Capitulo VI- RENUNCIAR A JUZGAR (Escrito II)
«Juzgar no es un atributo de Dios.»
Un curso de milagros nos dice que cada vez que pensamos en atacar a alguien es como si estuviéramos sosteniendo una espada sobre la cabeza de esa persona. La espada, sin embargo, no cae sobre ella, sino sobre nosotros. Como todo pensamiento que tenemos se refiere a nosotros mismos, condenar a otra persona
es autocondenarnos.
¿Cómo nos liberamos de la tendencia a juzgar? En gran parte, mediante una nueva interpretación de lo que juzgamos.
Un curso de milagros describe la diferencia entre un pecado y un error.
"Un pecado implicaría que hemos hecho algo tan malo que Dios está enojado con nosotros." Pero como no podemos hacer nada que cambie nuestra naturaleza esencial, Dios no tiene por qué estar enojado. Sólo el amor es real.
Nada más existe. "El Hijo de Dios no puede pecar. Podemos cometer errores", sin duda, y es evidente que los cometemos.
Pero la actitud de Dios hacia el error es un deseo de sanarnos. Como somos coléricos y punitivos, nos hemos inventado la idea de un Dios colérico y punitivo. Sin embargo, nosotros hemos sido creados a imagen de Dios, y no al revés. En cuanto extensiones Suyas, también nosotros somos el espíritu de la compasión, y en nuestro sano juicio no intentamos juzgar, sino sanar.
Y lo hacemos mediante el perdón.
Cuando alguien se comporta sin amor -cuando alguien nos grita, o nos miente, o nos roba- es que ha perdido el contacto con su propia esencia. Ha olvidado quién es. Pero todo lo que alguien hace, dice el Curso, es o bien «amor o una petición de amor». Si alguien nos trata con amor, no hay duda de que el amor es la respuesta apropiada.
Si nos trata con miedo, hemos de ver su comportamiento como una petición de amor.
El sistema penitenciario estadounidense ejemplifica la diferencia filosófica y práctica entre percibir el pecado o percibir el error. Consideramos culpables a los criminales e intentamos castigarlos. Pero todo lo que les hacemos a los demás, nos lo hacemos a nosotros mismos. Las estadísticas son la dolorosa prueba de que nuestras prisiones son escuelas del crimen; una enorme cantidad de crímenes los cometen personas que ya
han pasado por la cárcel. Al castigar a otros, terminamos autocastigándonos.
Significa esto que hemos de perdonar a un violador, decirle que entendemos que tuvo un mal día y mandarlo a su casa? Por supuesto que no. Lo que tenemos que hacer es pedir un milagro. Un milagro; en este caso, sería pasar de percibir las prisiones como lugares de castigo a percibirlas como lugares de rehabilitación. Cuando de manera consciente cambiemos su finalidad, pasando del miedo al amor, liberaremos infinitas posibilidades de sanación.
El perdón es el arte marcial de la conciencia. En aikido y otras artes marciales, esquivamos la fuerza de nuestro atacante en vez de resistirnos a ella. Entonces, la energía del ataque se vuelve, como un bumerang, en la dirección del propio atacante. Nuestro poder reside en no reaccionar. El perdón funciona de la misma
manera. Cuando devolvemos el ataque, y la defensa es una forma de ataque, iniciamos una guerra que nadie puede ganar.
Como el desamor no es real, ni en nosotros mismos ni en los demás, estamos supeditados a él.
El problema, evidentemente, es que creemos que sí. Al buscar un milagro no participamos en las batallas de la vida, sino que más bien pedimos que se nos eleve por encima de ellas. El Espíritu Santo nos recuerda que la batalla no es real.
«La venganza es mía, dice el Señor» significa: «Abandona la idea de venganza».
Dios compensa todo agravio, pero no mediante el ataque, el juicio o el castigo. Contrariamente a lo que sentimos cuando estamos
perdidos en las emociones que nos tientan a juzgar, no hay ninguna cólera justa. De niña, solía pelearme con mi hermano o mi hermana, y cuando mi madre volvía a casa, se enfadaba con nosotros porque discutíamos.
Siempre había alguno que decía:
-Ellos empezaron.
Pero en realidad no importa quién «empezó».
Tanto si eres el primero en golpear como si devuelves el golpe,
eres un instrumento del ataque y no del amor.
Hace varios años asistí a un cóctel donde me dejé llevar a una acalorada discusión sobre la política exterior norteamericana. Más tarde, esa noche, tuve una especie de fantasía onírica. Se me aparecía un caballero que me decía:
-Discúlpeme, señorita Williamson, pero pensamos que debemos decírselo: En la lista cósmica usted figura como un halcón, no como una paloma.
Yo me enfurecía y respondía indignada: -Imposible.
Estoy totalmente en favor de la paz. Si alguien es una paloma, soy yo.
-Me temo que no -era su respuesta-. He estado revisando nuestros gráficos y aquí dice muy claramente:
Marianne Williamson, belicista. Usted está en guerra con Ronald Reagan, Caspar Weinberger, la CIA... en definitiva, con todo el sistema de defensa norteamericano. Lo siento, pero usted es indudablemente un halcón.
Por supuesto, comprendí que estaba en lo cierto. Yo tenía en la cabeza tantos misiles como Ronald Reagan.
Pensaba que estaba mal que él juzgara a los comunistas, pero que estaba bien que yo lo juzgara a él. ¿Por qué? ¡Porque yo tenía razón, naturalmente!
Me pasé años siendo una izquierdista irascible hasta que me di cuenta de que una generación irascible no puede alcanzar la paz. Todo lo que hacemos está penetrado por la energía con que lo hacemos. Como decía Gandhi, «Debemos ser el cambio». Lo que el ego no quiere que veamos es que los cañones de los que
necesitamos deshacernos primero son los que llevamos en la cabeza.
4. LA OPCIÓN DE AMAR
«El ego es la elección en favor de la culpabilidad; el Espíritu Santo, la elección en favor de la inocencia.»
El ego insiste siempre en lo que alguien ha hecho mal.
El Espíritu Santo insiste siempre en lo que ha hecho bien.
El Curso equipara el ego a un perro carroñero que va en busca de cada partícula que pueda probar la culpabilidad de nuestro hermano para ponerla a los pies de su amo. De modo similar, el Espíritu Santo envía a sus propios mensajeros en busca de pruebas de la inocencia de nuestro hermano.
Lo importante es que decidimos lo que queremos ver antes de verlo. Recibimos lo que pedimos. «La proyección da lugar a la percepción.»
En la vida podemos encontrar -y de hecho encontraremos- cualquier cosa que andemos buscando. El Curso afirma que pensamos que entenderemos lo suficiente a una persona para saber si es o no digna de nuestro amor, pero que, a menos que la amemos, jamás podremos entenderla. El sendero espiritual
implica asumir conscientemente la responsabilidad de lo que optamos por percibir, es decir, la culpa o la inocencia de nuestro hermano. Vemos la inocencia de un hermano cuando eso es lo único que «queremos» ver.
La gente no es perfecta, es decir, todavía no expresa exteriormente su perfección interna.
El hecho de que elijamos concentrarnos en la culpa de su personalidad o en la inocencia de su alma es cosa nuestra.
Lo que nos parece culpa en la gente es su miedo.
Toda negatividad se deriva del miedo.
Cuando alguien está enojado, tiene miedo. Cuando alguien es grosero, tiene miedo. Cuando alguien es manipulador, tiene miedo.
Cuando alguien es cruel, tiene miedo. No hay miedo que el amor no disuelva. No hay negatividad que el perdón no transforme.
La oscuridad es simplemente la ausencia de luz, y el miedo no es más que la ausencia de amor.
No podemos liberarnos de la oscuridad golpeándola con un palo, porque no hay nada que golpear.
Si queremos liberarnos de ella, tenemos que encender una luz.
De la misma manera, si queremos liberarnos del miedo, no lo conseguiremos con él; debemos reemplazarlo por el amor.
La opción de amar no siempre es fácil.
El ego opone una resistencia atroz a abandonar las respuestas
cargadas de miedo. Aquí es donde interviene el Espíritu Santo. No es tarea nuestra cambiar nuestras percepciones, sino recordar pedirle a Él que nos las cambie.
Digamos que tu marido te ha dejado por otra mujer.
Tú no puedes cambiar a los demás, y tampoco puedes pedirle a Dios que los cambie. Sin embargo, sí puedes pedirle que te haga ver esta situación de otra manera.
Puedes pedirle paz. Puedes pedir al Espíritu Santo que cambie tus percepciones. El milagro es que en la medida en que dejas de juzgar a tu marido y a la otra mujer, tu dolor visceral empieza a calmarse.
En esa situación, el ego puede decirte que no tendrás paz hasta que tu marido no vuelva. Pero la paz no está determinada por circunstancias ajenas a nosotros.
La paz es el resultado del perdón. El dolor no proviene del
amor que los demás nos niegan, sino más bien del amor que nosotros les negamos. En un caso como éste, sentimos que lo que nos hiere es lo que alguien nos hizo. Pero lo que en realidad ha ocurrido es que la cerrazón de un corazón ajeno nos llevó a la tentación de cerrar el nuestro, y lo que nos duele es nuestra propia negación del amor. Por eso el milagro es un cambio en nuestro propio pensamiento: la disposición a mantener
abierto nuestro corazón, independientemente de lo que suceda fuera de nosotros.
En cualquier situación siempre puede darse un milagro, porque nadie puede decidir por nosotros cómo interpretar nuestra propia experiencia. «No hay más que dos emociones: el amor y el miedo.»
Podemos interpretar el miedo como una petición de amor. Los obradores de milagros, dice el Curso, son generosos por
su propio interés.
Damos una oportunidad a alguien para poder estar en paz nosotros mismos.
El ego dice que podemos proyectar nuestra rabia sobre otra persona y no sentirla nosotros mismos, pero como hay continuidad entre todas las mentes, seguimos sintiendo cualquier cosa que proyectemos en los demás.
Enfurecernos con alguien puede hacer que nos sintamos mejor durante un tiempo, pero en última instancia el miedo y la culpa revierten sobre nosotros. Si juzgamos a otra persona, ella a su vez nos juzgará... y aunque no lo haga, ¡nosotros sentiremos que lo hace!
Vivir en este mundo nos ha enseñado a responder instintivamente desde un espacio antinatural, saltando siempre a la rabia, la paranoia, la actitud defensiva o cualquier otra forma del miedo. El pensamiento antinatural es natural para nosotros, y los sentimientos antinaturales nos parecen naturales.
No es el propósito de Un curso de milagros que pintemos de rosa nuestro enojo y pretendamos que no existe.
Lo que es psicológicamente erróneo es espiritualmente erróneo. Negar o suprimir las emociones es un error.
Cuando se siente hervir por dentro, uno no dice: «Es que no estoy enojado, de veras que no. Estoy en la página 140 de Un curso de milagros y ya no me enfado más». El Espíritu Santo nos dice: «No intentéis purificaros antes de acudir a mí, porque yo soy el purificador». Una vez me encaminaba a dar una conferencia
sobre el Curso y pensé en una mujer que conocía y con quien estaba enfadada. Inmediatamente traté de ocultar aquel pensamiento porque no era lo suficientemente santo para mí estar pensando eso en aquel momento. Entonces me pareció como si dentro de la cabeza una voz me dijera: «Oye, que soy tu amigo,
¿recuerdas?». El Espíritu Santo no me estaba juzgando por mi enojo. Estaba allí para ayudarme a superarlo.
No debemos olvidar para qué está el Espíritu Santo.
Sin negar que estamos alterados, al mismo tiempo reconozcamos el hecho de que todos nuestros sentimientos se generan en nuestro pensamiento sin amor, y estemos dispuestos a sanar esa falta de amor. El crecimiento nunca tiene que ver con concentrarnos en las lecciones de otra persona, sino en las nuestras. No somos víctimas del mundo exterior.
Por más difícil que sea creerlo a veces, siempre somos responsables de nuestra manera de ver las cosas. No habría ningún salvador si no hubiera necesidad de uno. Es cierto que en este mundo suceden cosas crueles y horribles que hacen casi
imposible amar, pero el Espíritu Santo está dentro de nosotros para hacer lo imposible. Él hace por nosotros lo que solos no podemos hacer. Nos presta Su fuerza, y cuando Su mente se une con la nuestra, el pensamiento del ego desaparece.
Pero para que esto suceda debemos tener conciencia de los sentimientos del ego.
«Él no puede eliminar con Su luz lo que tú mantienes oculto, pues tú no se lo has ofrecido y Él no puede quitártelo.» Si el Espíritu Santo cambiara nuestras pautas mentales sin que se lo pidiéramos, eso sería violar nuestro libre albedrío. Pero si le
pedimos que las cambie, lo hará. Lo que se nos pide es que cuando estemos enojados o alterados por la razón que fuere, digamos: «Estoy enojado, pero dispuesto a no estarlo.
Estoy dispuesto a ver esta situación de otra manera».
Pidamos al Espíritu Santo que intervenga en la situación y nos la muestre desde un punto de vista diferente.
Una vez estaba haciéndome aplicar uñas de porcelana y la amiga de mi manicura entró en la habitación. Yo no podía tolerar su carácter. Desde el momento en que esa mujer abría la boca, sentía como si alguien estuviera rascando una pizarra con las uñas. Como no tenía las manos libres, no podía irme de la habitación, y como la manicura acudía a mis conferencias, me sentí avergonzada de mi propia reacción.
Me puse a rezar, pidiendo a Dios que me ayudara, y Su respuesta fue espectacular. Pasados unos momentos, aquella «repugnante» mujer empezó a hablar de su niñez, especialmente de su relación con su padre.
Cuando comenzó a hablar de su educación, se me hizo perfectamente claro que había crecido con poca autoestima y
una desmesurada necesidad de cultivar una personalidad pomposa que, a su entender, denotaba fuerza.
Sus defensas, por supuesto, no le funcionaban: al provenir del miedo, sólo conseguían alejar a la gente.
De pronto, el mismo comportamiento que cinco minutos antes me irritaba tanto, me inspiró una profunda compasión.
El Espíritu Santo me había conducido a la información que me iba a ablandar el corazón, y ahora yo veía a esa mujer de otra manera. Ese era el milagro: su comportamiento no había cambiado, pero yo sí.