La práctica de la oración de Jesús ha hecho que, a veces, algunas personas atribuyan al nombre de Jesús un valor rayano en la superstición, llegando en ocasiones a adorar el nombre. El
nombre de Jesús no pasa de ser un medio para llevamos a la persona de Jesús y, si la recitación amorosa de su nombre no nos lleva a esto, no vale para nada.
Después de pacificarte, pronuncia el nombre de Jesús despacio... Siente crecer en ti la presencia de Jesús...
¿En qué forma experimentas esta presencia? ¿Como luz?… ¿Como devoción y unción?...
¿Como oscuridad y aridez?.. Cuando la Presencia se haga viva, permanece en ella... cuando tienda a decrecer, vuelve a recitar de nuevo su nombre...
Ejercicio 40: La oración de Intercesión
Sabemos muy poco sobre las formas de oración empleadas por Jesús. Formará parte para siempre del secreto guardado celosamente por las cumbres de las montañas y por los lugares
desiertos a los que se retiraba cuando deseaba orar.
Sabemos de su familiaridad con los salmos que, sin duda, recitó siguiendo el proceder de todos los judíos piadosos. Conocemos también su costumbre de interceder por las personas a las
que amaba. “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaras como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca». Aquí tenemos una indicación breve, en Lc. 22, 31-32, de lo que Jesús hizo en su tiempo de oración. Practicó la oración de intercesión.
Encontramos otra indicación en el evangelio de Juan (Jn. 17, 9ss.): «Por ellos ruego yo; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado... Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros… No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno... ¡Oh, Padre! Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado». De nuevo intercesión.
La Escritura nos dice que Jesucristo realiza actualmente esta misma función. Su oficio de redentor está cumplido. Ahora realiza su función de intercesor: «Pero éste posee un sacerdocio
perpetuo porque permanece para siempre. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb. 7, 24-25).
«¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que intercede por
nosotros?» (Rm. 8, 33-34).
De esta forma de oración -que incluye una petición recomendada por Jesús a sus discípulos, voy a hablar ahora. “La mies es mucha y los operarios son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe trabajadores a ella». (Mt. 9, 37-38). Vienen a la mente toda clase de objeciones: ¿Por qué deberíamos pedir a Dios algo que sabe necesitamos? Para colmo se trata de su cosecha. ¿Acaso no sabe que necesita más operarios?
Jesús parece dar de lado a todas estas objeciones y anunciar una ley misteriosa del mundo de la oración: que Dios, por propia voluntad, ha colocado su poder, en cierto sentido, en manos de la
persona que intercede, de manera que, mientras la persona no interceda, su poder queda maniatado.
Este es el gran atractivo de la oración de intercesión: que cuando la practicas adquieres un tremendo sentido del poder enorme que encierra. Y, una vez que hayas sentido ese poder, no cesarás de orar. Al final del mundo comprenderemos en qué medida han sido configurados los destinos de las personas y de las naciones no tanto en virtud de los acontecimientos externos provocados por personas con poder y por acontecimientos que parecían inevitables, sino por el silencioso, callado, irresistible poder de la oración de personas a las que el mundo jamás conocerá.
Teilhard de Chardin habla en El medio divino de una religiosa que ora en la capilla perdida en un lugar desierto; cuando lo hace, todas las fuerzas del universo parecen organizarse en consonancia con los deseos de aquella figurilla que ora y el eje del mundo parece atravesar aquella capilla desierta. Y Santiago dice: «La oración ferviente del justo tiene mucho poder. Elías era un hombre de igual condición que nosotros; oró insistentemente para que no lloviese y no llovió en la tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto» (Sant. 5, 16-18).
Basta echar una mirada a las cartas de san Pablo para darse cuenta de lo mucho que empleó la oración de intercesión en su vida apostólica. No poseía grandes cualidades de orador, como él
mismo confesaba a los corintios, pero obró milagros prodigiosos. Llevó, sobre todo, una vida de oración profunda. He aquí una muestra de cómo intercedía por su pueblo: «Por eso doblo mis
rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis vigorosamente fortalecidos por la acción de su
Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, cimentados y arraigados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios. A aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén”. (Ef. 3, 14-21).
«Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros... y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga
creciendo cada vez más en cono cimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el día de Cristo” (Flp. 1. 3-4.9-10).
A duras penas podremos encontrar una carta suya en la que no asegure a sus cristianos que ora constantemente por ellos o les ruega que pidan por él: «Siempre en oración y súplica, orando en
toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef. 6. 18-20).
Quizá seas una de esas personas a las que el Señor llama, de manera especial, a ejercer el ministerio de intercesión y a transformar el mundo y los corazones de los hombres mediante el
poder de su oración. «Nada hay tan poderoso en la tierra como la pureza y la oración», decía el Padre Teilhard. Si has recibido esta llamada de Dios, la intercesión será tu forma más frecuente de
orar. Incluso si no has recibido la vocación a este ministerio. de una manera especial, te sentirás impelido frecuentemente por Dios a interceder en diversas ocasiones. Existen muchas formas y
maneras de practicar este tipo de oración. He aquí una:
Dedica un tiempo a conscienciar la presencia de Jesús y a entrar en contacto con él...
Imagina que Jesús te inunda con su vida, con su luz y con su poder... Contempla todo tu cuerpo -ayudándote de la imaginación- deslumbrado por la luz que proviene de él...
Ahora evoca con la imaginación. una por una. las personas por las que deseas orar. Impón tus manos sobre cada una de ellas, comunicándoles toda la vida y poder que has recibido de Cristo...
Dedica un tiempo a cada una... Invoca, sin palabras, el amor de Cristo para ella... Contempla cómo se siente embriagada por la vida y por el amor de Cristo... Mira cómo se ha transformado...
Pasa después a la persona siguiente... a la siguiente...
Es absolutamente importante que te hagas presente a Jesús y que entres en contacto con él al comenzar la oración de intercesión. De otra forma, tu oración correría el peligro de no ser oración,
sino un mero ejercicio de recordar personas. Existe el peligro de que tu atención se centre únicamente en las personas por las que intercedes y no en Dios.
Después que hayas orado por algunas personas. en la forma apuntada en el ejercicio, conviene que permanezcas durante algún tiempo, de nuevo, en la presencia de Cristo, bebiendo de su poder, de su Espíritu; luego continuarás tu intercesión, imponiendo las manos sobre otras.
Después de haber intercedido de esta forma por cada una de las personas a las que amas, pide por aquellas que te han sido encomendadas: los pastores, por su rebaño... los padres, por sus hijos...
los profesores, por sus alumnos...
Luego, tras de haberte detenido otra vez en el amor de Cristo y en su poder, comienza a orar por tus «enemigos», ya que Jesús te ha impuesto la obligación de orar por ellos. Coloca tus manos
en señal de bendición sobre cada una de las personas que te desagradan... o para las que tú no resultas simpático... sobre las que te han ocasionado algún daño... Siente cómo el poder de Cristo se transmite por medio de tus manos a sus corazones...
Pasa después a orar por la nación entera... por la Iglesia... Los tesoros de Cristo son infinitos; no temas agotarlos al pretender prodigarlos a todas las naciones y personas...
Mantén tu mente en el vacío durante un momento y da lugar a que el Espíritu te sugiera personas e intenciones por las que orar... Cuando venga a tu mente una persona, impón sobre ella
tus manos en nombre de Cristo...
Mi experiencia como director de ejercicios me dice que algunas personas, cuando alcanzan un profundo sentido de unión con Dios, se ven empujadas por él a interceder por otros. Al principio
sienten preocupación pensando que pueda tratarse de distracciones; hasta que comprenden que fueron llevados a este estado de unión profunda con Dios precisamente para interceder por sus semejantes y para que esta intercesión, lejos de distraerles, les introduzca con mayor profundidad en
la unión con Dios.
Si has sido llamado al ministerio de la intercesión, descubrirás, además, a través de la práctica frecuente de la oración de intercesión, que cuanto más prodigues los tesoros de Cristo sobre otros, más inundada se sentirá tu propia vida y tu corazón con ellos. Al interceder por los otros, estás enriqueciéndote a ti mismo.
ANTHONY DE MELLO
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