martes, 8 de septiembre de 2015
Libro Volver al Amor de un Curso de Milagros (Marianne Williamson)
Capitulo VI EL TRABAJO EN NOSOTROS MISMOS
(Escrito VII)
«Lo único que puede faltar en cualquier situación es lo que tú no has dado.»
Las relaciones tienen sentido porque son oportunidades de expandir nuestro corazón y de llegar a amar más
profundamente.
El Espíritu Santo es el mediador de los milagros, una guía para vernos a nosotros mismos de una manera diferente en relación con otras personas.
Observo cómo mi bebé expande su amor hacia todos los
seres que encuentra. Todavía no ha aprendido que hay gente peligrosa. Nada se interpone entre su natural impulso amoroso y su expresión del amor.
Sonríe con la ternura de sus verdaderos sentimientos. Un día tendré que enseñarle que no toda expresión de amor es apropiada.
Pero cerrar la puerta no es lo mismo que cerrar el corazón.
El reto más grande de mi condición de madre' será ayudarle a mantener el corazón abierto mientras vive en un mundo que inspira tanto miedo.
En realidad, no podemos dar a nuestros hijos lo que nosotros mismos no tenemos.
En ese sentido, el mayor regalo que puedo hacer a mi hija es seguir trabajando en mí misma.
Los niños aprenden más por medio de la imitación que de ninguna otra forma. Nuestra mayor oportunidad de influir positivamente en la vida de otra persona es aceptar en la nuestra el amor de Dios.
Uno de los principios básicos de los milagros en las relaciones es que debemos mirarnos a nosotros mismos nuestras propias lecciones, nuestros pensamientos y nuestro comportamiento para encontrar la paz con otra persona.
«La única responsabilidad del obrador de milagros es aceptar la Expiación para sí mismo.»
El ego nos tentará siempre a pensar que el fracaso de una relación tiene que ver con lo que «el otro» hizo mal, con lo que
«el otro» no ve o con lo que «el otro» necesita aprender.
Pero el foco debe seguir estando en nosotros mismos La falta de amor de los demás nos afecta sólo en la medida en que los juzgamos en función de ella.
De otro modo somos invulnerables al ego, como tiene que serlo el Hijo de Dios.
A veces la gente me dice:
-Pero, Marianne, yo creo que el noventa por ciento del problema proviene de «su» comportamiento.
-Muy bien -les respondo-. Entonces tenemos un diez por ciento para investigar y aprender.
Ese diez por ciento que es «tu» parte es lo que necesitas mirar, y de donde puedes aprender. Es lo que te llevarás contigo cuando empieces a actuar en el próximo guión.
El ego lo sabe, y por eso procura poner el foco en la otra persona. El propósito del ego es llevarnos continuamente a la autodestrucción sin que sepamos lo que estamos haciendo.
Ya es bastante difícil depurar tu propio comportamiento; el empeño en depurar el del otro no es más que una treta del ego para disuadirte de que te dediques a estudiar tus propias lecciones.
Para aprender todo lo posible de las relaciones, tienes que concentrarte en tus propios problemas.
Actualmente es muy común oír que la gente se queja de que su problema es que siempre «se equivoca» al escoger a otra persona.
Aquí, el ego es muy insidioso. Trata de convencernos de que estamos asumiendo la responsabilidad del problema, cuando en realidad no lo hacemos más que en un grado mínimo.
Como nuestra descripción del problema sigue señalando algún culpable, no puede sino llevarnos a una oscuridad más densa,
no a la luz. «Sigo escogiendo a personas que no son capaces de asumir un compromiso»: esta no es la percepción de una mente orientada hacia el milagro. Un planteamiento más inteligente sería: «¿Hasta qué punto me comprometo yo, en realidad? ¿Hasta qué punto estoy preparado, en lo más profundo de mi ser, para dar y recibir amor de manera íntima y comprometida?».
O bien: «¿Cómo puedo perdonar a aquellos que en su
trato conmigo no pudieron ir más allá de cierta muralla de miedo? ¿Cómo puedo perdonarme el modo en que participé en su miedo o contribuí a generarlo?».
A veces parece como si estuviéramos enganchados: nos sentimos obsesionados o compulsivos en relación con otra persona. En este caso, es bastante seguro que, en algún nivel, no permitimos que esa persona se desenganche.
A pesar de la tentación de buscar fuera de nosotros tanto la fuente como la respuesta de un problema, adquiriremos una mentalidad orientada hacia el milagro si las buscamos dentro de nosotros.
El precio que pagamos por no asumir la responsabilidad de nuestro propio dolor es no llegar a darnos cuenta de que podemos cambiar nuestras condiciones si cambiamos nuestros pensamientos.
Independientemente de quién inició una interacción dolorosa, o qué parte del error es atribuible al pensamiento del otro, el Espíritu Santo siempre nos ofrece la posibilidad de escapar completamente del dolor si buscamos refugio en el perdón.
No es necesario que la otra persona participe conscientemente con nosotros en el cambio.
"El que esté más cuerdo de los dos en ese momento -dice Un curso de milagros- debe invitar al Espíritu Santo a la situación."
No importa que la otra persona no comparta nuestra disposición a dejar que intervenga Dios.
Todo lo que necesitamos en la vida existe ya dentro de nuestra cabeza.
Una vez me encapriché con un homosexual.
Quizá fuera irrazonable, pero no podía quitármelo de la cabeza.
Cuando pedí un milagro, me dije a mí misma: «Marianne, estás obsesionada, y no te liberas de ello porque no quieres liberarlo a él. Acéptalo como es. Déjalo libre de estar donde quiera, de hacer lo que desee hacer y con quien quiera hacerlo. Lo que falta aquí es lo que tú no das. Lo que te causa dolor es lo que tú le haces a él.
Emocionalmente, tu ego está tratando de controlarlo, y por eso te sientes controlada por tus emociones».
Lo entendí, y cuando mentalmente lo dejé libre, me sentí liberada.
11. LOS CORAZONES CERRADOS
«Nadie puede dudar de la pericia del ego para presentar casos falsos.»
Conocí una vez a un hombre que empezaba sus relaciones con mucha energía, pero al parecer no podía evitar que el corazón se le cerrara tan pronto como una mujer le había abierto el suyo. He oído comentar que este tipo de comportamiento en las relaciones es «una adicción a la fase de atracción».
Ese hombre no andaba por el mundo hiriendo a las mujeres por pura maldad. Él quería sinceramente tener una auténtica relación comprometida, pero le faltaba la capacidad espiritual que le permitiría asentarse en un lugar durante el tiempo suficiente para construir algo sólido con una pareja a quien sintiera como su igual. Tan pronto como veía fallos y debilidades humanas en una mujer, salía huyendo.
La personalidad narcisista va en busca de la perfección, con lo cual se asegura que el amor jamás tendrá ocasión de florecer.
La exaltación inicial es tan embriagadora, tan tentadora, que el verdadero trabajo de crecimiento que debe seguir
necesariamente a la atracción inicial puede parecer demasiado opaco y difícil para comprometerse con él.
Tan pronto como ve que el otro es un ser humano real, el ego siente una repulsa que lo lleva a querer encontrar a otra persona para «jugar» con ella.
Al final de una relación con alguien así, nos sentimos como si hubiéramos tomado cocaína.
Ha sido un viaje rápido y muy excitante, y en su momento pareció que sucedía algo importante. Después nos estrellamos y nos dimos cuenta de que no había pasado nada significativo, en absoluto. Todo era ficticio. Y lo único que nos queda es un dolor de cabeza, la sensación de que «eso» no es bueno ni saludable y la determinación de no volver a hacerlo.
Pero hay una razón para que este tipo de relaciones nos atraigan. Lo que nos arrastra es la ilusión de su significado.
A veces, alguien que no tiene nada que ofrecer en una relación auténtica puede presentarse como si te ofreciera el mundo.
Son personas tan disociadas de sus propios sentimientos como para haberse convertido en actores sumamente hábiles, que interpretan inconscientemente cualquier papel que les asigne
nuestra fantasía.
Pero la responsabilidad del dolor que sentimos sigue siendo nuestra. Si no hubiéramos andado en busca de un hechizo barato, no habríamos sido vulnerables a la mentira.
¿Cómo pudimos ser tan estúpidos? Esta es la pregunta que siempre nos hacemos cuando estas experiencias acaban.
Pero en seguida admitimos para nuestros adentros que en realidad no fuimos estúpidos, en absoluto. Se trataba de una droga, y el problema era que la deseábamos.
Vimos exactamente cómo era el juego con aquella persona desde el principio, pero sentimos hasta tal punto la atracción del «vuelo» que estábamos dispuestos a fingir -durante una noche, una semana o el tiempo que durase que no lo veíamos. El hecho de que un hombre te diga: «Eres maravillosa, una mujer estupenda. Este es un gran día para mí.
Cualquiera se sentiría afortunado de poder salir contigo», cuando apenas hace una hora que te conoce es una luz roja que parpadea en señal de peligro para cualquier mujer que tenga cerebro. El problema es que nuestras heridas pueden ser tan profundas, es decir que podemos estar tan ávidas de oír esas palabras, aunque en lo más hondo sepamos que no son verdad, que dejemos de lado toda consideración racional. Cuando la gente se muere de hambre, está desesperada.
Muchas mujeres me preguntan por qué siempre conocen a hombres que abusan de ellas, y lo que yo suelo contestarles es esto:
-El problema no es que los conozcas, sino que les des tu número de teléfono.
El problema, en otras palabras, no es que atraigamos a cierto tipo de persona, sino más bien que nos atrae cierto tipo de persona. Quizás alguien emocionalmente distante nos recuerde, por ejemplo, a nuestro padre o nuestra madre... o a ambos.
«Su energía es distante y tiene un sutil matiz de desaprobación -nos decimos-; me siento como en casa.»
El problema, entonces, no es sólo que nos ofrezcan dolor, sino que nos sentimos cómodos con ese dolor.
Es lo que siempre hemos conocido.
El reverso de la medalla de esas peligrosas atracciones que nos echan en brazos de personas que no tienen nada que ofrecernos es nuestra tendencia a encontrar aburridas a aquellas que sí lo tienen. Nada que sea ajeno a nuestro sistema puede metérsenos dentro y quedarse mucho tiempo allí. Y esto es válido tanto para algo ingerido por el cuerpo como para lo que nos entra en la mente. Si me trago un trozo de papel de aluminio, el cuerpo lo regurgitará hasta expulsarlo. Si me piden que me trague una idea que «no va» conmigo, mi sistema psicológico pasará por el mismo proceso de regurgitación para deshacerse del material que le repele.
Si estoy convencida de que no valgo lo suficiente, me resultará difícil aceptar en mi vida a alguien que cree que sí valgo.
Es el síndrome de Groucho Marx, que no quería tratar, con nadie que lo quisiera aceptar a él como socio de su club.
La única manera de admitir realmente que alguien me encuentre maravillosa es encontrarme yo misma maravillosa. Pero para el ego, la autoaceptación es la muerte.
Por eso nos atrae la gente que no nos quiere. Desde el principio sabemos que no están con nosotros.
Más tarde, cuando estas personas nos traicionan y se van, tras una estancia intensa pero bastante breve, fingimos que eso nos sorprende, pero lo sucedido encaja perfectamente en el plan de nuestro ego: «No quiero que me quieran».
¿Por qué las personas agradables y bien dispuestas nos parecen aburridas? Porque el ego confunde la excitación con el riesgo emocional, y encuentra que una persona amable y accesible no es suficientemente peligrosa. La ironía es que la verdad es lo opuesto: las personas accesibles son las peligrosas, porque nos
confrontan con la posibilidad de una intimidad auténtica. Son gente que realmente podría frecuentarnos durante tanto tiempo que llegaría a conocernos. Podrían socavar nuestras defensas, valiéndose no de la violencia, sino del amor. Y eso es lo que el ego no quiere que veamos. La gente accesible nos asusta porque amenaza la ciudadela del ego. La razón de que no nos atraigan es que nosotros somos inaccesibles.
Libro Volver al Amor de un Curso de Milagros (Marianne Williamson)
Capitulo VI-RENUNCIAR AL MIEDO (Escrito VI)
«El amor perfecto expulsa al miedo.»
Una buena relación no es siempre miel y rosas. Es un proceso de nacimiento, a menudo doloroso, con frecuencia confuso. Cuando nació mi hija, estaba cubierta de sangre y de todo lo imaginable. Hubo mucho que hacer antes de que finalmente apareciera un hermoso bebé.
El hecho de que dos personas tengan una «relación espiritual» no significa necesariamente que estén siempre sonriéndose. Para mí, «espiritual» significa, ante todo, «auténtico».
El año pasado, durante el servicio religioso de Nochevieja, dije que no nos habíamos reunido para una celebración
despreocupada, sino meditada y consciente. Eso incluía cierta aflicción y el reconocimiento de las decepciones sufridas durante el año, que tendrían que ser procesadas y perdonadas antes de que pudiéramos celebrar verdaderamente las campanadas de la medianoche como señal de un nuevo
comienzo. Así es como, también en las relaciones, nos reunimos para hacer un verdadero trabajo. Y el verdadero trabajo sólo se puede hacer si existe una rigurosa sinceridad, que es lo que todos anhelamos, pero tenemos miedo de comunicarnos abiertamente con otra persona porque pensamos que los demás nos dejarán si ven quiénes somos en realidad.
En una ocasión, una pareja que asistía a mis conferencias vino a verme para que les aconsejara. Ese mismo día el hombre había dicho a la mujer que quería romper la relación. Indignada y herida, ella le preguntó si la acompañaría a verme para ayudarle a superar la pérdida. Mientras los dos estaban sentados frente a mí en el sofá, le expliqué a Bob que mi intención no era intentar que volvieran a unirse, sino unirme a ellos para pedir la paz.
Recordé en ese momento una situación similar en la que me había encontrado una vez, y la habilidad con que la había manejado mi terapeuta, y dije exactamente lo mismo que ella había dicho. -Bob -le pregunté-, ¿por qué estás tan enojado con Deborah? -No estoy enojado con ella -negó él. -Bueno, pues lo pareces -insistí. -Sé que no es cosa mía arreglar a Deborah -me respondió-. No quiero cambiarla; lo único que quiero es irme. -Oh, apuesto a que eso te parece muy espiritual -señalé.
Me miró sorprendido. Yo sabía que él consideraba que había sido un buen estudiante de Un curso de milagros. -No has dejado de juzgar a Deborah -le dije-.
Le has ocultado información vital, datos sin los cuales ella no podía funcionar eficazmente dentro de la relación. ¿Por qué no le cuentas la razón de que estés tan enojado? -No estoy enojado -volvió a repetir. -Bueno -le dije-. Eres un actor. Haz como si lo estuvieras. Vamos, Bob, que estamos en un lugar seguro. Díselo. Y una vez que empezó, se despachó a gusto. Le dijo que ella no tenía la menor idea de cómo convivir con otra persona, que hacía todo lo que le daba la gana sin importarle si a él le apetecía hacer lo mismo. No recuerdo exactamente qué más le dijo, pero una vez que él se decidió a dejar salir lo que llevaba dentro, soltó un chorro de palabras. Cuando terminó, Deborah; evidentemente conmovida, dijo con sinceridad, en voz baja: -Es que yo no lo sabía. Gracias por decírmelo.
Se fueron y no se separaron. Más adelante me dijeron que su relación renació en aquella sesión. La cólera que sentía Bob era energía reprimida que se generaba en el hecho de haber sentido que no era «espiritual» compartir sinceramente sus
sentimientos con ella mientras convivían.
Es mucho mejor comunicar nuestros sentimientos que reprimirlos. El enojo suele ser el resultado de una serie de sentimientos no comunicados que se nos amontonan dentro hasta que por fin estallan. En una relación santa, forma parte del compromiso expresar sincera y asiduamente nuestros sentimientos y apoyar a nuestra pareja para que pueda hacer lo mismo. Es tanto lo que así se va comunicando a lo largo del camino que disminuye la probabilidad de que se vaya acumulando el resentimiento en el interior de uno u otro de los miembros de la pareja.
Debemos trabajar con lo que tenemos. Si el enojo emerge, aceptémoslo. Si creemos que nuestra pareja no nos amará si nos enojamos, dejamos de ser sinceros y la relación está indudablemente condenada al fracaso. Yo sugiero a las parejas que establezcan un acuerdo: que ninguno de los dos romperá la relación por una pelea.
Es muy importante disponer de un espacio de seguridad para pelearse. Y lo digo porque lo que parecen peleas no siempre lo son. Una vez mantenía yo una acalorada discusión con un amigo, y otro amigo común que estaba presente comentó: -No puedo soportar que estéis continuamente peleándoos. -No nos estamos peleando -le respondí-. Somos judíos. Él pensaba que nos peleábamos, pero aquello para nosotros era una
conversación apasionada. El enojo es un tema candente para los buscadores espirituales. A mucha gente, por ejemplo, le resulta problemática la cólera de Jesús con los mercaderes del templo. Si Jesús era tan puro, preguntan, ¿cómo es posible que se haya enfurecido tanto? Pero la misma escena no le planteará ningún problema a un judío o a un italiano. La supresión del ego no es la supresión de la personalidad. Lo que llamamos «la cólera de Jesús» era energía. No hay que apresurarse tanto a poner el rótulo de enojo a un estallido emocional.
Es una liberación de energía que no hay que considerar como una emoción negativa o «no espiritual». Por otro lado, el mero hecho de que alguien no exprese su rabia no quiere decir que no la sienta. A la rabia vuelta hacia afuera se la llama rabia.
A la rabia vuelta hacia adentro se la llama úlcera, cáncer, etcétera. Lo peor que se puede hacer con la ira es negar que uno la sienta. El punto de vista milagroso no es fingir que no estás enojado, sino más bien decir: «Estoy enojado, pero quisiera no estarlo. Dios amado, por favor, muéstrame lo que no veo». Hay una manera de compartir nuestro enojo con la gente, sin expresarlo como un ataque. En vez de decir, por ejemplo: «Me haces sentir así o asá», podemos decir: «Me siento de este modo. No estoy diciendo que tú me hagas sentir así, ni que la culpa sea tuya. Simplemente, comparto esto contigo como parte de mi proceso de sanación, para liberarme de este sentimiento e ir más allá de él». De esta manera asumes la responsabilidad de tus sentimientos, y lo que se podría haber visto como una discusión -o incluso haber eludido como un tema desagradable- puede convertirse en una parte importante del poder curativo de las relaciones.
Entonces no hablamos como adversarios, sino como compañeros.
Las verdaderas relaciones exigen una comunicación sincera, por más dolorosa que sea y por más miedo que cause.
Un curso de milagros afirma que los milagros proceden de una comunicación que se ha dado y se ha recibido totalmente. Cuando le pides a Dios que sane tu vida, Él proyecta una luz brillantísima sobre todo lo que necesitas mirar. Y tú terminas por ver cosas tuyas que tal vez preferirías ignorar.
Tenemos una recia armadura que se nos ha ido consolidando delante del corazón, un montón de miedo que se disfraza farisaicamente de alguna otra cosa.
Como bien lo sabe cualquiera que alguna vez haya hecho psicoterapia en serio, el proceso de crecimiento personal no es fácil. Debemos enfrentarnos con nuestra propia fealdad.
Con frecuencia tenemos que tomar dolorosa conciencia de que una pauta constituye un callejón sin salida antes de que estemos dispuestos a renunciar a ella. Cuando empezamos a trabajar en profundidad en nosotros mismos, a menudo nos parece que nuestra vida empeora en vez de mejorar. Pero en realidad no es así; lo que pasa es que percibimos mejor nuestras propias transgresiones porque ya no estamos anestesiados por la inconsciencia. Ya no estamos distanciados, por obra de la negación o de la disociación, de nuestra propia experiencia. Empezamos a ver claramente a qué jugamos.
Este proceso puede ser tan doloroso que nos sentimos tentados de dar marcha atrás. Hace falta coraje -a esto se lo suele llamar la senda del guerrero espiritual- para soportar los dolores lacerantes del descubrimiento de nosotros mismos en vez de escoger el dolor sordo de la inconsciencia que arrastraríamos durante lo que nos queda de vida. Yo me río cuando alguien sugiere que Un curso de milagros nos guía por el camino fácil. El Curso es muchas cosas, pero no precisamente fácil.
Antes de alcanzar suficiente poder para abandonar a nuestro ego, tenemos que mirarlo directamente a los ojos. El ego no es un monstruo. No es más que la idea de un monstruo.
Todos llevamos dentro demonios y dragones, pero también al gallardo príncipe. Jamás he leído un cuento de hadas en el que los dragones triunfaran sobre el príncipe. Y nunca he intentado realmente superar una pauta sin haber tenido la vivencia de que Dios me concedía Su gracia cuando se la pedía con humildad. «Uno recibe lo bueno junto con lo malo», solía decirnos mi padre, a mis hermanos y a mí, cuando éramos niños.
Cuanto más sabemos de la luz que hay dentro de nosotros, más fácil se nos hace, en última instancia, perdonarnos el hecho de que todavía no somos perfectos. Si lo fuéramos, no habríamos nacido. Sin embargo, nuestra misión es perfeccionarnos, y una parte importante del proceso es ver dónde no somos perfectos. Nos convertimos en personalidades perfeccionadas al aceptar la perfección espiritual que existe ya dentro de nosotros.
De Leonardo da Vinci se cuenta una anécdota que siempre me ha conmovido. Al principio de su carrera debía pintar una imagen de Cristo y encontró un joven de profunda hermosura que le sirvió de modelo para el rostro de Jesús.
Muchos años después Leonardo estaba pintando un cuadro donde figuraba judas y se echó a andar por las calles de Florencia en busca del modelo perfecto para hacer el papel del gran traidor. Finalmente encontró a alguien con un aire sombrío y maligno que le pareció el modelo perfecto para la imagen de judas, y le pidió si quería posar para él.
El hombre lo miró y le dijo: «Tú ya no me recuerdas, pero yo te conozco. Hace años, te serví de modelo para tu imagen de Jesús». En la película La guerra de las galaxias, Darth Vader resulta que había sido un hombre excelente muchísimo tiempo atrás. Y antes de la caída, Lucifer era el ángel más hermoso del Cielo. El ego es simplemente el lugar donde se estropeó el invento, donde hubo el corto circuito, donde el amor quedó bloqueado. Muchas veces he expresado negatividad en vez de amor en mi vida, pero hay una cosa de la que estoy muy segura: habría hecho las cosas mejor si hubiera sabido cómo. Me habría expresado con amor si en aquel momento hubiera sentido que podía hacerlo con la seguridad de que seguiría viendo satisfechas mis necesidades. Mientras no apreciamos plenamente que el ego es el impostor que llevamos dentro, con frecuencia nos sentimos avergonzados de admitir ante nosotros mismos -y mucho más ante los demás- a qué jugamos.
En vez de sentir compasión por nosotros mismos, y de recordar que nuestras neurosis son nuestras heridas, tendemos a sentirnos demasiado avergonzados para verlas siquiera. Creemos que somos malos. "Pensamos que si nosotros, o -no lo quiera Dios- alguna otra persona pudiera ver la verdad acerca de nosotros, retrocederíamos aterrorizados."
La verdad es que si nosotros, o cualquier otra persona, pudiéramos ver la auténtica verdad sobre nosotros mismos,
nos quedaríamos deslumbrados por la luz.
Al mirar profundamente dentro de nosotros, no obstante, tenemos que enfrentarnos en primer lugar a lo que Un curso de milagros denomina el «anillo de temor».
Antes de que el príncipe pueda rescatar a la doncella afligida, tiene que matar los dragones que rodean su castillo.
Y lo mismo tenemos que hacer todos.
Los dragones son nuestros demonios, nuestras heridas, nuestro ego, nuestras ingeniosas maneras de negarnos amor, a nosotros tanto como a los demás. Tenemos que arrancar de raíz las pautas que nos ha impuesto el ego y depurarnos bien para que el amor puro que llevamos dentro pueda asomarse al mundo. Un maestro espiritual de la India señaló una vez que el cielo nunca es gris. Siempre es azul. Lo que sucede es que a veces aparecen nubes grises que lo cubren, y entonces pensamos que el cielo es gris. Lo mismo pasa con nuestra mente.
Somos siempre perfectos. No podemos no serlo. Nuestros miedos, nuestros malos hábitos, nuestras pautas negativas, se adueñan de la mente y, temporalmente, ocultan nuestra perfección.
Eso es todo. Aún seguimos siendo perfectos Hijos de Dios. Jamás ha habido una tormenta que no haya pasado.
Las nubes grises no duran eternamente. El cielo azul sí. Entonces, ¿qué hemos de hacer con nuestro miedo, nuestra cólera, las nubes que cubren el amor que llevamos dentro? Abandonarlos en manos del Espíritu Santo. Él los transforma por medio del amor, y jamás valiéndose de un ataque a otra persona. Lo destructivo es el ataque, no el enojo por sí solo. Vociferar contra unos cojines es un recurso que se ha popularizado en ciertos círculos, y por buenas razones.
Sacar afuera la energía suele ser una buena manera de deshacerse de la tensión física que tanto nos dificulta la oración cuando más la necesitamos. Nuestro enojo se yergue por delante de nuestro amor, y dejarlo salir forma parte del proceso necesario para abandonarlo. Lo último que has de querer es ceder al insidioso engaño de considerar que la vida espiritual y las relaciones espirituales son siempre tranquilas y beatíficas.
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