Cuanto cuento, en este relato es el recuerdo preciso de todo lo que viví en una serie de experiencias, que a lo largo de estos años, ha configurado mi actual estado de conciencia y el recuerdo de mi compromiso establecido hace mas de tres mil años en el antiguo Egipto. No es importante en absoluto la experiencia en sí misma, sino lo que a través de la misma podamos aprender de los antiguos valores que configuraban una élite de iniciados en los valores de la Fraternidad Solar.
Mi primera visión habla de la infancia.
Tutankamon, el hijo de Akenaton gobernaba el Imperio desde su plácida juventud. Pero mi penosa vida no era tan agraciada. Contaba con dieciséis años y hasta ese momento tan solo había cosechado ampollas en mis manos, dolor en las articulaciones y una piel morena, curtida a la solana de las orillas del Nilo.
Mi familia contaba con mi padre, Abdulek y mi madre Rasar. Además de estos, otras dos hermanas constituían todo mi universo emocional y afectivo. Vivíamos casi en la orilla del Nilo, en los arrabales de la gran Tebas. Éramos agricultores. Nuestra fortuna consistía en una cabaña construida de adobe y caña, tres asnos, una vaca y otros tantos animales domésticos, diseminados por la empalizada, que en forma destartalada rodeaba la cabaña.
Pero quizás mi mayor riqueza era una colección de pergaminos que en forma de tesoro conservaba bajo mi jergón de hojas secas de acacia. No era propio de un campesino tener manuscritos, sobre todo porque ningún agricultor de aquella zona sabía leer. Yo aprendí a leer gracias a que un venerable sacerdote del vecino templo de Amón, me había enseñado en los primeros años de mi infancia. A los cuatro años, mi padre me había encargado llevar la miel de nuestras colmenas a los monjes del citado templo. Y fue desde la primera visita, que Homet-Ra, mi entrañable maestro me adoptó como su hijo espiritual. A lo largo de otros tantos años, me fue instruyendo en forma secreta en la lectura de los legados de los dioses antiguos. No tanto porque él pretendiera enseñarme, sino por mi terca obsesión y curiosidad por cuanto observaba en mis repetidas visitas.
Homet-Ra no ocupaba un puesto de rango elevado en la enmarañada trama del sacerdocio del gran templo dedicado al Dios carnero Amón en Tebas, por el contrario, su trabajo consistía en preparar a los alumnos que las familias nobles y los hijos bastardos del Faraón, enviaban al templo para recibir el conocimiento.
Algunos de estos alumnos salían de la escuela para ocupar puestos administrativos en la organización funcionarial del Imperio, mientras que otros se integraban en la casta sacerdotal, no solo de este templo, sino en otros tantos numerosos, dedicados a otras divinidades, que en las diferentes ciudades de Egipto requerían de sus servicios.
Mi querido sacerdote vestía con túnica blanca. No tenía el pelo rapado, como yo pensaba que era la forma obligada de los sacerdotes egipcios. Tenía unos ojos negros bellos y penetrantes que parecían taládrate cuando te hablaba. Su voz era reposada, sin prisa, matizando bien cada sílaba. De alta estatura. Caminaba con pasos cortos y lentos; como si no tuviera prisa. Era un ser humano aparentemente normal, pero esta apariencia era sin duda su mejor disfraz, puesto que detrás de aquella simple humanidad se hallaba el ser más maravilloso que haya podido concebir a lo largo de aquella vida y de las siguientes que me han tocado vivir.
Los escasos momentos de los que disponía, los ocupaba en estudiar los papiros y acudir a ver a mi maestro. Pero cada vez que me ausentaba de casa, mi padre se enojaba, puesto que mi colaboración le era imprescindible para mantenernos a toda la familia.
En mi casa no había un gran ambiente religioso. Tampoco se practicaba ningún rito especial. Pero en una parte destacada de la sala principal había una representación tosca del Dios Hapi, el Dios del Nilo, que en cada aluvión regaba nuestras tierras, produciendo la cosecha tan necesaria para la supervivencia del imperio. Según decía mi padre, solo Hapi era digno de ser invocado, puesto que si se enfadaba y no enviaba el aluvión, se pasaba hambre.
Mi primera visión habla de la infancia.
Tutankamon, el hijo de Akenaton gobernaba el Imperio desde su plácida juventud. Pero mi penosa vida no era tan agraciada. Contaba con dieciséis años y hasta ese momento tan solo había cosechado ampollas en mis manos, dolor en las articulaciones y una piel morena, curtida a la solana de las orillas del Nilo.
Mi familia contaba con mi padre, Abdulek y mi madre Rasar. Además de estos, otras dos hermanas constituían todo mi universo emocional y afectivo. Vivíamos casi en la orilla del Nilo, en los arrabales de la gran Tebas. Éramos agricultores. Nuestra fortuna consistía en una cabaña construida de adobe y caña, tres asnos, una vaca y otros tantos animales domésticos, diseminados por la empalizada, que en forma destartalada rodeaba la cabaña.
Pero quizás mi mayor riqueza era una colección de pergaminos que en forma de tesoro conservaba bajo mi jergón de hojas secas de acacia. No era propio de un campesino tener manuscritos, sobre todo porque ningún agricultor de aquella zona sabía leer. Yo aprendí a leer gracias a que un venerable sacerdote del vecino templo de Amón, me había enseñado en los primeros años de mi infancia. A los cuatro años, mi padre me había encargado llevar la miel de nuestras colmenas a los monjes del citado templo. Y fue desde la primera visita, que Homet-Ra, mi entrañable maestro me adoptó como su hijo espiritual. A lo largo de otros tantos años, me fue instruyendo en forma secreta en la lectura de los legados de los dioses antiguos. No tanto porque él pretendiera enseñarme, sino por mi terca obsesión y curiosidad por cuanto observaba en mis repetidas visitas.
Homet-Ra no ocupaba un puesto de rango elevado en la enmarañada trama del sacerdocio del gran templo dedicado al Dios carnero Amón en Tebas, por el contrario, su trabajo consistía en preparar a los alumnos que las familias nobles y los hijos bastardos del Faraón, enviaban al templo para recibir el conocimiento.
Algunos de estos alumnos salían de la escuela para ocupar puestos administrativos en la organización funcionarial del Imperio, mientras que otros se integraban en la casta sacerdotal, no solo de este templo, sino en otros tantos numerosos, dedicados a otras divinidades, que en las diferentes ciudades de Egipto requerían de sus servicios.
Mi querido sacerdote vestía con túnica blanca. No tenía el pelo rapado, como yo pensaba que era la forma obligada de los sacerdotes egipcios. Tenía unos ojos negros bellos y penetrantes que parecían taládrate cuando te hablaba. Su voz era reposada, sin prisa, matizando bien cada sílaba. De alta estatura. Caminaba con pasos cortos y lentos; como si no tuviera prisa. Era un ser humano aparentemente normal, pero esta apariencia era sin duda su mejor disfraz, puesto que detrás de aquella simple humanidad se hallaba el ser más maravilloso que haya podido concebir a lo largo de aquella vida y de las siguientes que me han tocado vivir.
Los escasos momentos de los que disponía, los ocupaba en estudiar los papiros y acudir a ver a mi maestro. Pero cada vez que me ausentaba de casa, mi padre se enojaba, puesto que mi colaboración le era imprescindible para mantenernos a toda la familia.
En mi casa no había un gran ambiente religioso. Tampoco se practicaba ningún rito especial. Pero en una parte destacada de la sala principal había una representación tosca del Dios Hapi, el Dios del Nilo, que en cada aluvión regaba nuestras tierras, produciendo la cosecha tan necesaria para la supervivencia del imperio. Según decía mi padre, solo Hapi era digno de ser invocado, puesto que si se enfadaba y no enviaba el aluvión, se pasaba hambre.
- Hijo mío, el gran Dios Amón-Ra ha dispuesto que te incorpores a la escuela, para ser formado en los misterios del templo.
Aquel anunció me sorprendió en extremo, puesto que el hijo de un campesino no podía acceder de ninguna manera a dicha escuela. Y por otra parte, mi padre de ninguna manera autorizaría que dejara la casa para integrarme en el templo.
- ¡Pero maestro! Yo no soy hijo de familia noble, y mis padres no me autorizarían a ingresar en la escuela.
- Ni los nobles más elevados del imperio, ni tus padres pueden contra la voluntad del más pequeño de los dioses.
Yo me preguntaba, la forma o manera en que el Gran Dios de Tebas, habría hablado a mi Maestro. Pero a lo largo de los siguientes años comprendí cuanto ahora me parecía inverosímil.
Al día siguiente nuestra madre nos contó un extraño sueño que le había turbado durante la noche:
“Vi un carnero que estaba embarazado y que tenía dolores de parto. Luego vi como daba a luz un pequeño carnerito pero curiosamente la cara era la de su propio hijo”
El sueño, que no tenía sentido para la pobre inteligencia de mis padres, si que lo tenía para mí y por supuesto para mi maestro, que previamente me había anunciado el deseo de Amón, de mi ingreso en la escuela del templo.
Homet-Ra se presentó a los pocos días en nuestra maltrecha casa. Mis padres se deshacían en reverencias, pues era todo un acontecimiento, el que un sacerdote visitara la choza de unos campesinos.
- Vengo, nobles campesinos a anunciaros la voluntad de los Dioses, que vuestro hijo ingrese en la escuela del templo de Karnak.
Mi padre, al que esta noticia le cayó como una bomba, replicó con cierto aire de enojo:
- No podemos pagar su ingreso en el templo, y además su condición de campesino le hará ser rechazado. Por otra parte, si él se va, ¿Quién me ayudará en los quehaceres de nuestra casa?
- Amón, no tiene los condicionamientos humanos. Si Él ha dispuesto que así sea, nada ni nadie podrá evitar que se cumpla su voluntad. No has de pagar nada, pues he dispuesto que su asistencia sea pagada con sus servicios en el templo. Se ocupará de la limpieza del mismo y a cambio recibirá la enseñanza. El Gran sacerdote ha aprobado este acuerdo. Además, he dispuesto que, seas solo tú quien dote al templo de miel y como se que dispones de pocas colmenas. He gestionado que sean los otros apicultores los que te entreguen sus mercancías, pudiendo cobrar la comisión de tales entregas. De esta manera no tendrás limitaciones.
Mi padre, se alegró en extremo, pues esta solución resolvía todas sus inquietudes. Mi madre estaba encantada con la posibilidad de haber dado a luz a un futuro sacerdote. Y en cuanto a mis hermanas, su corta edad, les hacía ver todo esto como un juego de mayores.
Pero esta solución tan armoniosa para todos, fue el comienzo de todo un calvario para mi, que duró los siguientes años que viví, no precisamente en paz y felicidad, puesto que al ser un empleado-estudiante del templo, mi trabajo se multiplicó por mil. Unido a las vejaciones, malos tratos y desprecio que los otros estudiantes; hijos de nobles familias, me propiciaron en todo el periodo de enseñanza. Pero si esto fue cruel, más cruel y despiadada fue la actuación de mi maestro Homet-Ra, que ignorando mi dolor, parecía complacerse en las injusticias y desprecios que los otros estudiantes me provocaban cada día. Fue al final de mi preparación, cuando comprendí, la gran sabiduría de mi maestro, al llevarme por el camino del dolor y formar en mi el espíritu de servicio y de humildad. Pero no quiero adelantar acontecimientos y contaré los hechos tal y como sucedieron.
EN EL TEMPLO
La casta sacerdotal en los templos de Egipto no difería de cualquier casta sacerdotal de otros países, y en cualquier tiempo. Existían sacerdotes de una buena realización espiritual pero la mayoría consideraba su vocación como un trabajo al servicio de muchos intereses. Los sacerdotes de Tebas, tenían un poder inmenso, que rivalizaba con el propio Faraón. Rebaños, tierras de labranza, tributos. Personas compradas en todos los niveles sociales y comerciales y por supuesto una gran influencia en la voluntad y decisión del propio Faraón.
Pero dentro de este colectivo, también existían seres sabios, responsables, amantes del espíritu y de los valores éticos universales. Todos sabían que dentro del propio clero se daba una minoría especialmente selecta, que seguía en posesión de los antiguos misterios. Esta minoría habría seguido la filosofía de la antigua Fraternidad Solar, creada por el desaparecido Faraón Akhenaton, el padre del actual Monarca. Pero esta Fraternidad había sido disuelta y estaba prohibido en todo el imperio, restaurar el culto Solar instaurado por Akhenaton y dar cobijo a cualquiera de los antiguos Iniciados.
Homet-Ra, mi venerable maestro, era uno de los sospechosos de haber convivido o haber formado parte de aquella antigua Fraternidad, pero nadie lo había probado, por lo que de una u otra manera había sido marginado, en cierta forma dentro del templo. No formaba parte del Consejo Superior del Sacerdocio, ni era consultado en cualquier decisión que se tomara al más alto nivel. Mantenía el puesto de formador de los jóvenes adeptos debido a que su erudición y conocimiento no tenía parangón en todo Egipto. Por otra parte, sus ademanes y magnetismo, le daban un porte aristocrático y señorial, que levantaba la envidia de sacerdotes mejor situados que él.
Mi entrada en el templo fue todo un acontecimiento que levantó las risas de los más pillos de los otros candidatos. De una u otra manera, les había llovido del cielo el bufón que les divertiría en toda la andadura de nuestro aprendizaje.
- Desde ahora te llamarás Homet, por ser hijo mío -dijo mi maestro- Si alcanzas la iniciación final, tu nombre será Homet-Nut.
Los estudiantes me llamaban en forma peyorativa Homet-Set, pues decían que yo había nacido de un mendigo y una prostituta en pleno desierto. Set, era el dios de los desiertos y de los lugares tenebrosos, por lo que mis compañeros no dudaron en asignarme el mejor de los nombres disponibles. Mi maestro conocía este apodo, y nunca me alivió de estos insultos.
Pasaron los meses, incluso los años. El trabajo duro en el templo me había curtido. Había crecido. Tenía una formación atlética, puesto que las duras cargas de la limpieza potenciaban mis huesos y mis músculos, mientras que los hijos de los nobles, comían muchos pasteles, y practicaban poco deporte. Excepto una docena de jóvenes, la mayoría de los adeptos, andaban sobrados de kilos.
Me había especializado en el estudio de los astros. Homet-Ra me decía, que esta Ciencia era la verdad de los dioses Y que conocerla, era el fundamento de las otras ciencias. También había avanzado mucho en la Historia antigua y un poco en Medicina. De una u otra manera consideraba que este era mi destino y no me imaginaba otra forma de ser o de vivir. El templo, los papiros sagrados y las enseñanzas de mi maestro eran esencialmente el objeto fundamental de mi vida.
Aún recuerdo una serie de incidencias que al recordarlas ahora, no despiertan en mí el rencor, sino una plácida sonrisa.
Amut, el hijo de uno de los principales comerciantes de Menfis, era el cabecilla de un grupo de jóvenes estudiantes, que de ninguna manera valoraban las enseñanzas del templo, a pesar de que su imagen parecía la de seres exquisitos y refinados. Su comportamiento dejaba mucho que desear, no tanto como futuros sacerdotes, sino como seres humanos.
Cierto día en que estábamos practicando unos cantos frente a la estatua de Amor-Ra, vimos espantados como dos serpientes cobras emergían del fondo de la sala principal, acercándose hacia nosotros. Todos nos apartamos con más miedo que espanto. Las serpientes no solo no se apartaron, sino que se abalanzaban con fuerza sobre todos nosotros. Giramos hacia un lado y ellas lo hacían en la misma medida. Lo hacíamos hacia el otro, y ellas se movían igualmente en nuestra propia dirección. Esto no fue lo peor, puesto que poseído por el miedo, me separé sin querer del grupo principal y las dos cobras, como movidas por un resorte se acercaron a pocos centímetros de mí, ignorando al resto de los estudiantes. Cerré los ojos aterrorizado, invocando con mis labios una plegaria. Sin duda ese momento era el de mi muerte. Lo que ocurrió a continuación, aun se comento por años en Tebas:
Homet-Ra, se acercó sin miedo a las serpientes. Las miró intensamente a los ojos, pronunciando unas extrañas palabras y las dos cobras, se desmaterializaron ante los atónitos ojos de los estudiantes. Mi estupor fue aún mayor, puesto que textualmente mi maestro había salvado mi vida.
Aquel acontecimiento llegó a los oídos del Sumo Sacerdote, que reclamó la presencia de nuestro Divino Profesor. No supimos a ciencia cierta lo que hablaron entre sí. Pero se comentaba que el Supremo Sacerdote había ofertado a mi maestro una tremenda suma de oro y de tierras, a cambio de los secretos que poseía, capaces de someter a las serpientes. Homet-Ra, tuvo que ingeniar una serie de mentiras, que pusieron en guardia a su superior, haciéndole aún más receloso de los actos y carisma de mi venerable maestro. Por otra parte, no podía expulsarle del templo, puesto que esto habría dejado al Superior de la Orden en evidencia.
Al día siguiente, al llevar la escudilla de comida a mi magnífico profesor, contemplé asombrado que estaba llorando en silencio en un sombrío rincón de su austero habitáculo. Yo alarmado me precipité hacia él con tanta fuerza, que la comida cayó al suelo estrepitosamente.
- Que es lo que te ocurre Maestro.
Homet-Ra, con evidente vergüenza por haber sido descubierto en su debilidad, replicó en voz baja.
- Hijo mío, he desobedecido mi juramento… He desobedecido… He fallado.
Las palabras salían húmedas desde el corazón resentido de mi padre espiritual, rompiéndome mi alma.
- ¿Pero en qué has desobedecido? venerable.
- Fue ayer al espantar a las serpientes.
Yo me quedé asombrado, pues no solo no había hecho ningún daño a nada, ni a nadie, ni siquiera a las cobras, sino que había salvado mi vida.
- Pero maestro ¿cómo puedes sentirte culpable?
- No puedes entenderlo, hijo mío.
Y sin darme más explicaciones salió de la sala ajustando su túnica, con la asombrosa máscara de una apariencia serena, que acallaba su alma dolorida. Y yo me quedé con una tremenda intriga y hasta cierto punto molesto por no entender nada.
Ese mismo día, me enteré que Amut con sus compinches, había untado con bayas mis ropas y las serpientes atraídas por las vibraciones de las mismas me habían perseguido. La ira enrojeció mi cara. Se trataba de un asesinato. ¿Cómo podía un ser humano realizar tales actos? Tomé una de las gruesas escobas con las que limpiaba el templo, la rompí contra el muro, y cogí el grueso mango de acacia con el firme propósito de matar a Amut y a quien se pusiera por delante.
No había traspasado la puerta de la cocina, cuando apareció ante mi, severo y firme, Homet-Ra. Me miró con una ternura inusitada diciéndome:
- Homet-Nut -¿Dónde vas?- No ves que vas a aplicar la misma violencia que la que has recibido tu. ¿De qué te vale el conocimiento si te hace agresivo?
El palo cayó de mis manos, como impulsado por una extraña fuerza. Mis brazos se quedaron muertos y mi mente se quedó en blanco. ¿Qué fuerza tenía aquel hombre en la palabra para someterme de aquel modo? Mi maestro, como si hubiera escuchado mis pensamientos, dijo en silencio.
- Solo cuando aprendas la fuerza del verbo, valorarás más la necesidad de estar en silencio y en paz.
- Venerable, ¿Por qué me has llamado Homet-Nut?
- Por que le he hablado a tu espíritu y no a ti.
- ¿Cómo puedo yo descubrir mi espíritu?
- Yo te enseñaré.
Luego me invitó a su aposento. Se asomó a la ventana y puso sobre la mesa un tiesto parecido al geranio. Tomó un jarro de baro que contenía gua y con una paciencia infinita fue regando gota a gota la planta a la vez que musitaba una pequeña melodía, que no salía de su boca, sino de su estómago o algo por el estilo, puesto que no le veía mover los labios. De repente, me quedé atónito, pues la planta comenzó a moverse con un extraño movimiento que parecía ir al compás de la melodía de Homet-Ra. Esto era magia o bien mi maestro era el ser más extraordinario que yo haya podido ver en todas mis vidas.
Levantó la vista hacia mí y me dijo:
- ¡Prueba tú!
Tomé yo el jarro y traté de imitarle pero no se movía nada. Solo en mi cerebro, me sentí impotente.
- Tienes que poner la mente y el corazón en la palabra. Tienes que ignorarte, para ser sonido. Nuestros antiguos padres, los dioses, crearon el mundo por medio de la palabra. Es por esto que el iniciado es silencioso, pues sabe que cada palabra pronunciada crea una idea forma, una entidad, que vive y actúa.
Lo intenté de nuevo y por supuesto no se movía nada. ¿Cómo lo hacía mi maestro? Pues evidentemente no dejaba de ser un enigma, que con el tiempo aprendería a desvelar.
A partir de aquel día Homet-Ra me llevaba antes del amanecer al valle de los Reyes, y me enseñó a meditar, sentado en cuclillas, mirando al naciente Sol de la mañana. A partir de aquel momento comprendí por que Akhenaton había instaurado la Fraternidad Solar. Comprobé maravillado que el Padre Sol te habla, te muestra el camino, te enseña millones de formas. Vi que el Sol era una ventana donde se podía mirar lo próximo y lo lejano. A partir de aquel día comencé a vibrar en otra dimensión. Los amaneceres eran sin duda la experiencia más excitante que jamás había vivido en toda mi precaria existencia. ¡Probad a meditar cara al Sol cada mañana y sabréis que lo que cuento es verdad. Hacedlo como me lo enseñó Homet-Ra! Meted en vuestra glándula pineal el Sol mismo, iluminadlo por dentro. Poneos ante el Divino Astro y hacen doce pequeños parpadeos, metiendo la luz en vuestra hipófisis. Luego; con el cerebro encendido, veréis como el Sol os envía imágenes, sonidos, formas y emociones.
Pasaron los días y aquel saludo al Sol fue una rutina para mí y para una decena de compañeros, que en igual medida habían comprendido el verdadero camino de la sabiduría. Uno de estos compañeros, era uno de los hijos bastardos del antiguo Faraón Akhenaton. Un hermano espiritual del que luego os hablaré, al que conocería la Historia como Moisés, nacido de la unión de un Faraón y una esclava hebrea.
Ocurrió en varias ocasiones que emplena meditación matutina, en el saludo al Sol, vimos como Homet-Ra levitaba en el aire a cerca de cuarenta centímetros de suelo. Todos nos quedamos atónitos observando a nuestro maestro levantarse inconscientemente en el aire. Pero nos juramentamos para no contárselo a nadie, puesto que si se divulgaba tal prodigio, nuestro querido maestro habría sido expulsado del templo, quizás a los límites del Imperio y nos habríamos quedando sin su divina presencia. Por otra parte, al terminar la meditación, Homet-Ra, no sabía absolutamente nada de lo que había sucedido y no era consciente de haber levitado. Al parecer entraba en un estado de trance, donde el espacio y tiempo no tenían sentido. Nuestro querido Educador nos hablaba que teníamos que ver una luz brillante en nuestro cerebro y observar una espiral que te subía hacia el cielo. Y en verdad, debo confesar que ambas visualizaciones fueron habituales para mí. En cualquier caso, yo no fui nunca consciente de haber levitado, ni mis compañeros me dijeron nada al respecto.
Finalmente di gracias en mi corazón al despiadado Amut, puesto que gracias a su acción yo había aprendido el lado contrario. Gracias a Amut, había vivido en carne la propia la Ley del dios Thot, que habla de que en nuestro planeta todo es bipolar, como lo es el día y la noche. Tan solo hay que disfrutar del día y encender el Sol de nuestro cerebro por la noche.
Heliocentro-Los Hijos del Sol.
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