miércoles, 30 de marzo de 2016

Libro Despertar La clave para volvernos más humanos (Julio Andres Pagano)

LA BUSQUEDA
Capitulo- 1 (Quarto Escrito)
El primer viaje: la curiosidad como impulso
Cinco días más tarde, con mis hermanos Celina y Tomás partíamos desde Olavarría a Capilla del Monte para subir al cerro El Pajarillo.
Si bien mi hermano no fue mencionado en la canalización inicial, por teléfono le consultamos a la mujer si podíamos llevarlo, porque él insistía en que quería viajar con nosotros. Distinta era la postura de mi otro hermano, Lucas, que pese a ser muy joven se mostraba totalmente escéptico y tildaba de loco lo que estábamos por hacer. Nuestra madre, por su parte, nos decía: “No sé cómo los crié para que me salieran así de raros”.
En medio de bromas y mucha excitación por lo que supondría subir a la montaña, no caímos en la cuenta de que estábamos viajando, un 21 de enero, hacia un lugar turístico que estaría repleto de personas, por lo que encontrar un lugar donde dormir no iba a ser fácil.
Luego de 900 kilómetros de marcha en camioneta, llegamos a Villa Giardino y localizamos la iglesia.
Era tal cual nos la había descripto: antigua, de la época de los jesuitas y tenía un cementerio al frente.
Una vez que logramos hablar con Irma, la guardiana del lugar, entramos a la capilla y constatamos que, efectivamente, la estatua de la Virgen había sido robada. Todavía se lograba ver sobre la pared el contorno de su silueta. Le comunicamos a la mujer el mensaje que teníamos para darle.
Ella nos comentó que tenía esperanzas de que se pudiera recuperar, pero que sabía que detrás del robo había intereses políticos de por medio. Celina habló a solas con el chico, que tenía una mirada muy pura y era demasiado tímido. Nos dijo que no podía contarnos lo que le había dicho el joven, porque se trataba de un mensaje personal. Lo único que nos contó fue que ella le regaló una lámina con la imagen del Padre Pío, para que lo proteja. De esa manera, dimos por cumplida la primera parte del viaje con cierto nerviosismo, por comprobar que las cosas que la mujer había canalizado eran ciertas.
Continuamos la marcha. Llegamos a Capilla del Monte bastante cansados. Ninguno de los tres había estado anteriormente en esa ciudad y no teníamos referencias válidas sobre a qué hotel ir o dónde parar.
Empezamos a buscar. Todo estaba ocupado. De pronto, Tomás dijo: “Miren ese duende dibujado en la pared, indica que tenemos que ir en esa dirección”. Lo tomamos como una señal y avanzamos con el vehículo. La calle nos llevó hasta la “Hostería de las Nubes”, donde conocimos a Gabriel, propietario del lugar.
Un ser por demás humano, quien al igual que nosotros reconocía que estaba atravesando un fuerte proceso de búsqueda personal. Gracias a su hospitalidad, pudimos sentirnos muy cómodos y a gusto, mientras nos poníamos en campaña para ver cómo haríamos para subir al cerro El Pajarillo. No habíamos terminado de acomodarnos en la habitación, cuando Gabriel nos dijo que en veinte minutos un grupo de personas sería guiado por una mujer “contactada” hasta el playón situado frente al conocido Cerro Uritorco. Famoso, internacionalmente, por los avistamientos de ovnis. Pese a que eran pasadas las diez de la noche y estábamos muy cansados, no dudamos un instante en aceptar la invitación.
Mientras nos dirigíamos al lugar, Gabriel nos explicó que Lina, la mujer que conduciría la ceremonia, era una persona que, desde muy joven, fue capacitada por seres de otro planeta como guía, para establecer contactos primarios. Desde corta edad me sentí atraído por el fenómeno ovni. Consideraba que, por una simple cuestión de probabilidad, habiendo tantos y tantos millones de galaxias similares a la nuestra, era factible que existiesen otros tipos de civilizaciones. Pero, hasta ese momento, mi experiencia no pasaba de algún par de lecturas sobre el tema, así como por la cobertura periodística de sorprendentes círculos aparecidos en quintas y campos de Olavarría –atribuidos a extrañas luces o naves extraplanetarias– durante fines la década del ochenta. Una vez en el playón, nos encontramos con un grupo de personas que también estaba expectante por lo que pudiese suceder. Lina nos dio la bienvenida.
Explicó que lo que estábamos por presenciar era una ceremonia de iniciación, en donde ella se contactaría con los seres de ERKS (sigla con que se designa a la ciudad intraterrena situada a los pies del Cerro Uritorco, que significa Encuentro de Remanentes Kósmicos Siderales), para que pudiéramos tomar conciencia de que no estábamos solos en el universo.
Tras recitar algunos mantras y hacer saludos en forma circular, a lo lejos pudo observarse que, en el cielo, se encendían y apagaban fuertes luces, que parecían responder a sus gestos. Según sus palabras, se trataba de naves centinelas, que contribuían al proceso de ayudar al hombre a que despierte a una nueva realidad. Esa noche nos costó dormir. Nuevamente habíamos formado parte de una realidad distinta a la cotidiana.
Todavía nos restaba cumplir con lo canalizado. Al día siguiente llamamos por teléfono a un baquiano, para que nos condujera hasta la cima del Cerro El Pajarillo.
De acuerdo con la canalización, teníamos que comenzar a subir a las cinco de la mañana, pero como el día estaba lluvioso lo hicimos recién a las once, cuando el cielo se despejó. Un intenso calor, que superaba los treinta grados, sumado a una cantidad increíble de tábanos y plantas con espinas respetables, hicieron que el ascenso no fuera para nada placentero. A eso se sumaba que, por tratarse de un cerro virgen, no había senderos marcados para subir. Recuerdo que los últimos cien metros los subí rezando, porque no me quedaban más fuerzas. No vi nada. Tampoco sentí que “regresaba a casa”, como me lo había manifestado la mujer.
Descendí discutiendo con mis hermanos. De algún modo tenía que liberar la bronca que sentía por haber hecho más de mil kilómetros para someterme a un calvario, por el simple hecho de ser curioso. Por teléfono, le narramos a la mujer lo sucedido. Nos respondió que teníamos que aprender que las canalizaciones debían cumplirse al pie de la letra, porque de esa manera se pone de manifiesto el grado de compromiso con el mensaje recibido.
“Si dicen a las 5 de la mañana –aclaró–, deben hacerlo a esa hora, aunque llueva o truene, ya que sólo respetando lo dicho se dan las circunstancias para que cada uno reciba lo que tenga que recibir”. Estábamos por regresar a Olavarría, cuando nos propusieron si queríamos acampar la noche siguiente en el Cerro Uritorco. Los tres estuvimos de acuerdo y nos fuimos a descansar para reponer fuerzas. Aunque esta vez el camino estaba marcado, subir al Uritorco en días de calor intenso resulta cansador.
El esfuerzo bien lo vale, por el maravilloso espectáculo que ofrece en cuanto al paisaje, así como por el imponente marco que regalan las estrellas al anochecer. Mientras subíamos, a las dos de la tarde se escuchó un fuerte zumbido. Lo único que pude ver fue que, desde una de las laderas del cerro, salió una luz verde a gran velocidad. El avistaje, de lo que el guía calificó como una canepla, no duró más de dos segundos. Acampamos por algunas horas en el Valle de los Espíritus y en la madrugada emprendimos la marcha, para ver el amanecer desde la cima.
Subir el último tramo a la luz de las linternas, no fue simple como suponíamos. Sin embargo, nuestro esfuerzo se vio recompensado por la ceremonia que realizó nuestro guía, quien agradeció al padre Sol y a la madre Tierra, por medio de emotivas canciones.
Cerca del mediodía descendimos del Uritorco. Pese a las recomendaciones, emprendí el regreso a Olavarría. Fuimos por dos días y terminamos quedándonos cinco.
Al cabo de tres horas de viaje, noté que lo que nos habían dicho era cierto: “No viajen porque la energía del lugar hace que se sientan plenos, pero ni bien se alejen de Capilla del Monte sentirán el cansancio por el esfuerzo que hicieron durante la estadía”. Un café en cada estación de servicio me ayudó a seguir viaje.
Regresamos a Olavarría cerca del anochecer. Todo lo vivido nos pareció muy intenso, pero el tema de la canalización nos había dejado sabor a poco. Aunque sabíamos que no cumplimos, al pie de la letra, con lo que se nos había manifestado.
Hasta ese momento, mi vida se desarrollaba dentro de márgenes controlables. No sabía que faltaban sólo un par de meses para que mi realidad diera un giro de ciento ochenta grados. Durante febrero y principios de marzo del año 2004, seguí trabajando en el desarrollo del parque temático. Esa era la única manera en que sentía que estaba haciendo lo que me gustaba. Pero ni bien dejaba la computadora de lado, mi angustia existencial parecía ahondarse. Un llamado telefónico desde Córdoba, por parte de mi hermana, hizo que esa sensación de angustia se agudizara todavía más: “Mirá el canal Crónica, están pasando que dos asaltantes entraron para robar a la casa de la mujer que canalizaba y la violaron”. Un verdadero acto de barbarie. No fui capaz de llorar.
Había desarrollado el tortuoso hábito de bloquear mis emociones y ahogar mis lágrimas. Ese mecanismo de defensa, que me llevó varios años poder modificar, me permitía mostrarme fuerte en las situaciones difíciles, para que los demás tuviesen alguien en quien apoyarse.
Escuchando mi voz interior
Para Semana Santa, sentí que necesitaba irme a Necochea. Tenía que pensar en cómo seguir avanzando con el proyecto, pero, sobre todo, tenía que intentar encontrarme a mí mismo. Me sentí egoísta por tener ese impulso, aunque sabía que si quería lograr cambios en mi vida, debía empezar a escuchar mi voz interior.
Eso implicaba dejar la racionalidad de lado y dar pasos en el vacío, sin que existieran motivos lógicos que justificaran mi accionar. Percibía, claramente, que eso era lo que tenía que hacer.
Mi mente se resistía, pero por primera vez no me importó. Estaba decidido a que fuese la intuición quien me guiara. Llamé por teléfono y alquilé un departamento, que daba frente al mar, durante quince días. Le pedí disculpas a mi familia por no llevarlos.
Ellos, a su modo, me entendieron. Les dejé la camioneta para que estuvieran más cómodos y viajé en la de mi madre, que estaba disponible. La noche anterior al viaje, Celina llamó para preguntarme si me iba a Necochea porque sabía que durante Semana Santa la mujer que canalizaba iba a estar en esa ciudad para intentar reponerse de lo que le había sucedido. Le respondí que no sabía nada, así que ella me pasó el mail para que intentara comunicarme. Lo único que hice fue enviarle un correo electrónico dándole ánimo, y le dejé el número de teléfono y la dirección de donde me hospedaría, por si le podía ser útil en algo. Viajé el miércoles 7 de abril.
A medida que recorría la ruta, mi cabeza se perdía en miles de pensamientos: ¿por qué viajo sin realmente saber para qué? ¿Me estaré volviendo loco? ¿Qué necesidad tengo de complicarme tanto? ¿Por qué no vuelvo a trabajar al diario y llevo una vida normal, en vez de hace este tipo de pavadas sin que existan motivos racionales que lo justifiquen? Para colmo de males, cuando llegué a Necochea llovía y la ciudad estaba desolada.
Demasiado gris. La mayoría de los negocios estaban cerrados y, en algunos casos, tapiados con maderas para evitar robos. De haber sido un maniático depresivo, esa era la tarde ideal para despedirme del mundo. Mi ilusión de sentarme en la playa a meditar se había apagado con el agua de lluvia, así que no tuve mejor idea que acostarme a dormir. Al día siguiente fue Jueves Santo. No llovía, pero el viento y el frío se hacían sentir. No me importó. De todos modos decidí salir a caminar por la playa.
Cada tanto el Sol asomaba y se volvía a esconder.
Era extraño ver el paisaje tan desértico. Muy de tanto en tanto me cruzaba con algunas personas que caminaban solas. Me daban ganas de preguntarles si estaban tan confundidas como yo, pero no me animaba. Miraba hacia abajo y seguía caminando. Las olas eran indiferentes a mi presencia, seguían con su eterno ritual de coronar la costa con espuma. La caminata se hacía más llevadera escuchando música de relajación, en el reproductor de mp3.
Casi instintivamente, evité dar un paso. Al mirar hacia abajo, comprobé que estaba a punto de pisar una abeja. Me pareció raro poder darme cuenta de su presencia, porque su figura se perdía entre la arena. Estaba dada vuelta. La toqué suavemente y pudo volar. A los pocos metros, nuevamente lo mismo. Me detuve y encontré otra abeja que necesitaba ayuda. La di vuelta y emprendió su vuelo. Eso no hubiese llamado demasiado mi atención, si no fuese porque el mismo hecho se repitió, por tercera vez, unos metros más adelante. Sin proponérmelo, me detuve y evité pisar a otra abeja, a la cual también ayudé para que pudiera seguir su rumbo.
Salvo por este particular episodio, hasta en ese momento intrascendente, pasé la mañana y parte de la tarde sin indicio alguno sobre por qué sentí que tenía que estar en Necochea para esa fecha. Al regresar al departamento, tenía un mensaje en el celular de la mujer que canalizaba. Me explicaba que no estaba bien, pero que sentía que teníamos que encontrarnos. Dejó dicho que, a las nueve de la noche, pasaría a buscarme para tomar un café.
Eran cerca de las seis de la tarde. Recién me había dado una ducha con agua caliente. Mi esposa llamó para ver cómo marchaban las cosas. Mientras le comentaba que me reuniría con la mujer, vi por la ventana del departamento que en la playa había una familia que se había encajado con el auto y no había nadie que los auxiliara. “Te vas a quedar vos también”, me dijo Claudia. Intuí que tenía razón, pero no podía permanecer indiferente. Corté y me dirigí rápidamente hacia la playa. El auto estaba muy encajado y la marea subía. Le expliqué al hombre que tenía una camioneta cuatro por cuatro, pero, como era de mi madre, no sabía usar la doble tracción.
De todos modos, me ofrecí para intentar sacarlo. Había anochecido. Corrí a buscar el vehículo, presintiendo lo que me esperaba. Apenas me puse detrás del auto, para sacarlo, quedé en-cajado. La camioneta no movía para ningún lado. “Quién me mandó a meterme”, me reproché internamente. Luego de varios intentos, aprendí a usar la doble tracción. Bajé también el aire de las ruedas para que se afirmara mejor la camioneta y logré auxiliar a la familia, tras una hora y media de esfuerzo.
La expresión de alegría del matrimonio me llenó de júbilo. Ellos no lo sabían, pero, en realidad, el auxiliado fui yo, por que me dieron la oportunidad de sentirme útil. Cuando el reloj marcó cerca de las nueve de la noche, fui a un restaurante con la mujer que canalizaba.
Se la veía triste, cansada, con poco ánimo. Me contó lo que le había sucedido. Hablarlo le hacía bien. La ayudaba a liberar su traumática vivencia. A medida que avanzaba en el relato, se le entrecortaban las palabras. “Todavía no sé por qué tengo que estar sentada con vos –me dijo–, pero quizás dentro de un rato pueda saberlo”.
En medio de la cena, me recordó que me sentía como si fuese su hermano, porque veía que en otra vida, cuando fui monje benedictino, la cuidé hasta que murió.
Dijo, además, que en ese entonces, mi aspecto era muy diferente: era flaco, alto, rubio y un poco pelado. Seguimos conversando. Ella hizo una pausa. Desenfocó su mirada y me comunicó que estaba recibiendo que, al día siguiente, debía acompañarla a Médano Blanco.
Sus palabras me llamaron la atención, porque tres meses antes, cuando estuve de vacaciones en Necochea con mi familia, compré el libro titulado “Médano Blanco” (de Bastian, publicado por Ediciones Kemkem) porque sentí que tenía que leerlo. El libro explicaba la increíble historia de un cazador que, por casualidad, descubrió un potente campo energético, situado sobre un médano a varios kilómetros del centro necochense. Años más tarde, tuvo un accidente que lo dejó en silla de ruedas y casi sin habla. Tuvo que hacerse entender por señas, para que lo llevaran hasta ese sitio. Una vez allí, el cazador se recostó unos minutos sobre el médano energético y a los pocos meses se recuperó por completo.
La propuesta de la mujer, sumado a que sólo un par de horas antes un hecho fortuito me había enseñado a usar la doble tracción, me dio la pauta de que, tal vez, no había estado tan equivocado al seguir el dictado de mi voz interior. Algo parecía empezar a gestarse.
Continuara.....

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