LA BUSQUEDA
Capitulo- 1 (Octavo Escrito)
Recuerdo de un pasado tormentoso
Para aprovechar el hermoso día, fui con la mujer y un guía hasta el cerro El Colchiquí. Había algo que me atraía sobremanera de ese lugar y como había aprendido a seguir mis sensaciones internas quise llegar hasta la cima. Costó subir, pero a medida que ascendíamos el paisaje era cada vez más bello.
Metros antes de llegar hasta la parte más alta, me detuve sobre una ladera y comenté: “Miren lo que sería caerse desde acá”.
La mujer decidió que en ese lugar se quedaría descansando, así que con el guía subimos hasta el pico del cerro.
El 25 de mayo amaneció radiante.
Nos preparamos bien temprano para salir.
Instantes antes de subirnos a la camioneta, impulsado por una inquietante duda interna se me ocurrió preguntarle a la mujer: “Decime la verdad, en otra vida me porté muy mal, ¿no?”.
Su respuesta, acompañada por una fría mirada, confirmó mi intuición. “Sí, te portaste muy mal, pero mejor no te cuento”.
No podía cargar con tremenda inquietud, así que le pedí que me hiciera el favor de contarme. Tras asegurarse de que realmente quería saberlo, me explicó: “Mientras subías el último tramo del cerro El Colchiquí, vi que en otra vida fuiste un soldado raso español, que corría por la montaña matando indios y violando mujeres.
Y por querer someter a una joven india te caíste y moriste, junto con otros soldados, en el mismo despeñadero que ayer te causó tanta impresión”.
Era una revelación demasiado impactante. Sobre todo para recibirla a las 8 de la mañana. Unos minutos más tarde, cuando nos dirigíamos al sitio donde por la noche teníamos que acampar, les dije que tenía que compartir algo con ellos.
Me costó hilvanar las primeras frases. Sentí pudor por lo que estaba punto de manifestar: “Quiero decirles que aunque parezca una verdadera insensatez lo que me acaba de decir, hay tres cosas que hacen que tenga que dar crédito a sus palabras.
La primera es que siempre sentí afinidad con España, al extremo que estuve a punto de irme a vivir a ese país.
La segunda es que siempre le tuve pánico a las alturas; y según el reconocido psiquiatra estadounidense Brain Weiss, en uno de sus libros señala que las fobias están relacionadas con maneras traumáticas de morir en vidas pasadas.
Y la tercera y última, y esto es algo que nunca me animé a contarle a absolutamente a nadie, porque me parecía un disparate tremendo, internamente sentía que fui un violador”. Luego de escuchar en silencio lo que les manifesté, la mujer agradeció mi sinceridad y se largó a llorar.
“No saben lo difícil que es para mí dar crédito a lo que puedo ver. Por eso las palabras de Julio me hacen llorar tanto, ya que confirman que las cosas que me muestran son ciertas.
No crean que yo no dudo sobre lo que canalizo. Soy humana como ustedes”, acotó. Para intentar cambiar el clima, empezaron las bromas y las cargadas. Esa era siempre la mejor manera que encontrábamos para salir de las situaciones emocionalmente comprometidas.
Al llegar al sitio donde vivía Miguel, nos enteramos de que ese día era el cumpleaños del Padre Pío.
Rezamos una oración todos juntos y le pedimos que nos protegiera mientras estuviésemos acampando en el cerro. Fernando se sumó al grupo. Dejamos la camioneta estacionada y desde lo de Miguel salimos caminando con las mochilas.
El Pajarillo quedaba justo frente a su casa. Nos esperaban dos largas horas de caminata a través de terreno sin demarcar y arbustos con espinas.
Al llegar a la cima, armamos la carpa. Buscamos leña para hacer fuego. Luego vino lo mejor. Nos sentamos a contemplar el majestuoso paisaje que nos rodeaba, sin ningún tipo de preocupaciones.
Gabriel, Alejandro, Fernando y yo estábamos a punto de quedarnos dormidos al sol, cuando la mujer nos llamó para que nos juntásemos a rezar el rosario. Rezongamos un poco, pero accedimos. Nos sentamos, en forma de cruz, tal como lo había canalizado. Estábamos por terminar el tercer misterio, cuando su voz se silenció por un instante, me miró fijamente y dijo:
“Julio, frente a vos hay un jefe indio a caballo, que lleva el torso descubierto y tiene en su mano una lanza, con la que te está apuntando. Me dice si estás dispuesto a dar una prueba de tu arrepentimiento, por lo que le hiciste a su gente”. Quedé mudo. No sabía qué decir. Por la mañana había reconocido que, de acuerdo con mis sensaciones más secretas, tal vez fuese cierto que en otra vida fui un soldado español. Pero de ahí a sentir culpa y tener que hacer algo para enmendar el supuesto error, había una distancia sideral.
Así que dudé y seguí sin emitir sonido alguno. “Julio –insistió, con vehemencia, la mujer–, te recuerdo que te está apuntando con una lanza y quiere que le respondas”. Por más que no divisaba al aborigen, el tono grave de sus palabras hizo que le dijera que sí. “Me dice que tenés que tallar, en madera, algo que manifieste tu arrepentimiento y colocarlo en el lugar desde donde caíste persiguiendo a su gente”, precisó. Ni bien transmitió su mensaje, el indio se retiró y continuamos rezando.
Una vez que completamos el rosario y nos pudimos distender, Alejandro mencionó que también lo había visto y confirmó que era tal cual la mujer lo describió. Sus palabras me estremecieron. Cuando oscureció, el viento empezó a soplar muy fuerte y la temperatura estuvo por debajo de cero grado. Tanto temblaba que aprendí a tomar mate a la fuerza. Necesitaba calentar mi cuerpo.
A medianoche volvimos a rezar el rosario.
La canalización marcaba que lo debíamos hacer cuatro veces. Nos sentamos los cinco en el interior de la carpa. Estábamos por concluir el segundo misterio. Repentinamente, el perro que nos había acompañado (el mismo que en la piedra lamió mi frente) empezó a torear intensamente.
“No se alarmen –sostuvo Alejandro–. Se están presentando los espíritus de los indios, simplemente nos vienen a observar”.
Se escuchaban pasos a nuestro alrededor. El perro realmente ladraba como si estuviese viendo lo que pasaba.
Cuando se serenó, terminamos de rezar. Sabía que esa noche me resultaría difícil dormir. La única forma de sobrellevar el frío era sentarse lo más cerca posible del fogón, bien abrigado, sin abandonar el mate ni el té. Cuando la mujer se fue a la carpa, para intentar descansar, los chicos me pidieron que les pasara agua para calentar. Estaba todo tan oscuro, que les di la primera botella que tuve al alcance de mi mano.
Permanecimos en vela durante toda la noche. Poder contemplar la salida del sol fue fantástico. Nos dio ánimo.
Estábamos cansados. Aún nos faltaba rezar el último rosario. Realizamos luego un pequeño ritual de agradecimiento, y la mujer nos pidió que le alcanzáramos la botellita de plástico, color verde, que contenía agua bendita de San Nicolás.
Nos miramos entre los cuatro varones y comenzamos a reírnos sin parar. La mujer no entendía nada.
Como pudimos, le explicamos que el agua que buscaba la habíamos usado en la madrugada, por error, para tomar mate. Una vez que dejamos de reírnos y hacer bromas con que nos habíamos purificado, al beber agua bendita, nos sentamos sobre una piedra para rezar por última vez. Mientras pronunciaba el Padre Nuestro, me llamó la atención la presencia de abejas y una mariposa blanca. De pronto la mujer anunció que estaba presente un arcángel, que al instante dio paso a la Virgen María.
Por su intermedio, la Virgen nos preguntó a cada uno si estábamos dispuestos a convertirnos en soldados de Cristo.
A medida que mencionó nuestros nombres, aceptamos.
El cansancio, sumado a que no era muy partidario de andar rezando rosarios y que no veía nada de lo que la mujer nos estaba diciendo, hacía que no tomara muy en serio sus palabras. También estaba molesto por tener que confiar en cosas que no podía ver ni escuchar. “La Virgen María se está retirando y ahora aparece bajo distintas advocaciones”, narró la mujer.
“Julio, la Virgen de San Nicolás está parada frente tuyo”.
No terminó de decir la frase, cuando sentí que dos bolas de energía comenzaban a girar a toda velocidad sobre las palmas de mis manos”. No lo podía creer. Miré mis manos y me las acerqué al rostro. No veía absolutamente nada, pero sentía que las esferas no paraban de girar. La sensación física, en relación con el peso, era como estar sosteniendo dos bolas de madera –como las que se tiran en el juego de bochas– que se movían a una velocidad impresionante.
La experiencia duró cerca de quince segundos. No recuerdo qué fue lo que me dijo la canalizadora. Sólo tengo presente cuánto me impactó lo sucedido, porque minutos antes estaba fastidiado por no ver ni escuchar nada de lo que la mujer decía presenciar. Sin embargo pude sentir la energía de la Virgen.
Una vez más dudé y nuevamente tuve una prueba contundente ante mi falta de fe. Sé que la mujer siguió recibiendo mensajes para el resto, pero había quedado tan absorto con lo que me pasó que ni siquiera hice el esfuerzo por registrar nada más.
Ingreso a la ciudad intraterrena
Al finalizar el último rosario intentamos relajarnos. Mientras intercambiábamos nuestras experiencias, Alejandro comentó que no comprendía el sentido de la canalización y se quedó mirando el suelo. Como sabíamos que generalmente era de permanecer callado, continuamos hablando entre nosotros.
Su letargo se rompió con una revelación extraordinaria: “No puede ser –dijo exaltado–. Acabo de entrar. Entré, fue increíble”. Ninguno de los cuatro entendía de qué estaba hablando, así que le pedimos que nos explicara qué era lo que le pasaba.
“Estaba mirando esa piedra de cinco puntas y de pronto sentí que la montaña me tragó. Pude ver una gran cúpula central, que estaba iluminada con algún tipo de energía que desconozco.
La cúpula estaba atravesada por dos grandes diagonales, que parecían ser calles, las cuales marcaban, con exactitud, los cuatro puntos cardinales. También había cúpulas más pequeñas, que parecían casas. De golpe aparecí acá, con ustedes.
Fue mágico”. Sus palabras estaban cargas de excitación y también de felicidad. Para su tranquilidad, Fernando le explicó que acababa de entrar a la ciudad intraterrena llamada ERKS.
“Lo que nos contás –puntualizó– es similar a varios de los relatos que escuché de algunas personas que estuvieron en Capilla del Monte”. Gabriel, el otro lugareño que acampó con nosotros, también le aportó serenidad. Le indicó que no se preocupara.
“No te aflijas porque no estuviste alucinando, es absolutamente real. Lo que pasa es que la gran mayoría de las personas no cree en su existencia”. Mientras recapitulábamos lo ocurrido, nos dimos cuenta de que estuvo en dos lugares al mismo tiempo.
Su sensación fue que ingresó físicamente a la montaña, de manera vertiginosa. Sin embargo, nosotros lo vimos en todo momento parado a nuestro lado, mirando fijamente el suelo rocoso.
Antes de subir a El Pajarillo, Alejandro no creía en las ciudades intraterrenas. “Es imposible que existan”, afirmaba. Su fenomenal vivencia, ratificada por los testimonios que posteriormente encontró en Internet y en varios libros, hizo que modificara su punto de vista. Ya no era una cuestión de creer o no creer en que pudiesen existir, él sabía.
Y cuando uno sabe, las creencias se evaporan bajo el ardiente sol de la certeza.
Alrededor del mediodía consideramos que era hora de juntar la carpa y las mochilas, para empezar a descender del cerro.
Lo vivido fue tan movilizante que, prácticamente, no hablamos durante el descenso. Además, el majestuoso paisaje invitaba a la introspección. Al bajar esbocé una sonrisa. Rememoré lo que le había pasado a mi amigo en su ojo y las palabras de la mujer:
“Su ser interno sabe que algo está por suceder y se niega a verlo”. También asocié lo acontecido con el sueño lúcido.
Llegué al parador de Miguel demasiado agotado. Fui el primero en hablar con él. Sus palabras me cayeron como un baldazo de agua helada: “¿Y, cómo les fue en el cerro? ¿Se encontraron con el indio?”. “¿Cómo dijo?”, le cuestioné asombrado, creyendo que había escuchado mal. “Pregunté si se encontraron con el indio que custodia estos cerros –aclaró–.
Anda a caballo, tiene el torso descubierto y porta una lanza”.
Era muy fuerte escuchar sus palabras.
Una cosa era haberlo vivido en la cima de El Pajarillo y suponer que podría tratarse de alguna especie de delirio colectivo.
Otra, muy diferente, era caminar por más de dos horas para que alguien me preguntase, con cierto aire inocente, si había estado con el indio. Ante mi insistencia por conocer más detalles, Miguel especificó: “Al indio sólo lo vi una vez, pero siempre puedo sentir su presencia. No se trata de una persona física, sino que está en forma etérica”. Terminé de escucharlo y me senté. Del susto, mis piernas comenzaron a debilitarse. Aquello que había vivido en la cima del cerro era verdad. No me quedaron dudas de que, por más que no tenía ni idea cómo hacerlo, ni bien pudiese me pondría a tallar algo que representara mi arrepentimiento por matar a los indios.
Al llegar la noche, me caía de sueño. Nos fuimos a descansar. Debíamos retornar a Olavarría al día siguiente y tenía que estar distendido para poder manejar. Por la mañana, bien temprano, acomodamos nuestros bolsos en la parte trasera de la camioneta. Saludamos a todos con un fuerte abrazo y nos pusimos en marcha. A las pocas cuadras, nos pusimos a intercambiar opiniones sobre lo vivido. Ese tipo de ejercicio mental nos daba la posibilidad de mirar lo sucedido en distintas perspectivas, nos ayudaba a captar detalles que se nos habían pasado por alto y, fundamentalmente, nos brindaba enseñanzas adicionales.
De esa manera, la extensa distancia que teníamos que recorrer se nos hacía más entretenida. La charla nos permitió acordar que teníamos la impresión de que las canalizaciones se estaban presentando como un nuevo sistema de enseñanza sincrónico, de carácter multidimensional, que requería nuestro máximo esfuerzo para su decodificación, asimilación y posterior puesta en práctica. También pudimos encontrar la respuesta a por qué era necesario desplazarse. Comprendimos que, de no habernos movido físicamente, hubiese sido imposible que todo ese marco –es decir, el cerro, las personas, la ciudad de Capilla del Monte, la energía de las montañas, etc. – se moviese hasta donde residíamos nosotros.
“Movernos externamente también ayuda a generar movimientos internos”, recalcó Alejandro, para cerrar ese punto de la charla. Creímos que, tal vez, debíamos empezar a registrar, en forma escrita, las señales que fuésemos recibiendo, aunque inicialmente pudieran parecernos muy disparatadas.
Porque luego terminaban convirtiéndose en piezas que encajaban y cobraban sentido.
Mientras pensábamos e intercambiábamos sensaciones estábamos serios.
Al darnos cuenta que lo que nos sucedía superaba, holgadamente, los argumentos de la ciencia–ficción, comenzamos a reírnos.
Acordamos que, en el caso de que termináramos haciendo un film sobre lo vivido, la película se llamaría “Locura Mística”.
En medio de tanta risa, comentamos que, con todo lo que nos estaba tocando vivenciar, podríamos hacer una zaga, en donde películas como “El señor de los anillos” y “Harry Potter” parecerían cuentos infantiles.
“Se me ocurrió una idea –le dije–, tendríamos que traer a los viajes una filmadora. De esa manera, cuando la película se edite, le podríamos entremezclar imágenes que le darían un realismo tremendo”. Cansados de reírnos, dejamos los delirios de lado y nos quedamos en silencio por un buen trecho.
Como nos habían recomendado que tratáramos de mantenernos en oración, intentamos rezar un rosario. Nunca lo habíamos hecho solos. En medio de un padrenuestro, al mejor estilo de la mujer, hice una pausa y le dije muy serio: “Me están diciendo que…”. Alejandro se sorprendió muchísimo, porque pensó que estaba canalizando en serio y lloramos de risa.
Había que recurrir al humor. Teníamos que distendernos. Todavía quedaba una tarea muy áspera, explicarles a nuestros familiares lo que había pasado, sin despertarles el deseo de internarnos en algún neuropsiquiátrico para toda la vida.
Antes de que llegáramos a Olavarría, Alejandro me manifestó que no hablaría a menos que le preguntaran. “De todos modos no nos van a entender. Esto es creíble sólo para nosotros porque fuimos testigos de cada una de las cosas que pasaron y sabemos que fueron ciertas. Pero si lo contamos, nos van a empezar a mirar mal, porque esto rompe con lo establecido y la gente lo único que quiere es seguridad. No pretenden que le cambien la manera que tienen de entender la realidad.
Eso los desequilibra y les produce miedo”. Sus palabras estaban en lo cierto. Me di cuenta tarde. No pude con mi genio e intenté contarle a cuanta persona se me cruzó lo que nos había pasado. Sentía que tenía que compartir lo que sabía. No me lo podía guardar. Creí que los demás tenían derecho a conocer. Pero ésa era sólo mi creencia. Comprobé que, generalmente, las personas tienen pavor de enfrentar lo desconocido y para proteger sus opiniones desacreditan la de los demás.
Faltaba poco más de una semana para afrontar una nueva canalización y tenía el ánimo por el suelo. Estaba confundido y asustado. Sabía que someterme a otra nueva experiencia, en tan corto tiempo, podía resultar aún más desestabilizante.
Además estaría solo. Serían siete días en un monasterio, sin saber para qué. Internamente era un caos. Por más que quería largar todo y ponerme a hacer cosas comunes y terrenales que me enraizaran, no podía. Tenía que seguir. Quería averiguar por qué se estaba desplegando frente a mis ojos esta nueva realidad. Además, la señal que en su momento pedí para ver si tenía que ir con los monjes fue tan clara, tan contundente, que no podía hacerme el desentendido. Buena parte de mi confusión radicaba en mi incapacidad por establecer una conexión lógica entre las vivencias. Situar a la Virgen, los espíritus de los indios y los seres de la ciudad intraterrena en un mismo plano, parecía un auténtico cambalache.
Una película mal editada. Tenía que existir un error.
Me tranquilizaba el simple hecho de pensar que podría hablar con algún monje. Seguramente, alguno de ellos podría ayudarme a clarificar la situación. Mi único consuelo era saber que, aunque los demás pudiesen mirarme con desconfianza, siempre fui honesto conmigo mismo. Analizar cada situación desde los más diversos ángulos y someterlas a juicio crítico, sin piedad, me garantizaba poner siempre lo máximo de mí para no engañarme. Quería saber la verdad. No estaba interesado en comprar espejitos de colores.
Continuara....