martes, 8 de septiembre de 2015
Libro Volver al Amor de un Curso de Milagros (Marianne Williamson)
Capitulo VI EL TRABAJO EN NOSOTROS MISMOS
(Escrito VII)
«Lo único que puede faltar en cualquier situación es lo que tú no has dado.»
Las relaciones tienen sentido porque son oportunidades de expandir nuestro corazón y de llegar a amar más
profundamente.
El Espíritu Santo es el mediador de los milagros, una guía para vernos a nosotros mismos de una manera diferente en relación con otras personas.
Observo cómo mi bebé expande su amor hacia todos los
seres que encuentra. Todavía no ha aprendido que hay gente peligrosa. Nada se interpone entre su natural impulso amoroso y su expresión del amor.
Sonríe con la ternura de sus verdaderos sentimientos. Un día tendré que enseñarle que no toda expresión de amor es apropiada.
Pero cerrar la puerta no es lo mismo que cerrar el corazón.
El reto más grande de mi condición de madre' será ayudarle a mantener el corazón abierto mientras vive en un mundo que inspira tanto miedo.
En realidad, no podemos dar a nuestros hijos lo que nosotros mismos no tenemos.
En ese sentido, el mayor regalo que puedo hacer a mi hija es seguir trabajando en mí misma.
Los niños aprenden más por medio de la imitación que de ninguna otra forma. Nuestra mayor oportunidad de influir positivamente en la vida de otra persona es aceptar en la nuestra el amor de Dios.
Uno de los principios básicos de los milagros en las relaciones es que debemos mirarnos a nosotros mismos nuestras propias lecciones, nuestros pensamientos y nuestro comportamiento para encontrar la paz con otra persona.
«La única responsabilidad del obrador de milagros es aceptar la Expiación para sí mismo.»
El ego nos tentará siempre a pensar que el fracaso de una relación tiene que ver con lo que «el otro» hizo mal, con lo que
«el otro» no ve o con lo que «el otro» necesita aprender.
Pero el foco debe seguir estando en nosotros mismos La falta de amor de los demás nos afecta sólo en la medida en que los juzgamos en función de ella.
De otro modo somos invulnerables al ego, como tiene que serlo el Hijo de Dios.
A veces la gente me dice:
-Pero, Marianne, yo creo que el noventa por ciento del problema proviene de «su» comportamiento.
-Muy bien -les respondo-. Entonces tenemos un diez por ciento para investigar y aprender.
Ese diez por ciento que es «tu» parte es lo que necesitas mirar, y de donde puedes aprender. Es lo que te llevarás contigo cuando empieces a actuar en el próximo guión.
El ego lo sabe, y por eso procura poner el foco en la otra persona. El propósito del ego es llevarnos continuamente a la autodestrucción sin que sepamos lo que estamos haciendo.
Ya es bastante difícil depurar tu propio comportamiento; el empeño en depurar el del otro no es más que una treta del ego para disuadirte de que te dediques a estudiar tus propias lecciones.
Para aprender todo lo posible de las relaciones, tienes que concentrarte en tus propios problemas.
Actualmente es muy común oír que la gente se queja de que su problema es que siempre «se equivoca» al escoger a otra persona.
Aquí, el ego es muy insidioso. Trata de convencernos de que estamos asumiendo la responsabilidad del problema, cuando en realidad no lo hacemos más que en un grado mínimo.
Como nuestra descripción del problema sigue señalando algún culpable, no puede sino llevarnos a una oscuridad más densa,
no a la luz. «Sigo escogiendo a personas que no son capaces de asumir un compromiso»: esta no es la percepción de una mente orientada hacia el milagro. Un planteamiento más inteligente sería: «¿Hasta qué punto me comprometo yo, en realidad? ¿Hasta qué punto estoy preparado, en lo más profundo de mi ser, para dar y recibir amor de manera íntima y comprometida?».
O bien: «¿Cómo puedo perdonar a aquellos que en su
trato conmigo no pudieron ir más allá de cierta muralla de miedo? ¿Cómo puedo perdonarme el modo en que participé en su miedo o contribuí a generarlo?».
A veces parece como si estuviéramos enganchados: nos sentimos obsesionados o compulsivos en relación con otra persona. En este caso, es bastante seguro que, en algún nivel, no permitimos que esa persona se desenganche.
A pesar de la tentación de buscar fuera de nosotros tanto la fuente como la respuesta de un problema, adquiriremos una mentalidad orientada hacia el milagro si las buscamos dentro de nosotros.
El precio que pagamos por no asumir la responsabilidad de nuestro propio dolor es no llegar a darnos cuenta de que podemos cambiar nuestras condiciones si cambiamos nuestros pensamientos.
Independientemente de quién inició una interacción dolorosa, o qué parte del error es atribuible al pensamiento del otro, el Espíritu Santo siempre nos ofrece la posibilidad de escapar completamente del dolor si buscamos refugio en el perdón.
No es necesario que la otra persona participe conscientemente con nosotros en el cambio.
"El que esté más cuerdo de los dos en ese momento -dice Un curso de milagros- debe invitar al Espíritu Santo a la situación."
No importa que la otra persona no comparta nuestra disposición a dejar que intervenga Dios.
Todo lo que necesitamos en la vida existe ya dentro de nuestra cabeza.
Una vez me encapriché con un homosexual.
Quizá fuera irrazonable, pero no podía quitármelo de la cabeza.
Cuando pedí un milagro, me dije a mí misma: «Marianne, estás obsesionada, y no te liberas de ello porque no quieres liberarlo a él. Acéptalo como es. Déjalo libre de estar donde quiera, de hacer lo que desee hacer y con quien quiera hacerlo. Lo que falta aquí es lo que tú no das. Lo que te causa dolor es lo que tú le haces a él.
Emocionalmente, tu ego está tratando de controlarlo, y por eso te sientes controlada por tus emociones».
Lo entendí, y cuando mentalmente lo dejé libre, me sentí liberada.
11. LOS CORAZONES CERRADOS
«Nadie puede dudar de la pericia del ego para presentar casos falsos.»
Conocí una vez a un hombre que empezaba sus relaciones con mucha energía, pero al parecer no podía evitar que el corazón se le cerrara tan pronto como una mujer le había abierto el suyo. He oído comentar que este tipo de comportamiento en las relaciones es «una adicción a la fase de atracción».
Ese hombre no andaba por el mundo hiriendo a las mujeres por pura maldad. Él quería sinceramente tener una auténtica relación comprometida, pero le faltaba la capacidad espiritual que le permitiría asentarse en un lugar durante el tiempo suficiente para construir algo sólido con una pareja a quien sintiera como su igual. Tan pronto como veía fallos y debilidades humanas en una mujer, salía huyendo.
La personalidad narcisista va en busca de la perfección, con lo cual se asegura que el amor jamás tendrá ocasión de florecer.
La exaltación inicial es tan embriagadora, tan tentadora, que el verdadero trabajo de crecimiento que debe seguir
necesariamente a la atracción inicial puede parecer demasiado opaco y difícil para comprometerse con él.
Tan pronto como ve que el otro es un ser humano real, el ego siente una repulsa que lo lleva a querer encontrar a otra persona para «jugar» con ella.
Al final de una relación con alguien así, nos sentimos como si hubiéramos tomado cocaína.
Ha sido un viaje rápido y muy excitante, y en su momento pareció que sucedía algo importante. Después nos estrellamos y nos dimos cuenta de que no había pasado nada significativo, en absoluto. Todo era ficticio. Y lo único que nos queda es un dolor de cabeza, la sensación de que «eso» no es bueno ni saludable y la determinación de no volver a hacerlo.
Pero hay una razón para que este tipo de relaciones nos atraigan. Lo que nos arrastra es la ilusión de su significado.
A veces, alguien que no tiene nada que ofrecer en una relación auténtica puede presentarse como si te ofreciera el mundo.
Son personas tan disociadas de sus propios sentimientos como para haberse convertido en actores sumamente hábiles, que interpretan inconscientemente cualquier papel que les asigne
nuestra fantasía.
Pero la responsabilidad del dolor que sentimos sigue siendo nuestra. Si no hubiéramos andado en busca de un hechizo barato, no habríamos sido vulnerables a la mentira.
¿Cómo pudimos ser tan estúpidos? Esta es la pregunta que siempre nos hacemos cuando estas experiencias acaban.
Pero en seguida admitimos para nuestros adentros que en realidad no fuimos estúpidos, en absoluto. Se trataba de una droga, y el problema era que la deseábamos.
Vimos exactamente cómo era el juego con aquella persona desde el principio, pero sentimos hasta tal punto la atracción del «vuelo» que estábamos dispuestos a fingir -durante una noche, una semana o el tiempo que durase que no lo veíamos. El hecho de que un hombre te diga: «Eres maravillosa, una mujer estupenda. Este es un gran día para mí.
Cualquiera se sentiría afortunado de poder salir contigo», cuando apenas hace una hora que te conoce es una luz roja que parpadea en señal de peligro para cualquier mujer que tenga cerebro. El problema es que nuestras heridas pueden ser tan profundas, es decir que podemos estar tan ávidas de oír esas palabras, aunque en lo más hondo sepamos que no son verdad, que dejemos de lado toda consideración racional. Cuando la gente se muere de hambre, está desesperada.
Muchas mujeres me preguntan por qué siempre conocen a hombres que abusan de ellas, y lo que yo suelo contestarles es esto:
-El problema no es que los conozcas, sino que les des tu número de teléfono.
El problema, en otras palabras, no es que atraigamos a cierto tipo de persona, sino más bien que nos atrae cierto tipo de persona. Quizás alguien emocionalmente distante nos recuerde, por ejemplo, a nuestro padre o nuestra madre... o a ambos.
«Su energía es distante y tiene un sutil matiz de desaprobación -nos decimos-; me siento como en casa.»
El problema, entonces, no es sólo que nos ofrezcan dolor, sino que nos sentimos cómodos con ese dolor.
Es lo que siempre hemos conocido.
El reverso de la medalla de esas peligrosas atracciones que nos echan en brazos de personas que no tienen nada que ofrecernos es nuestra tendencia a encontrar aburridas a aquellas que sí lo tienen. Nada que sea ajeno a nuestro sistema puede metérsenos dentro y quedarse mucho tiempo allí. Y esto es válido tanto para algo ingerido por el cuerpo como para lo que nos entra en la mente. Si me trago un trozo de papel de aluminio, el cuerpo lo regurgitará hasta expulsarlo. Si me piden que me trague una idea que «no va» conmigo, mi sistema psicológico pasará por el mismo proceso de regurgitación para deshacerse del material que le repele.
Si estoy convencida de que no valgo lo suficiente, me resultará difícil aceptar en mi vida a alguien que cree que sí valgo.
Es el síndrome de Groucho Marx, que no quería tratar, con nadie que lo quisiera aceptar a él como socio de su club.
La única manera de admitir realmente que alguien me encuentre maravillosa es encontrarme yo misma maravillosa. Pero para el ego, la autoaceptación es la muerte.
Por eso nos atrae la gente que no nos quiere. Desde el principio sabemos que no están con nosotros.
Más tarde, cuando estas personas nos traicionan y se van, tras una estancia intensa pero bastante breve, fingimos que eso nos sorprende, pero lo sucedido encaja perfectamente en el plan de nuestro ego: «No quiero que me quieran».
¿Por qué las personas agradables y bien dispuestas nos parecen aburridas? Porque el ego confunde la excitación con el riesgo emocional, y encuentra que una persona amable y accesible no es suficientemente peligrosa. La ironía es que la verdad es lo opuesto: las personas accesibles son las peligrosas, porque nos
confrontan con la posibilidad de una intimidad auténtica. Son gente que realmente podría frecuentarnos durante tanto tiempo que llegaría a conocernos. Podrían socavar nuestras defensas, valiéndose no de la violencia, sino del amor. Y eso es lo que el ego no quiere que veamos. La gente accesible nos asusta porque amenaza la ciudadela del ego. La razón de que no nos atraigan es que nosotros somos inaccesibles.
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