lunes, 25 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)





HA NACIDO UN PARVULITO
Capitulo VI (Tercer Escrito)
 Dos días después en la primera hora de la tarde, Yhosep y Myriam emprendieron viaje a la vecina Jerusalén para dar cumplimiento a la Ley que ordenaba la ceremonia de la purificación para la madre, a los cuarenta días de nacido su hijo, al cual debía al mismo tiempo consagrarle a Jehová en su santo Templo. La pareja de asnos, en que Elcana y Sara desde años realizaban sus viajes a Jerusalén en la festividad de la Pascua, fueron los conductores de la familia nazarena en esta andanza de ley. Tenía Elcana en la ciudad Santa a su hermana viuda, Lía, madre de tres hijas que aún no estaban casadas: Ana, Susana y Verónica, criadas las tres en las severas costumbres morales en que educaban sus hijos las familias esenias. Vivían en el barrio de la puerta oriental, o sea, en dirección a las piscinas de Siloé. Donde hoy es la Puerta Mora. Juntamente con ellas vivía su anciano tío Simeón, hermano del padre de Lía, el cual tenía dos hijos Levitas: Ozni y Jezer, que justamente estaban de servicio esos días como auxiliadores del anciano Simeón de Betel. A esta buena familia hierosolomita, iban recomendados como huéspedes: 
Myriam y Yhosep, con su pequeño hijo. 
Lía con sus tres hijas vivían con la labor de sus manos habilísimas en el hilado y tejido del lino y lana, que luego teñían esta última, en grandes madejas de color cárdeno, púrpura y violeta, según los pedidos fueran para las vestiduras sacerdotales del Templo, o para los Santuarios esenios, que usaban el blanco y el violeta subido. El anciano tío Simeón, sacaba su manutención de los derechos de sus dos hijos Levitas a los diezmos y primicias que aportaba el pueblo para todas las familias Levíticas. Como ellos, consecuentes con su ideología esenia no tomaban parte en sacrificios de bestias, sólo percibían las primicias y diezmos de aceite, olivas, frutas, harina de trigo y demás cereales que se cosechaban en el país. 
Viudo también el anciano Simeón y solo, unió su vida a la de su sobrina, que muy joven quedó sin marido y con tres hijas adolescentes. La presencia del tío anciano era siempre una sombra protectora para la joven viuda y sus hijas. 
Como se ve pues, toda esta familia vivía del trabajo que daba el Templo en tejido y labores manuales en general. Tenían además una participación en un hermoso y extenso huerto de viñas, cerezos y naranjas que formaba un delicioso valle en la cadena de montañas llamada Monte de los Olivos, que abarcaba toda la parte oriental del país. 
Era el Huerto de Gethsemaní, propiedad de un núcleo de familias esenias que lo cultivaban en conjunto. 
La familia de Lía, era lo que entonces podía llamarse una familia acomodada con holgura y tranquilidad. Llegaron los viajeros sin previo aviso, pero la carta de Elcana que entregó Yhosep al llegar, valió por todos los anuncios premonitorios y auspiciosos que hubieran podido hacerse. 
Decía así: “Silencio y paz del Señor en tu hogar, mi querida hermana Lía. Junto con ésta te mando el más grande tesoro que podíamos ambicionar los Hermanos del Silencio. 
 “Myriam y Yhosep, nuestros parientes, llevan para presentar al Templo a su primogénito Yhasua, en el cual según todas las probabilidades y a juicio de los Maestros, está encerrado el Avatar Divino esperado por los hijos de Moisés desde hace tantos siglos. Creo pues, que sabiendo el huésped que te mando, no necesito hacerte recomendación alguna, ya que el silencio para nosotros no es un consejo sino una ley. 
En cuanto a Myriam y Yhosep, ya los verás; son como los panes de la propiciación que en el altar del Señor se dejan consumir sin ruido. Cuanto hagas por ellos, por mí lo haces. “Con un gran abrazo de Sara y mío, me despido hasta la vista. “Elcana”. Lía leyó la carta de Elcana, su hermano, y la escondió en su seno. Y aunque había recibido con gran benevolencia a sus huéspedes en la sala del hogar, corrió Lía presurosa hacia ellos y arrodillándose ante Myriam que tenía a su hijito en el regazo, rompió a llorar con emoción intensa sobre el cuerpecito del niño abrigado en gruesas mantillas. 
Myriam emocionada también, no estorbaba el amoroso desahogo de su parienta lejana, que desde muy niña no veía. Mientras se desarrollaba esta escena, Yhosep con el Anciano Simeón, acomodaban las bestias en el establo. 
La hermosa virtud de la hospitalidad esenia, hacía tan agradables los viajes, que cada cual llegaba a encontrarse como en su propia casa, en la casa de sus Hermanos de ideología. Para ninguno era inquietud ni sobresalto viajar sin un solo dracma en su bolsa vacía, porque hasta era agravio para el dueño de casa que su huésped pensara en darle compensación material. En toda bodega esenia había siempre un fondo de repuesto que se llamaba “la porción de los viajantes”, que no se tocaba si no era para cambiarla por provisiones frescas recientemente cosechadas.
 ¡Bendita seas tú, Myriam, en el hijo que el Señor te ha concedido y bendita sea esta casa que le da hospitalidad! 
En la tristeza y luto de mi viudez, no pensé jamás que viniera así la alegría de Dios a iluminar mi morada.
 ¿De dónde sacas tales palabras para dirigirnos a mi hijo y a mí? –preguntó Myriam, temerosa de que aquella mujer hubiera también penetrado el enigma.
De la carta de mi hermano Elcana le respondió Lía. 
Pero..., te ruego silencio –añadió Myriam. ¡Silencio hasta que sea llegada la hora de Dios! –contestó Lía con solemnidad casi profética. Y asomándose al taller donde sus tres hijas hilaban y tejían en sus telares, les dijo: Venid a besar el hermoso niño de vuestra parienta Myriam. Es su primogénito y la tradición asegura que trae suerte a la casa que le hospeda. 
Las tres jovencitas entraron precipitadamente. Verónica y Ana eran mellizas y tenían trece años. Susana, la mayor, contaba quince, y se quedó de pie observando al niño mientras las dos menores se arrodillaban junto a Myriam para besar al pequeñito, que dormía tranquilamente. 
De pronto dijo Susana, con un acento que parecía salir de su íntimo yo, con el semblante sobrecogido por un dolor interno e indefinible: Con tanto amor y dicha le besáis ahora y un día le enjugaréis la sangre y le besaréis muerto... 
Y cayó desvanecida en los brazos de la madre, que la sostuvo.  ¡Dios mío!... ¿Qué te pasa, Susana?... Traed agua, por favor dijo a sus hijas, que se apresuraron a humedecer la frente de la joven desmayada. 
Myriam algo había percibido de aquellas terribles palabras y su alma tierna de sensitiva se sobrecogió de espanto. 
 ¿Es profetisa vuestra hija? –preguntó a Lía. 
No, nada de eso se le ha conocido nunca. Sí que es muy impresionable y a veces se espanta de un débil ruido y hasta de su sombra. Parece que hablaba algo referente a mi niño, como alusión a un accidente. ¿Seremos acaso atropellados por algún motín popular mañana al ir al Templo?... 
¡Oh, no lo permitirá Jehová! No pienses así, Myriam, ¡por favor! Es que esta hija se ve como acometida de no sé qué delirios extravagantes decía la madre haciendo beber a Susana pequeños sorbos de agua. Al fin se reanimó e iba a hablar, pero los ojos inteligentes de su madre le impusieron silencio. 
Ven acá, Susana dijo Myriam tomando una mano de la jovencita–. Dime, ¿viste a mi niño acometido de un accidente? ¿Por qué dijiste esas palabras? No, Myriam, no. Es que yo padezco de visiones imaginarias que a veces me hacen sufrir mucho. Vi tendido aquí un hombre muy herido y muerto que me causó indecible espanto y compasión. Eso fue todo.
Pero eso nada tiene que ver con el niño de Myriam añadió la madre procurando dar fin al asunto–. 
Sólo siento –dijo–, que en este momento de tanta dicha, haya venido a mezclarse este pequeño incidente. No es nada, no es nada. Y la viuda Lía arrojó al fuego del hogar: incienso, mirra y un fruto fresco de manzano, mientras decía: 
“Que Dios Todopoderoso arroje de este recinto los espíritus del mal y nos envíe mensajeros de paz y amor”. Así sea 
contestaron todos. 
La entrada de Yhosep y del anciano Simeón acabó de tranquilizar los ánimos. Y antes de que llegara la noche los dos hombres se encaminaron al Templo para saber por medio de los Levitas hijos de Simeón, la hora fija en que el sacerdote esenio estaba de turno al día siguiente, que era el prescripto por la ley para la presentación del niño de Myriam. 
Quedaron, pues, convenidos que a la hora tercia esperaría en la puerta que daba al atrio de las mujeres, el sacerdote Simeón de Betel, esenio de grado cuarto, con los Levitas Ozni y Jezer como auxiliares. 
Y muy bajito dijeron los Levitas a Yhosep y a su padre, que la noche antes el sacerdote mencionado y ellos tuvieron aviso de los Ancianos de Moab, que al día siguiente haría su primera entrada al Templo, el Avatar Divino, y que se guardara bien de ofrecer por él, sacrificio de sangre. Que aceptara las tórtolas presentadas por Myriam, y las soltara en libertad por una de las ojivas del Templo. 
El viejo Simeón, padre de los Levitas, como buen esenio, guardaba silencio, pero en su Yo íntimo empezaba a levantarse un gran interrogante:  ¿Quién es ese niño, que así se preocupan de él los Ancianos de Moab? Esenio del grado primero, igual que Yhosep, sabía cumplir con los Diez Mandamientos, rezar los salmos y guardar hospitalidad. 
No iba más allá su instrucción religiosa. Yhosep ya estaba más en el secreto de la superioridad de su hijo, debido a los fenómenos suprafísicos que se habían manifestado desde antes de nacer el niño. Pero él era buen esenio y nada dijo. 
Cuando regresaron a la casa de Lía, Myriam, que había dejado al niño dormido en la canastilla, salió a recibirlos y su primera pregunta fue ésta:  ¿Hay tumulto en el centro de la ciudad? 
No, todo está en calma –contestaron los dos hombres a la vez. Hace tanto tiempo que se acabaron los tumultos –dijo Simeón–, porque los grandes señores del país encontraron el modo de arreglarse con los dominadores, y el pueblo se cansó de motines en que siempre sale perdiendo... ¿Por qué lo preguntáis?
Hace tanto tiempo que no estoy en la ciudad de David, y pensé que podía ser como en mis días de pequeña explicó Myriam. Yhosep en cambio, algo percibió en los ojos ansiosos de Myriam, alrededor de los cuales creyó ver una sombra violeta. Y entrando con ella a la alcoba en que el niño dormía, la interrogó. Temo por nuestro niño –le contestó ella—. 
Desde que me hicieron comprender que hay en él, algo superior a los demás niños, vivo temerosa y llena de inquietudes. 
Por eso mismo que hay designios de Jehová sobre él, debemos pensar que será doblemente protegido de los demás. 
Vive tranquila, Myriam, que es grande tu dicha por ser madre de tal hijo. –Y besándola tiernamente sobre los cabellos, fueron ambos a sentarse junto al fuego del hogar, donde ya estaba reunida toda la familia para la cena. Susana había quedado en el lecho a causa de la pequeña crisis nerviosa que tuvo esa tarde. Simeón como el más anciano, bendijo el pan y lo partió entre los comensales según la costumbre esenia, haciendo igual cosa con el ánfora del vino, del cual puso una parte en los vasos de plata que había sobre la mesa. Myriam presentó a su vez, las ofrendas que enviaba Elcana desde Betlehem a su hermana Lía, consistentes en quesos de cabra, manteca y miel de la montaña. Un abundante guisado de lentejas y un gran fuentón de aceitunas negras del Huerto de Gethsemaní, condimentadas con huevos de gansos asados al rescoldo, componían la comida que presentó la hospitalaria Lía a sus huéspedes. 
Myriam quiso llevar por sí misma una tacita de miel y un trocito de queso al lecho en que descansaba Susana. ¡Pobrecilla!... –le dijo–. Me apena que te hayas enfermado a nuestra llegada. Siéntate y come de esta miel que manda tu tío Elcana, y acaso te confortarás. 
Y ayudó a la jovencita a incorporarse en su lecho. 
Susana comió y cuando hubo terminado, abrazando el cuello de Myriam, la suplicó: —Si me traes aquí un poquitín a tu niño me curaré por completo. Vi en sueños a Elías y Eliseo nuestros grandes Profetas que envolvían en fuego a tu niño para que nadie le hiciera daño. 
Debe ser un gran profeta tu hijo, Myriam, ¿no lo has pensado tú? —Desde antes que el naciera vengo viendo extraordinarias manifestaciones que a veces me traen temerosa de toda esa grandeza que me anuncian; pues yo sólo sé que es mi hijo, y no quiero que su grandeza lo aparte jamás de mi lado. Te lo traeré.
Y unos minutos después el pequeñín descansaba sobre las rodillas de Susana sentada en el lecho. 
Se quedó inmóvil contemplando al hermoso querubín de nácar y rosas dormido en su regazo. Myriam la contemplaba a ella. La vio palidecer intensamente, pero se contuvo a una señal de silencio que la joven le hizo. Observó que su mirada se tornaba vaga, cual si mirase a una lejanía brumosa... Después de unos instantes, levantó al niñito suavemente a la altura de sus labios y lo besó en la frente como se besa un objeto sagrado. 
 ¡Dime la verdad, Susana! Tú has visto algo en él, ¿qué has visto? Una locura, Myriam, de las muchas que me acosan continuamente: He visto que yo iba por un camino siguiendo el cortejo fúnebre de un pariente cuya muerte nos causaba gran dolor, y que este niño, ya joven y hermoso, detenía el cortejo y hacía levantar del féretro al muerto y lo devolvía a su madre vivo y sano. ¿Será que tu hijo es un gran profeta o que yo estoy loca de remate?  ¡No!..., tú no estás loca, sino que en mi niño hay algo tan grande..., ¡tan grande, Susana!..., que vivo llena de espanto, como las mujeres de Israel cuando veían los relámpagos y sentían los truenos en Horeb y en Sinaí... 
Las cosas demasiado grandes, espantan a las almas tímidas como la mía... Y tomando Myriam a su hijito que se despertaba en ese instante, le dijo con los ojos empañados de llanto: 
 ¿Por qué eres tan grande, querubín mío, si tu madre es pequeña y débil como una corderilla, que sólo acierta con la fuente para beber? Y silenciosa se llevó al niño a la alcoba. 
Y junto al fuego del hogar, mientras la madre y las hijas ordenaban todo cuanto se había usado para la cena, Simeón y Yhosep departían sobre las esperanzas de una próxima liberación para Israel. 
Unos sostienen que vendrá de nuevo Elías para hacer bajar fuego del cielo, que consuma en un abrir y cerrar de ojos a los dominadores que con los tributos empobrecen al pueblo. 
Y otros dicen que vendrá también Moisés para realizar las maravillas que espantaron al Faraón, y dejó en libertad al pueblo. –Decía así Simeón.  ¿Qué se dice de todo esto en el Templo? Por tus hijos puedes saberlo –contestó Yhosep.
Mis hijos escuchan todos los días que el tiempo ha llegado para que aparezca el Libertador de Israel; pero parece que las esperanzas se van esfumando lentamente, porque en las líneas consanguíneas directas de David, no se tiene conocimiento de que haya nacido un varón en la fecha que esperaban los Doctores del Templo. Uno de mis hijos fue con otros Levitas hacia Levante; otros al Poniente, otros al Norte y al Sur del país, a mirar los registros de las Sinagogas, en busca del anhelado acontecimiento.
¡Cómo!... ¿Y ningún varón ha nacido en Israel de la descendencia de David? –preguntó extrañado Yhosep. 
 ¡No, no es eso!... Ya se ve que no andas tú en las intimidades sacerdotales –decía afablemente el viejo tío de Lía–. 
Es que no sólo se espera un varón en la descendencia de David, sino un varón nacido en la fecha marcada por los astros que presiden los destinos del pueblo hebreo. 
Además ese niño extraordinario debe ser el primogénito de una doncella recién casada; y aún cuando alguna profecía existe, parece indicar que nacería en Betlehem, eso se pasaría por alto, en atención a que alguna cosilla haya pasado para las estrellas delatoras del acontecimiento. Mas, es el caso que han nacido varios varones de la descendencia de David, pero que son hijos terceros o cuartos o sextos de matrimonios, padres de numerosa prole. 
 ¿Y no fueron por Betlehem los agentes sacerdotales? –preguntó algo inquieto Yhosep. Naturalmente que sí, y fueron de las primeras sinagogas inspeccionadas. Estuvo allí para mayor seguridad el sacerdote Esdras. ¿Y sin resultado? 
volvió a preguntar Yhosep. 
Igual que en todas partes, pues en la rama bilateral que hay en la descendencia de David, no hubo nacimiento de primogénito varón en la fecha indicada. Y en el Sanhedrín hay una desazón estupenda por este motivo, debido a que el Rey Herodes que se entiende muy bien con el Gran Sacerdote, se hizo dar todas las explicaciones pertinentes a estos asuntos; y empieza a burlarse de todas las profecías, y hasta prohibió que se hable al pueblo absolutamente nada acerca del libertador, Rey de Israel, que debía nacer en estos tiempos. 
“Cuando llegaron los últimos agentes con noticias negativas, y el Rey lo supo, obligó al Sanhedrín a darle una declaración firmada de que pasó la hora anunciada por los astros para el nacimiento del Mesías-Rey de Israel, y que por lo tanto, el pueblo, por medio del Sanhedrín que es su suprema autoridad, renuncia a todas sus esperanzas y derechos en favor de Herodes el Grande y su descendencia. 
¿Y el Sanhedrín lo hizo? preguntó Yhosep con cierta ansiedad. El Sanhedrín aprecia más la amistad del Rey que hace grandes concesiones al alto cuerpo sacerdotal, que mantener una esperanza que hasta hoy ha resultado vana. 
Y bajando la voz como temeroso de ser oído, Yhosep preguntó: Y los sacerdotes esenios, ¿qué dicen a todo esto? 
Son la minoría y no hacen cuestión de este asunto. Además ellos no esperan un Rey-Libertador, sino un Mesías-Profeta y Taumaturgo al estilo de Moisés para restaurar su doctrina y depurar la Ley.
Continua....

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