martes, 18 de agosto de 2015
Libro Volver al Amor de un Curso de Milagros (Marianne Williamson)
TÚ Capítulo-3
«El pensamiento que Dios abriga de ti es como una estrella inmutable en un firmamento eterno.»
1. TU YO PERFECTO
«Una vez más: nada de lo que haces, piensas o deseas es necesario para establecer tu valía.»
Tú eres hijo de Dios. Dios te creó en un destello cegador de creatividad, como una idea esencial Suya, cuando Él Se extendió en amor. Todo lo que tú has ido añadiendo desde entonces es inútil.
Cuando preguntaron a Miguel Ángel cómo creaba una escultura, respondió que la estatua ya existía dentro del mármol. El propio Dios había creado la Piedad, el David, el Moisés. La función de Miguel Ángel, tal como él la veía, consistía en ir eliminando el exceso de mármol que rodeaba la creación de Dios.
Lo mismo pasa contigo. No necesitas crear tu yo perfecto, porque Dios ya lo ha creado. Tu yo perfecto es el amor que hay, dentro de ti. Tu tarea consiste en permitir que el Espíritu Santo retire el pensamiento temeroso que rodea tu yo perfecto, así como un exceso de mármol rodeaba la estatua perfecta de Miguel Ángel.
Recordar que formas parte de Dios, que eres alguien amado y digno de amor, no es arrogancia. Es humildad.
Arrogancia es pensar que eres cualquier otra cosa, y no una creación de Dios.
El amor es inmutable y tú, por consiguiente, también. Nada que jamás hayas hecho o puedas hacer mancillará tu perfección a los ojos de Dios. A Sus ojos eres alguien digno por lo que eres, no por lo que haces.
Nada de lo que hagas ni de lo que dejes de hacer determina tu valor esencial; tu crecimiento tal vez, pero no tu valor. Por eso Dios te aprueba y te acepta totalmente, exactamente tal como eres. ¿Cómo podrías no gustarle? No te creó en el pecado; te creó en el amor.
2. LA MENTE DIVINA
«Dios mismo iluminó tu mente, y la mantiene iluminada con Su Luz, porque Su Luz es lo que tu mente es.»
El psicólogo Carl Jung postuló el concepto del «inconsciente colectivo», una estructura mental innata que abarca las formas de pensamiento universales de toda la humanidad. Su idea era que si profundizas lo suficiente en la mente humana, llegas a un nivel que todos compartimos. El Curso va un paso más allá; si profundizas lo suficiente en tu propia mente, y profundizas lo suficiente en la mía, ambos tenemos la misma mente. El concepto de una mente divina o «crística» es la idea de que en nuestro centro mismo no somos solamente idénticos, sino que somos realmente el mismo ser. «No hay más que un solo Hijo unigénito» no quiere decir que fue algún otro y nosotros no. Quiere decir que lo somos todos. Aquí no hay más que uno de nosotros.
Somos como los radios de una rueda, que irradian todos hacia afuera desde el mismo centro. Si se nos define según nuestra posición en el borde, parece que estuviéramos separados y fuéramos distintos los unos de los otros. Pero si se nos define según nuestro punto inicial, nuestra fuente -el centro de la rueda-, somos una identidad compartida. Si profundizas lo suficiente en tu mente y en la mía, la imagen es la misma: en el fondo de todo, lo que somos es amor.
La palabra Cristo es un término psicológico. Ninguna religión tiene el monopolio de la verdad. Cristo se refiere al hilo conductor común del amor divino que es el núcleo y la esencia de cada mente humana.
El amor en uno de nosotros es el amor en todos nosotros. "No hay ningún lugar donde Dios se acabe y tú comiences", y ningún lugar donde tú termines y empiece yo. Tu mente se extiende hasta el interior de la mía y las de todos los demás.
No se queda encerrada dentro de tu cuerpo.
Un curso de milagros nos compara con «rayos de sol» que creyeran estar separados del sol, o con olas que creyeran estar separadas del océano. Así como un rayo de sol no puede separarse del sol, y una ola no puede separarse del océano, nosotros no podemos separarnos los unos de los otros. Todos formamos parte de un vasto mar de amor, de una mente divina indivisible. Esta verdad sobre nuestra identidad es inmutable;
nosotros, simplemente, la olvidamos. Nos identificamos con la idea de un pequeño yo aparte, y no con la idea de una realidad que compartimos con todos.
Tú no eres quien piensas que eres. ¿No te alegras? No eres tus títulos ni tus credenciales, ni tu casa. No somos nada de eso, en absoluto. Somos seres sagrados, células individuales del cuerpo de Cristo. Un curso de milagros nos recuerda que el sol sigue brillando y el océano continúa moviéndose, sin percatarse de que una fracción de su identidad se ha olvidado de lo que es. Somos tal como Dios nos creó. Todos somos uno, somos el amor mismo. «Aceptar al Cristo» no es más que un cambio en la percepción de uno mismo. Nos despertamos del sueño de ser criaturas finitas y aisladas, y reconocemos que somos espíritus gloriosos e infinitamente creativos. "Nos despertamos del sueño de ser débiles, y aceptamos que el poder del universo está dentro de nosotros." por que tocaba, en cualquier parte a donde fuera, con una coherencia tan asombrosa. Me imaginé que tenía que haber alguna manera de aplicar más positivamente ese mismo poder mental, por entonces sumergido en la neurosis.
Gran parte del trabajo de orientación psicológica que más se practica en la actualidad consiste en analizar la oscuridad con el fin de llegar a la luz, en la creencia de que si nos concentramos en nuestras neurosis -en su origen y su dinámica- llegaremos a trascenderlas. Las religiones orientales nos dicen que si vamos en busca de Dios, perderemos por el camino todo lo que no sea auténticamente nosotros mismos. Ve en busca de la luz y la oscuridad desaparecerá.
Concentrarse en Cristo significa concentrarse en la bondad y el poder que existen, latentes, dentro de nosotros, para -invocándolos- comprenderlos y expresarlos.
En la vida conseguimos aquello en que nos concentramos.
La concentración continua en la oscuridad nos conduce, como individuos y como sociedad, a adentrarnos más en ella.
La concentración en la luz nos adentra en la luz.
«Acepto al Cristo interior» quiere decir: «Acepto la belleza que hay dentro de mí como el ser que realmente soy.
No soy mi debilidad. No soy mi cólera.
No soy mi pequeñez mental. Soy mucho más, y estoy dispuesto (o dispuesta) a que me recuerden quién soy en realidad».
3. EL EGO
«El ego es literalmente un pensamiento atemorizante.»
De pequeños nos enseñaron a ser niñas y niños «buenos», lo que, por cierto, implica que todavía no lo éramos. Nos enseñaron que éramos buenos si limpiábamos nuestra habitación, o si sacábamos buenas notas.
No nos enseñaron que éramos «esencialmente» buenos. No nos proporcionaron una sensación de aprobación incondicional, un sentimiento de que éramos valiosos por lo que éramos, no por lo que hacíamos. Y no es que fuéramos educados por monstruos. Nos educaron personas a quienes habían educado de aquella misma manera. A veces, en realidad, quienes más nos amaban sentían que era su responsabilidad que estuviéramos bien preparados para la lucha.
¿Por qué? Porque el mundo es como es, duro, y ellos querían que nos fuera bien. Teníamos que volvernos tan locos como está el mundo, porque de otra manera jamás nos adaptaríamos a él. La meta era el logro, el título, el ingreso en Harvard. Lo raro es que no hayamos aprendido que la disciplina, desde esa perspectiva, es un extraño y antinatural desplazamiento de nuestro sentimiento de poder, que lo aparta de nosotros para proyectarlo sobre fuentes externas. Perdimos el sentimiento de nuestro propio poder. Y lo que aprendimos fue el miedo, el miedo de que, siendo tal como éramos, no valiéramos lo suficiente.
El miedo no favorece el aprendizaje. Nos vuelve tullidos, inválidos, neuróticos. Y cuando llegamos a la adolescencia, la mayoría de nosotros estábamos gravemente «tocados».
Nuestro amor, nuestro corazón, nuestro verdadero yo, fueron constantemente invalidados tanto por la gente que no nos quería como por la que nos amaba. Y por falta de amor empezamos, lenta pero inexorablemente, a hundirnos.
Hace años me dije a mí misma que no debía preocuparme por el diablo. Recuerdo haber pensado que no hay ninguna fuerza maligna al acecho por el planeta. «No existe más que en mi cabeza», me dije. Después me di cuenta de que eso no era una buena noticia. Puesto que cada pensamiento crea experiencia, no hay peor lugar donde pudiera estar. Aunque es verdad que ahí afuera no hay ningún diablo a la caza de nuestra alma,
en la mente tenemos la tendencia -que puede poseer una fuerza asombrosa al percibir sin amor.
Como desde niños nos han enseñado que somos seres separados y finitos, nos resulta muy difícil todo lo que tiene que ver con el amor. Lo sentimos como un vacío que amenaza con abrumarnos, y en cierto sentido, es y hace precisamente eso. Aplasta a nuestro pequeño yo, nuestro solitario sentimiento de separación, y
como eso es lo que creemos que somos, sentimos que sin él nos moriríamos. Lo que moriría en ese caso sería la mente asustada, para que el amor que hay dentro de nosotros pudiera tener ocasión de respirar.
En la terminología del Curso, se llama «ego» a la totalidad de nuestra red de percepciones atemorizantes, que brotan de aquella primera falsa creencia en nuestra separación de Dios y del resto de los seres humanos.
La palabra «ego», en general la utilizo en este libro de diferente manera de como se suele usar en la psicología moderna. La utilizo como los antiguos griegos, como la idea de una identidad pequeña y separada. Es una falsa creencia sobre nosotros mismos, una mentira sobre quiénes y qué somos en realidad.
Por más que esa mentira sea nuestra neurosis, y que vivirla sea una angustia terrible, es sorprendente la resistencia que ofrecemos a sanar la escisión.
Cuando el pensamiento se separa del amor, da lugar a creaciones profundamente falsas. Es nuestro propio poder vuelto en contra de nosotros mismos. En el momento en el que la mente se apartó por primera vez del amor -cuando el Hijo de Dios se olvidó de reír-, cobró existencia todo un mundo ilusorio.
Un curso de milagros llama a ese momento el «desvío hacia el miedo» o la «separación de Dios».
El ego tiene una seudovida propia y, como todas las formas de vida, lucha con uñas y dientes para sobrevivir.
Por más incómoda, dolorosa o incluso a veces desesperada que pueda ser nuestra vida, es la vida que conocemos, y nos aferramos a lo viejo en vez de probar algo nuevo. Estamos hartos de nosotros mismos, en un sentido u otro.
Es increíble la tenacidad con que nos aferramos a cosas de las que pedimos ser liberados en nuestras oraciones. El ego es como un virus informático que ataca al centro del sistema operativo. Nos muestra un oscuro universo paralelo, un ámbito de dolor y de miedo que en realidad no existe, aunque ciertamente parece real.
Antes de la caída, Lucifer era el ángel más bello del Cielo. El ego es nuestro amor a nosotros mismos convertido en odio a nosotros mismos.
El ego es como un campo de fuerza gravitacional, construido durante eternidades de pensamiento atemorizante, cuya atracción nos aleja del amor que hay en nuestro corazón. El ego es nuestro poder mental vuelto contra nosotros mismos. Es astuto, como nosotros, y persuasivo, como nosotros, y manipulador, como nosotros. Es un diablo de «lengua de plata». El ego no se nos aproxima para decirnos: «Hola, soy tu asco de ti mismo».
No es estúpido, porque nosotros tampoco lo somos.
Más bien nos dice cosas como: «Hola, soy tu yo adulto, racional y maduro. Te proporcionaré todo lo que necesites».
Y entonces empieza a aconsejarnos que nos cuidemos a nosotros mismos a expensas de los demás. Nos enseña a ser egoístas, codiciosos, críticos y mezquinos. Pero recuerda que no somos más que uno: lo que damos a los demás, nos lo damos a nosotros mismos. Lo que les negamos, nos lo negamos a nosotros mismos. En cualquier momento en que escogemos el miedo en lugar del amor, nos negamos la experiencia del Paraíso. En la misma medida en que abandonemos al amor, sentiremos que el amor nos ha abandonado.
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