ESCENARIOS DEL INFINITO
Capitulo 3 (Cuarto Escrito)
He ahí pues, lector amigo, el querubín de oro y rosas que ha nacido en
Betlehem, coincidiendo con la triple conjunción planetaria de Júpiter,
Saturno y Marte, y que causa el gran movimiento esenio en los pueblos
de Palestina que fue su cuna. Y, ¿por qué fue el dominio de Israel su
cuna y no otros parajes, en donde florecían con mayor exuberancia las
ciencias, las artes y todas las grandes manifestaciones de las capacidades
humanas?
Roma, Grecia, Alejandría de Egipto, Antioquía de Fenicia, eran por
aquel entonces emporios de civilización, de esplendor, de ciencia y de
riqueza. ¿Por qué el esplendor divino del cielo de los Amadores fijó su atención en las humildes serranías de las costas del Jordán?
Es que la simiente de la Unidad Divina sembrada por Moisés, había echado raíces entre las generaciones de Israel, que creyéndose pueblo preferido de Dios rechazó heroicamente hasta sacrificando su vida, la idea de la multiplicidad de dioses en perenne lucha de odios fratricidas, de unos contra otros.
El pueblo de Israel con su inquebrantable idea de un Dios Único, Esencia Inmaterial e Intangible, Eterno en su grandeza y en sus perfecciones, abrió la puerta a esa gran esperanza en lo infinito, en ese Soberano Dios Único, que velaba sobre su pueblo, sobre cuyos dolores debía mandar un Salvador.
Y esta gran esperanza de Israel, y las hondas plegarias y evocaciones de sus videntes, de sus profetas, de sus grandes iluminados, durante siglos y siglos, atrajo el pensamiento y el amor de Yhasua hacia aquel pueblo, en medio del cual había vivido muchos siglos atrás, y el cual con todas sus incomprensiones y deficiencias, le amaba sin comprenderle, y le buscaba sin haber aprendido a seguirle.
Y ese amor, más fuerte que la muerte, en Israel, atrajo a Yhasua a los valles de la Palestina, la Tierra de Promisión, que en su vida de Moisés vislumbró como el escenario final de su grandiosa apoteosis de Salvador de los hombres.
Porque los caminos de Yhasua, fueron uno mismo desde el principio hasta el fin; una sola doctrina; uno solo su ideal; una sola la hermosa y eterna realidad que buscaba: la fraternidad humana, principio que encuadra en la armonía y el amor Universal. Las grandes Inteligencias que palpitan y vibran ya dentro de la Gran Idea Divina, no varían ni tuercen jamás su camino, porque él forma parte de esa misma Eterna Idea Divina, por lo cual Yhasua pudo decir con toda verdad:
“Los Cielos y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Y el pequeño querubín de nácar y de oro, de leche y rosas como diría el Cantar de los Cantares, dormitaba quietecito sobre las rodillas de Myriam velado por los Ángeles de Dios, incapaz entonces de pensar que una formidable sanción divina pesaba sobre él: Era Salvador de la humanidad terrestre. Se ha hablado mucho y se ha escrito más aún, sobre el milagroso nacimiento del Cristo; y si el calificativo se aplica a todo hecho excepcional y que rebasa en mucho la comprensión humana, podemos decir con toda verdad que fue un acontecimiento de orden espiritual muy elevado, dentro del marco ordinario de lo puramente humano.
La esencia íntima y profunda de un hecho semejante, sólo pueden comprenderlo en su estupenda realidad, los espíritus del excelso cielo de los Amadores... ¡Arpas Eternas y Vivas del Dios-Amor!, avanzados en los caminos de la Divinidad.
¿Cómo captar con nuestra limitada mentalidad, la idea de que una avanzada Entidad de la Séptima Morada en la ascendente escala de los seres purificados, pueda reducirse a la tierna y débil pequeñez de un parvulillo, que cabe en una canastilla de juncos? La humanidad inconsciente, quiso encontrar el milagro en la formación de esa pequeña porción de materia física humana; pero el más estupendo prodigio estaba muy arriba de todo eso; estaba en el Amor soberano de un glorioso y puro espíritu, que ya en las antesalas de la Divinidad misma, deja en suspenso, por propia voluntad, las poderosas actividades que le son inherentes, para hundirse temporalmente en las sombrías regiones del pecado y del dolor, arrastrando consigo como un torrente purificador, todo el amor de su cielo...
He ahí el sobrehumano prodigio de fe, de esperanza y de Amor. ¡Yhasua, el excelso Amador del Séptimo Cielo, fue capaz de soñar con la sublime grandeza de ese prodigio!... ¡Soñarlo y realizarlo! ¡He ahí el misterio sublime del Cristo-hombre que la incomprensión humana terrestre ha desfigurado con toscas pinceladas y con burdos y groseros conceptos, acaso por el mismo deslumbramiento que produce una gran claridad de improviso entre negras tinieblas!, ¡
Tal es la soberana amplitud del Amor Eterno, cuando, dueño en absoluto de un ser, lo convierte en una aspiración a lo infinito..., en una inmensa palpitación de vida..., en una luz que no se extingue..., en una vibración que no termina!
¡Tal es Yhasua, el Cristo-niño que duerme en Betlehem bajo el techo de un artesano, en una canastilla de juncos! Y para arrullar su sueño de Dios encarnado, cantan los Ángeles del Eterno: “Gloria a Dios en las alturas celestiales y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
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