habló conforme a su filosofía Kobda: “Dios, es la Luz Increada y Eterna, que pone en vibración todo cuanto existe”. Y el joven Filón de Alejandría, aristotélico antuliano dijo: “Dios, es el consorcio formidable y Eterno del Amor y de la Sabiduría, de donde mana todo poder, toda fuerza, toda claridad y toda vida”. Y el Anciano Servidor añadió al final la definición de Moisés: “Dios, es el Poder Creador Universal, 
y como el Universo es su dominio y su obra, es autor de las estupendas leyes que lo gobiernan y que los hombres no acertamos a comprender”. Estudiadas y analizadas a fondo las cinco definiciones, pudieron comprobar que no estaban en pugna, sino que entre ellas se complementaban admirablemente, como si una mano de mago hubiera escrito páginas aisladas, y que reunidas formaban un poema admirable, perfectamente unificado y completo.  ¿Por qué pues –decían ellos–, tantas divisiones ideológicas, tantas luchas religiosas, tantas torturas físicas y morales, tantos patíbulos, tantos mártires, si somos un solo Todo Universal, que como un inmenso enjambre de abejas vamos siguiendo rutas ignoradas por nosotros mismos, pero siempre dentro del radio ilimitado de ese Supremo Poder: Dios? El joven Filón de Alejandría estrechando las manos de Gaspar el budista, decía: Me habéis quitado un enorme peso de encima, pues hasta hoy había yo dudado a fondo de que Buda hubiera sido un resplandor de la Verdad Eterna porque lo juzgué ateo, sostenedor de que no hay nada sino una pura ilusión, en todas las manifestaciones de la vida universal.

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