Inútil parecería un nuevo relato biográfico del gran Maestro Nazareno, después que durante diez y nueve siglos se han escrito tantos y aún siguen escribiéndose sin interrupción.
Mas, Yhasua de Nazareth, encarnación del Cristo, no es propiedad exclusiva de ninguna tendencia ideológica, sino que nos pertenece a todos los que le reconocemos como al Mensajero de la Verdad Eterna. El amor que irradió en torno suyo el genial soñador con la fraternidad humana, le creó un vasto círculo de amadores fervientes, de perseverantes discípulos, que siglo tras siglo han aportado el valioso concurso de sus investigaciones, de su interpretación basada en una lógica austera y finalmente, de las internas visiones de sus almas más o menos capaces de comprender la gran personalidad del Enviado por la Eterna Ley, como Instructor y Guía de la humanidad terrestre. Yo, como uno de tantos, aporto también mi vaso de agua al claro manantial de una vida excelsa, de la cual tanto se ha escrito y sobre la cual hubo en todos los tiempos tan grandes divergencias, que las inteligencias observadoras y analíticas han acabado por preguntarse a sí mismas: “¿Es real o mitológico, un personaje del cual se han pintado tan diferentes cuadros?” El hecho de haber muerto ajusticiado sobre un madero en cruz a causa de su doctrina, no justifica por sí solo la exaltación sobrehumana, la triunfante grandeza del Profeta Nazareno.
¡Hubo tantos mártires de la incomprensión humana inmolados en aras de sus ideales científicos, morales o sociológicos! La historia de la humanidad, solamente en la época denominada Civilización Adámica, es una cadena no interrumpida de víctimas del Ideal; un martirologio tan abundante y nutrido, que el espectador no sabe de qué asombrarse más, si de la tenaz perseverancia de los héroes o de la odiosa crueldad de los verdugos. La grandeza del Maestro Nazareno, no está, pues, fundamentada tan solo en su martirio, sino en su vida toda que fue un exponente grandioso de su doctrina conductora de humanidades, doctrina que Él cimentó en dos columnas de granito:
La paternidad de Dios y la hermandad de todos los hombres. Toda su vida fue un vivo reflejo de estas dos ideas madres, en que basó toda su enseñanza por la convicción profunda que le asistía de que sólo ellas pueden llevar las humanidades a su perfección y a su dicha. Sentir a Dios como Padre, es amarle sobre todas las cosas. Sentirnos hermanos de todos los hombres, sería traer el cielo a la tierra.
Veinte años de ansiosa búsqueda en la vasta documentación, crónicas y relatos del siglo primero, salvados de la proscripción ordenada más tarde por el emperador Diocleciano, y de perseverantes investigaciones por Palestina, Siria, Grecia, Alejandría, Damasco, Antioquía y Asia Menor, nos permiten ofrecer hoy a los buscadores de la Verdad en lo que se refiere a la augusta personalidad de Cristo, este relato cuyo título: “Arpas Eternas”, induce al lector a la idea de que estas excelsas vidas..., vidas geniales, son las “arpas eternas” en que cantan los mundos la grandeza infinita de la Causa Suprema. No podemos callar aquí, la colaboración de los antiguos archivos esenios de Moab y del Líbano, y de las Escuelas de Sabiduría fundadas por los tres ilustres sabios del Oriente: Gaspar, Melchor y Baltasar, las cuales existen aún en el Monte Suleimán, cerca de Singapur (India), en las montañas vecinas a Persépolis (Persia) y en el Monte Sinaí (Arabia). Tampoco podemos olvidar a la bravía raza Tuareg, perdida entre los peñascales del desierto de Sahara, cuyos viejos relatos sobre el Genio Bueno del Jordán, como llamaron al Profeta Nazareno, han dado vivos reflejos de sol a determinados pasajes de nuestra histórica relación. En especial, está escrito este libro para los discípulos del Hombre-Luz, del Hombre-Amor. Y a ellos les digo, que no es éste un nuevo paladín que baja a la arena con armas de combate. Es un heraldo de paz, de unión y de concordia entre todos los discípulos de Yhasua de Nazareth, sean de cualquiera de las tendencias en que se ha dividido la fe de los pueblos. Creemos, que el reconocer y practicar su enseñanza como una elocuente emanación de la Divinidad, es la más hermosa ofrenda de amor que podemos presentarle sus admiradores y amigos, unidos por el vínculo incorruptible de su genial pensamiento: “Dios es nuestro Padre. Todos los hombres somos Hermanos”. Los amantes del Cristo en la personalidad de Yhasua de Nazareth, encontrarán sin duda en este modesto trabajo al Yhasua que habían vislumbrado en sus meditaciones; al gran espíritu símbolo de la más perfecta belleza moral, reflector clarísimo del Bien, practicado con absoluto desinterés. — ¡Son así las estrellas de primera magnitud que derraman sus claridades sin pedir nada a aquellos cuyos caminos alumbran, sino que labren su propia dicha futura! Y al tender hacia todos los horizontes la oliva de paz, simbolizada en este nuevo relato de su vida, digo desde lo más íntimo de mi alma: Amigos de Yhasua: os entrego con amor, el esfuerzo de veinte años, que presenta a vuestra contemplación la más fiel imagen del Cristo de vuestros sueños que nos es posible obtener a nosotros, pequeñas luciérnagas errantes en la inmensidad de los mundos infinitos.
La Autora.
(Josefa Rosalia Luque)
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