LAS PUERTAS DEL CIELO
Capitulo XI (Tercer Escrito y Final )
«No pienses que el camino que te conduce a las puertas del Cielo es difícil.» Estamos ante las puertas del Cielo.
En nuestra mente, salimos de allí hace millones de años.
Hoy regresamos a casa. Somos una generación de Hijos Pródigos. Nos fuimos de casa y ahora se respira emoción en el aire porque hemos vuelto. Lo hicimos todo para destruir el amor que sentíamos por nosotros y por los demás, antes de que empezara a atraernos una vida sana. Eso no constituye nuestra vergüenza sino nuestra fuerza. Hay ciertas puertas que no tenemos que abrir, no porque una falsa moral nos lo haya mandado, sino porque ya las abrimos y sabemos que no llevan a ninguna parte.
Lo extraño es que esto nos da una especie de autoridad moral. Hablamos por experiencia. Hemos visto el lado oscuro.
Estamos listos para seguir adelante. La luz nos atrae.
Cuando a Bhagwan Shree Rajneesh sus discípulos le preguntaron por qué en las Escrituras se dice que Dios ama al pecador, respondió:
Porque suele ser una persona más interesante.
Nosotros somos una generación interesante, pero no nos damos cuenta de ello. Cuando comprendí lo decisiva que es nuestra época, cuando vi que las decisiones que se tomen en este planeta en los próximos veinte años determinarán el tiempo de supervivencia de la humanidad, sentí miedo por el mundo. ¿El destino del mundo está en nuestras manos? «No -pensé-, no en las nuestras.
En las de cualquiera, salvo en las nuestras. Somos unos mocosos malcriados, en bancarrota moral.» Pero cuando me fijé mejor me sorprendió lo que vi. No somos malos. Estamos heridos.
Y nuestras heridas constituyen nuestra oportunidad de sanar.
En el exterior de las puertas del Cielo, sanar es una palabra que está de moda, y la que da forma a nuestros deseos. Hoy se respira en el aire un retorno de lo sagrado, pese al dolor, pese a los conflictos; muchas personas han asumido su mandato, consciente o inconscientemente, y han provocado ya el sentimiento de una excitación contenida, de una esperanza del Cielo.
En todos los ámbitos hay por lo menos vagas señales de que cada vez más personas asumirán responsabilidades mayores.
Antes de que despertemos, el "Espíritu Santo convierte nuestras pesadillas en sueños felices". He aquí algunas reflexiones sobre unos pocos sueños felices que posiblemente podrían llevar al mundo entero un poquito más cerca del Cielo.
Tiene que haber un perdón masivo y colectivo de todo lo que ha sucedido para que nuestra cultura tenga la oportunidad de sanar y de volver a empezar. Algunas de las mejores personas y de las más inteligentes que Norteamérica tiene para ofrecer se están desaprovechando porque no pueden sacudirse su pasado de encima. Qué triste para Norteamérica que personas en cuyo pasado ha habido mucho sexo o drogas, por ejemplo, estén demasiado marcadas de cicatrices para entrar en política por miedo de que las crucifiquen por su historia personal.
En relación con nuestro pasado, lo importante no es lo que sucedió, sino lo que hayamos hecho con ello.
Cualquier cosa puede contribuir a que ahora, si así lo decidimos, podamos ser personas más compasivas. Lo importante nunca es lo que hicimos ayer, sino lo que hemos aprendido de ello y lo que estamos haciendo hoy.
Nadie puede aconsejar mejor a un alcohólico en recuperación que otra persona que haya pasado por lo mismo, que esté más adelantada en el camino de la recuperación.
Nadie puede ayudar tanto como alguien que haya sufrido lo mismo personalmente. Yo nunca me interesé demasiado por Richard Nixon hasta que lo vi por televisión algunos años después de que abandonara la Casa Blanca. «Este hombre –pensé ha sufrido una humillación total, de la que no puede culpar a nadie más que a sí mismo. La única manera de que una persona pueda sobrevivir a una experiencia tan aplastante es que se haya puesto de rodillas y se haya arrojado en los brazos de Dios.»
Al verlo en la pantalla, sentí que él había hecho precisamente eso. Vi en su rostro una suavidad que antes nunca le había visto. «Ahora este hombre es interesante -me dije-. Parece que haya probado los fuegos de la purificación.
Ahora tiene más que nunca para ofrecernos.
Ahora confío en él porque me habla desde un lugar más auténtico.» Cuando estamos justo ante las puertas del Cielo, no tenemos miedo de pedir disculpas. Qué maravilloso sería para Estados Unidos si, en nuestro corazón y frente a todo el mundo, ofreciéramos reparación por la violación de nuestros propios y más sagrados principios en nuestro trato con naciones como el Vietnam.
Somos un gran país, y como todas las naciones, hemos cometido errores. Nuestra grandeza no reside en nuestro poder militar, sino en que nos atengamos a nuestras sagradas verdades internas.
Una nación grande, igual que una gran persona, admite sus propios errores, los expía y pide a Dios y a los hombres una oportunidad para volver a empezar. Esto no nos haría parecer débiles frente al resto del mundo, sino humildes y honestos, dos rasgos sin los cuales no hay grandeza. ¿Y no sería maravilloso -Abraham Lincoln nos preparó el camino- que pudiéramos presentar nuestras enormes y sencillas disculpas a todos los norteamericanos negros?
«En nombre de nuestros antepasados, os pedimos disculpas por haberos traído aquí como esclavos desde vuestra tierra natal. Reconocemos el dolor que esta terrible violación ha causado a generaciones de buenas personas.
Hacednos el favor de perdonarnos, y volvamos a empezar.»
Y entonces, lo menos que podríamos hacer es construir un monumento grande y perdurable a la memoria de los esclavos norteamericanos. Internamente, los blancos lo necesitamos más que los negros. A los norteamericanos de origen africano les resultará mucho más fácil perdonarnos cuando les hayamos pedido perdón. Todas estas cosas, evidentemente, también son válidas para los indios de nuestro país.
Mientras no se produzca esta Expiación, poco margen habrá para una sanación milagrosa de nuestras tensiones raciales.
Los desfiles que se organizaron para nuestros soldados que regresaban del conflicto del Golfo Pérsico, para mí representaron en parte un intento de rectificar el duro tratamiento a que sometimos a nuestros veteranos del Vietnam.
Ojalá también hubiera desfiles para nuestros maestros, nuestros científicos y el resto de nuestros tesoros nacionales.
Y hablando de tesoros nacionales, nuestros niños son el recurso más importante que tenemos.
Por una fracción del coste de mantener a un criminal en la cárcel durante un año, podríamos proporcionar a un niño desamparado una plétora de oportunidades personales y educativas que acabarían con la propensión a una desesperación completa. Entonces disminuirían muchísimo la tentación a experimentar con drogas, la delincuencia y otras sendas que llevan a comportamientos criminales.
No hay cantidad de dinero, tiempo o energía que sea excesiva para gastarla en nuestros niños. Ellos son nuestros ángeles, nuestro futuro. Si les fallamos, nos fallamos.
Justamente en el exterior de las puertas del Cielo, hay mucho que hacer mientras permitimos que la motivación de transformar al mundo proporcione energía a nuestra alma y se manifieste en nuestras convicciones.
Debemos tener fe en Dios y en nosotros mismos. Él nos hará saber lo que quiere que hagamos, y nos enseñará cómo hacerlo. En todas las comunidades hay trabajo por hacer. En todas las naciones hay heridas por sanar. En todos los corazones existe el poder de hacerlo.
LA NAVIDAD
«El símbolo de la Navidad es una estrella: una luz en la oscuridad.» La Navidad es un símbolo de cambio.
Significa el nacimiento de un ser nuevo, cuya madre es nuestra condición humana y cuyo padre es Dios.
María simboliza lo femenino que todos llevamos dentro, impregnado por el espíritu.
Su función es decir sí, quiero, recibo, no abortaré este proceso, acepto con humildad mi función sagrada. El niño nacido de esta concepción mística es el Cristo en todos nosotros.
Los ángeles despertaron a María en mitad de la noche y le dijeron que la esperaban en el terrado. «En mitad de la noche» simboliza nuestra oscuridad, nuestra confusión, nuestra desesperación.
«Ven al terrado» quiere decir: apaga el televisor, deja de emborracharte, lee mejores libros, medita y reza.
Los ángeles son los pensamientos de Dios. Sólo podemos oírlos en una atmósfera mental de pureza. Muchos de nosotros ya hemos oído que los ángeles nos llaman al terrado. De otra manera, no leeríamos libros como éste. Lo que sucede en estos momentos es que se nos da la oportunidad, el reto, de aceptar el espíritu de Dios, de acoger Su simiente en nuestro cuerpo místico. Nosotros seremos Su seguridad y Su protección.
Y si consentimos en ello, permitiremos que nuestro corazón sea la matriz para el Cristo niño, un puerto donde pueda crecer en plenitud y prepararse para su nacimiento en la tierra.
Dios nos ha elegido para que Su hijo nazca por intermedio de cada uno de nosotros. «No hay sitio», dijo el posadero a José.
La «posada» es nuestro intelecto, donde hay poco o ningún lugar para las cosas del espíritu. Pero eso no importa, porque Dios no lo necesita. Lo único que precisa es un poco de espacio en el establo, un poco de buena disposición por nuestra parte para que Cristo nazca sobre la tierra. Ahí, «rodeado de animales», en unidad con nuestra natural condición humana, damos nacimiento al único que rige el universo.
Los pastores en el campo ven antes que nadie la «estrella de la Navidad». Son los que atienden los rebaños, los que cuidan, protegen y sanan a los hijos de la tierra. Es lógico que sean los primeros en ver el signo de la esperanza, porque son ellos quienes la ofrecen.
Han convertido su vida en un terreno fértil para los milagros.
Ven la estrella y la siguen. Y se encuentran con la escena de Jesús en los brazos del hombre. Y los reyes del mundo acuden a rendirle homenaje. Eso se debe a que el poder del mundo no es nada ante "el poder de la inocencia. El león duerme junto al cordero"; nuestra fuerza está en armonía con nuestra inocencia.
Nuestra dulzura y nuestro poder no están reñidos.
«Largo tiempo languideció el mundo en el error y el pecado, hasta que Él llegó y el alma sintió su valor», dice una canción navideña inglesa. Con el nacimiento de Cristo, no una vez por año sino en todo momento, nos permitimos llevar el manto del divino Hijo, ser más de lo que éramos hasta ese momento.
Expandimos nuestra conciencia de nosotros mismos y nuestra identidad.
"El hijo del hombre reconoce quién es, y al reconocerlo se convierte en el Hijo de Dios." Y así el mundo queda redimido, recuperado, sanado e integrado.
El sueño de la muerte ha terminado cuando recibimos la visión de la verdadera vida. Jesús en nuestro corazón no es más que la verdad grabada en él, «el alfa y el omega», el lugar donde empezamos y a donde regresaremos. Aunque tome otro nombre, aunque adquiera otro rostro, Él es en esencia la verdad de lo que somos.
Nuestras vidas unidas forman el cuerpo místico de Cristo.
Reclamar nuestro lugar en este cuerpo es regresar al hogar.
Una vez más encontramos la relación apropiada con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos.
LA PASCUA DE RESURRECCIÓN
«El irresistible poder de la resurrección reside en el hecho de que representa lo que quieres ser.»
La Navidad y la Pascua son soportes de nuestra actitud para que alcancemos una visión iluminada del mundo.
Con una visión iluminada de la Navidad, comprendemos que tenemos el poder, por mediación de Dios, de dar nacimiento a un Yo divino. Con una visión iluminada de la Pascua, comprendemos que este Yo es el poder del universo, ante el cual la muerte misma no tiene realmente poder.
"La resurrección es el símbolo del júbilo." Es el gran «¡ajá!», el signo de la comprensión total del hecho de que no estamos a merced de la falta de amor, ni en nosotros mismos ni en los demás.
Aceptar la resurrección es comprender que ya no necesitamos esperar más para vernos como seres sanados y enteros.
Un día estaba sentada charlando con mi amiga Bárbara, que había recibido un triple golpe emocional: su padre se estaba muriendo, había roto con su novio, con quien tenía relaciones desde hacía siete años, y después se había liado apasionadamente con un típico «Peter Pan». Mientras hablábamos de los principios de la resurrección y de nuestro deseo de ir al Cielo, me comentó:
Me imagino que tengo que confiar en que Dios tenga un plan, y en que en su momento las cosas mejorarán.
Intenté hacer que comprendiera los principios del Curso con toda la profundidad posible; le señalé que teóricamente, como no hay tiempo, la cuestión no está en que Dios nos salve «más adelante».
El mensaje de la resurrección es que la crucifixión jamás sucedió, a no ser en nuestra cabeza. Le dije que tener conciencia de Cristo no significa creer que las heridas de la muerte de su padre sanarían, o que la ruptura con su novio se le haría más soportable con el tiempo, o que su aventura amorosa se convertiría algún día en una amistad. Tener conciencia de Cristo es comprender que el Cielo está aquí ahora: su padre no se moriría realmente cuando se muriera, el cambio de forma de una relación duradera no significa absolutamente nada, porque el amor en sí es inmutable, y la partida de Peter Pan tampoco significaría nada, porque el vínculo que los une es eterno.
Su tristeza no se basaba en hechos, sino en una ficción.
Era su interpretación de los acontecimientos, y no éstos en sí, lo que mantenía encadenado su corazón.
El Cielo es la transformación de estos acontecimientos en su mente. El mundo físico entonces prosigue. "La resurrección es nuestro despertar del sueño, nuestro regreso a la sensatez, y por lo tanto nuestra liberación del infierno."
Y así Barbara recuperó la alegría.
Las dos nos reímos como chiquillas mientras pasábamos revista a nuestras vidas, a las relaciones, las circunstancias y los acontecimientos que han contribuido a formar las cruces con las que cargamos. Reconocimos la avidez con que nos clavamos los clavos en manos y pies, aferrándonos a la interpretación terrena de las cosas cuando la opción de verlas de otra manera nos habría liberado y hecho felices.
Rezamos pidiendo tener la capacidad de recordar constantemente que lo único real es el amor.
Vimos, aunque sólo fuera por unos minutos, que nuestra desesperación era innecesaria. En aquel momento tuvimos un atisbo del Cielo y rezamos pidiendo ser capaces de experimentarlo con más asiduidad.
De Un curso de milagros: «El viaje a la cruz debería ser el último "viaje inútil". No te entretengas en él; dalo por finalizado. Si puedes aceptarlo como tu último viaje inútil, también eres libre de unirte a mí resurrección.
Mientras no lo hagas, tu vida realmente será un desperdicio.
No hará más que repetir la separación, la pérdida de poder, los inútiles intentos de reparación del ego y, finalmente, la crucifixión del cuerpo, la muerte.
Esas repeticiones continuarán indefinidamente hasta que se renuncie de forma voluntaria a ellas. No cometas el patético error de "aferrarte a la vieja y áspera cruz".
El único mensaje de la crucifixión es que tú puedes vencer a la cruz. Hasta que ese momento llegue eres libre de crucificarte con toda la frecuencia que quieras, pero este no es el evangelio que yo me proponía ofrecerte.
Tenemos otro viaje por emprender, y si lees cuidadosamente las lecciones que aquí se ofrecen, éstas te ayudarán a prepararte para iniciarlo.» Al final del Libro de ejercicios se nos dice: «Este Curso es un comienzo, no un final». Un sendero espiritual no es el hogar; es un camino hacia el hogar.
Nuestra casa está dentro de nosotros, y continuamente estamos escogiendo entre descansar en ella o luchar contra la experiencia. «Lo que verdaderamente nos aterra -dice el Curso- es la redención.» Pero dentro de nosotros hay Uno que conoce la verdad, a quien Dios ha confiado el trabajo de ser más listo que nuestro ego, más hábil que nuestro odio hacia nosotros mismos. Cristo no ataca al ego; lo trasciende.
Y "Él está dentro de nosotros en todo momento, en todas las circunstancias. Está a nuestra izquierda y a nuestra derecha, delante y detrás de nosotros", encima y debajo de nosotros.
"El Cristo responde plenamente a nuestra menor invitación."
Con nuestras oraciones Lo invitamos a entrar, a Él que ya está dentro. Cuando oramos, hablamos con Dios. Y Él nos responde con los milagros. La interminable cadena de comunicaciones entre amado y amante, entre Dios y el hombre, es la canción más hermosa, el poema más dulce. Es el arte supremo y el amor más apasionado. Dios amado, te doy este día, el fruto de mi esfuerzo y los deseos de mi corazón. En Tus manos pongo todas las preguntas, en Tus hombros deposito todas las cargas. Ruego por mis hermanos y por mí. Que podamos volver al amor. Que nuestra mente pueda sanar. Que todos seamos bendecidos. Que podamos encontrar el camino a casa, ir del dolor a la paz, del miedo al amor, del infierno al Cielo.
Venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo. Porque Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria. Por los siglos de los siglos. Amén. FIN * * *
Este libro fue digitalizado para distribución libre y gratuita a través de la red Digitalizador: Desconocido - Revisión y Edición Electrónica de Hernán. Rosario - Argentina 4 de Marzo 2003 – 01:15
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