lunes, 15 de febrero de 2016

Libro Volver al Amor de un Curso de Milagros (Marianne Williamson)


EL CUERPO EN LAS RELACIONES PERSONALES
Capitulo X (Tercer Escrito)
«El cuerpo no te separa de tu hermano, y si piensas que es así, estás loco.» Nuestra verdadera identidad no reside en nuestro cuerpo, sino en nuestro espíritu. 
«El Cristo en ti no habita en un cuerpo», dice el Curso. 
Tampoco el cuerpo de los demás es realmente lo que esas personas son. El cuerpo es una muralla ilusoria que parece separarnos, el principal artilugio del ego en su intento de convencernos de que estamos separados los unos de los otros y todos de Dios. 
El Curso llama al cuerpo «la figura central en el sueño del mundo». La línea argumental de la vida humana, donde los cuerpos hablan, se mueven, sufren y mueren, forma un velo de apariencia que oculta la creación de Dios. Oculta «la faz de Cristo».
Mi hermano puede mentir, pero él no es esa mentira.
Mis hermanos pueden pelear, pero permanecen unidos en el amor. «Las mentes están unidas, pero los cuerpos no», dice el Curso. El cuerpo, por sí mismo, no es nada. 
No puede perdonar, ni ver, ni tampoco comunicarse. 
«Si escoges ver el cuerpo, contemplas un mundo de separación, de cosas inconexas, de acontecimientos que no tienen sentido alguno.» «Siempre que te equiparas con el cuerpo, experimentas depresión», dice el Curso. 
Identificar a otra persona con un cuerpo producirá la misma angustia. Los contactos sexuales sin amor son una de las formas en que podemos usar el cuerpo para fabricarnos depresiones. Nuestro impulso sexual es una pantalla sobre la que proyectamos nuestro amor o nuestro miedo. 
Cuando el contacto sexual procede del Espíritu Santo, es una profundización de la comunicación. Cuando procede del ego, es un sustituto de la comunicación. 
El Espíritu Santo usa la sexualidad para sanarnos; el ego la usa para herirnos. A veces hemos pensado que el contacto sexual con otra persona cimentaría nuestro vínculo con ella, y resultó en cambio que creaba más engaño y ansiedad de los que había antes. 
Sólo cuando la sexualidad es un vehículo de comunicación espiritual es auténtico amor y nos une a otra persona. 
Entonces se convierte en un acto sagrado. 
Santidad significa la presencia de un propósito de amor, y en ese sentido, el cuerpo y sus adornos pueden ser una expresión sagrada. Muchos buscadores espirituales han experimentado la necesidad de huir de todas las cosas relacionadas con el cuerpo. Pero en realidad esta actitud puede estar tan centrada en el ego como el excesivo apego a lo físico. 
Cualquier cosa usada para difundir la alegría y comunicar el amor forma parte del plan de Dios para la salvación. 
Cuando yo tenía unos veinte años, tuve mi primera cita con un hombre que llevaba traje y corbata. 
Hasta entonces sólo había salido con chicos que llevaban tejanos. Cuando abrí la puerta y lo vi a él vestido con traje y un elegante abrigo, lo primero que se me ocurrió fue si no sería un mafioso... Cuando salimos, estuve toda la velada luchando con mis conflictos sobre su atuendo. ¡Por supuesto que no podía decirle que su estupenda forma de vestir me cortaba el aliento! Era un italiano, y el primer contacto que yo tenía con la sensibilidad de un europeo hacia las mujeres. 
Años después seguiría recordando lo que aprendí de ese hombre. Empezamos a salir juntos y me di cuenta de que nunca había conocido a nadie tan obsequioso y galante. 
Las noches que salíamos eran para mí verdaderos acontecimientos. Me preguntaba si prefería ir al teatro o al cine, si quería cenar en este restaurante o en el otro. 
Quería saber qué ropa deseaba yo que se pusiese. Me quedé muy sorprendida por lo importante que era para él llevar una camisa azul o una blanca. Al principio me irritaba, viniendo como venía de una mentalidad norteamericana de los años sesenta, para la cual todas esas consideraciones no tenían la menor importancia. Pero finalmente vi que para él la cuestión principal era que quería verme contenta. 
Su manera de vestir era una forma de complacerme, de expresar lo mucho que yo le importaba. Muchos años después de aquella relación, en una tienda de ropa, mi novio de entonces estaba mirando dos americanas y no podía decidirse por ninguna. Cuando le dije la que me gustaba, reaccionó casi como si yo fuera su madre, para que quedara muy claro que no sería mi opinión la que dictara su decisión. -Esa es la diferencia entre tú y yo -le dije-. Si yo me estuviera comprando ropa, el hecho de que a ti te gustara algo me inclinaría más a comprarlo. 
¿De qué sirve tener una relación contigo si no me siento motivada para agradarte, hacer más placentera tu vida y endulzarte las cosas? Ese es el único propósito del maquillaje, de la ropa y de cualquier otra cosa en el mundo de la forma.
No sirven para seducir a otra persona, sino para añadir luz al mundo en forma de belleza y de placer. 
El significado de las cosas depende de la medida en que las usemos para aportar felicidad al mundo.
La ropa y otros objetos personales no difieren de ninguna otra forma de arte. Si los percibimos con amor, pueden elevar las vibraciones e incrementar la energía en el mundo que nos rodea. Esto no es narcisismo ni vanidad. Somos narcisistas si no nos importa que a nuestro novio o nuestra novia, a nuestro marido o nuestra mujer no les guste nada lo que llevamos. 
Yo he tenido novios tan inflexibles que me preferían siempre sin maquillaje, y otros que no querían verme sin él. 
Para mí, el cambio no ha tenido nada que ver con la clase de hombres con quienes salía, sino con el hecho de pasar del «No me importa lo que él quiera» al «Me importa muchísimo lo que le haga feliz». 
La primera parte de la revolución sexual significó la ruptura de las mujeres con el modelo opresivo de sometimiento a los hombres. La segunda parte implica nuestro reconocimiento de que no tiene sentido cultivar la individualidad a no ser para luego entregarla a una identidad superior. 
Y la identidad suprema es nuestra relación con los demás. 
Una vida vivida solamente para uno mismo no es liberación, sino apenas otra forma de servidumbre. Como no somos cuerpos, no podemos existir en el aislamiento, y vivir como si pudiéramos no nos conduce más que al sufrimiento.


VANIDAD, PESO Y EDAD. 
«Los ojos del cuerpo sólo ven formas.» ¿Qué es la vanidad? ¿Qué es la obsesión -neurótica y orientada al ego- del peso, el pelo, la apariencia y el atractivo sexual que empuja a los norteamericanos a gastarse miles de millones de dólares al año en productos que son un lujo que no pueden permitirse y que en realidad no necesitan, y a las mujeres jóvenes a ser presa de peligrosas enfermedades en sus esfuerzos por adelgazar? 
Son los resultados inevitables de una orientación cultural que excluye la realidad del espíritu. La concepción del cuerpo como un fin y no como un medio engendra miedo: el miedo de no valer bastante o de no ser lo suficientemente atractivos, el miedo de no gustar, el miedo de ser perdedores en la vida. 
No hay manera de escapar de este doloroso torbellino si no reemplazamos la identificación con el cuerpo por la idea de que no somos cuerpos, en absoluto, de que somos el amor que llevamos dentro, y que ese amor es lo único que determina nuestro valor. Cuando nuestra mente está llena de luz, no hay lugar para la oscuridad. 
Cuando entendemos quiénes y qué somos en realidad, no hay lugar para el dolor ni para la confusión. 
Cuando tenía poco más de veinte años, tuve un problema de peso; un problema no tan grande como para considerarme gorda, pero lo suficiente como para que me hiciera sufrir. 
Se trataba de unos cinco o seis kilos de más que no podía sacarme de encima. Cada vez que iniciaba una dieta, terminaba aumentando de peso. Psicológicamente, esto tiene sentido, porque si alguien nos dice que no pensemos en la Torre Eiffel, nos pasaremos todo el tiempo pensando en ella. 
Decirme que no tenía que pensar en la comida no servía más que para que continuara obsesionándome con ella. 
La privación es una mala manera de perder peso. 
Yo solía rezar pidiendo una solución para mi problema, y recibía el siguiente consejo: «Come lo que quieras». 
Aquello me parecía una completa locura. «Si hago eso -pensaba- empezaré a comer y no pararé nunca.» 
Y mi guía interior me respondía: «Sí, al principio sí. Tendrás que compensar toda la presión a que te has sometido durante años, pero después ya tendrás suficiente y empezarás a volver a tu ritmo natural. Entonces sanarás». Me relajé. 
Conocí a una mujer que había perdido una enorme cantidad de peso y me dijo que le había pedido a Dios que lo hiciera por ella. -No le pedí perder peso -me explicó-, sino solamente que me sacara esa carga de encima. No me importaba seguir siendo gorda. Le dije que si Él quería que yo estuviera gorda, me hiciera sentir cómoda así. 
Lo único que ansiaba era salir de aquel infierno. Decidí que no me importaba cuánto pesaba. Ya no podía seguir aguantando aquella horrible obsesión. 
Cuando empecé a estudiar el Curso, me di cuenta de que mi peso no tenía importancia. Lo único que importaba era el amor. Si me podía entrenar mentalmente para concentrarme más en el amor, entonces mis problemas desaparecerían por sí solos. 
Las religiones orientales afirman: «Ve en busca de Dios y todo lo que no es auténticamente tuyo se desprenderá de ti». 
A medida que me metía más en la práctica del Curso, dejé de pensar tanto en mi peso. Eso fue todo. Y un día me miré en el espejo y vi que mi exceso de peso había desaparecido. 
Me di cuenta de que mi peso no tenía nada que ver con mi cuerpo, sino con mi mente. 
La gente me aterrorizaba e inconscientemente me había rodeado de un muro para protegerme. Sin embargo, también me asustaba el hecho de no estar dando amor. 
El propósito de mi ego era mantenerme aparte, y mientras no renunciara a ese propósito, jamás podría deshacerme de los kilos de más. Mi mente subconsciente no hacía más que seguir instrucciones. 
Cuando empecé a concentrar mi energía en atravesar el muro, cuando permití que Cristo entrara en mi mente, el muro desapareció milagrosamente. 
Tras haber aprendido en el Curso que el cuerpo no es importante, no podía entender por qué debíamos hacer ejercicio o alimentarnos bien. Pero me di cuenta de que, cuando hago ejercicio, en realidad pienso menos en mi cuerpo. Cuando no hago ejercicio, no puedo dejar de pensar en mis gruesos muslos y mi ancha cintura. De modo similar, ingerir comida sana tiene sentido porque nos ayuda a existir de la manera más ligera y energética posible dentro del cuerpo. La comida malsana es más pesada y nos ata al cuerpo. 
Cuidamos del cuerpo como una manera de cuidar mejor del espíritu. Tal como somos hoy en día, nuestro cuerpo, al envejecer, refleja la pesadez de un pensamiento dominado por la aflicción y la preocupación. Cuando empezamos a viajar más ligeros dentro del cuerpo, y nuestra mente renuncia a la preocupación constante por los problemas corporales, el envejecimiento se convierte en una experiencia diferente.
Leí en alguna parte que la Virgen María nunca acusó el paso del tiempo, aunque vivió hasta entrados los cincuenta, y comprendo por qué. Si alcanzáramos un estado en el que sólo el amor y el cariño nos ocuparan la mente, y ni el pasado ni el futuro nos pesaran como una carga sobre los hombros, envejecer se convertiría en un proceso de rejuvenecimiento. Espiritualmente, deberíamos rejuvenecer a medida que nos volvemos viejos, ya que el único propósito del tiempo es que aprendamos a renunciar de una manera más coherente a nuestro apego a la forma. Entonces el cuerpo se zambulle en la perfección de la vida, y se convierte en un instrumento sano y un objeto de alegría. Una parte de la neurosis que nos produce nuestra cultura es la aversión al paso de los años. 
Sin embargo, como cualquier otra cosa, nuestra edad sólo cambiará después de que la hayamos aceptado tal como es. Podemos pensar que es algo terrible, desagradable, sin ningún atractivo sexual, pero en realidad eso no son más que pensamientos. 
Si paseamos por las calles de París, veremos que de las francesas de más de cincuenta y sesenta años se desprende una madura sexualidad. En Estados Unidos tendemos a pensar que a esa edad las mujeres ya están «acabadas». 
Cambiemos de mentalidad. Recordemos que cuanto más vivimos más sabemos, y cuanto más sabemos más hermosos somos. 
Podemos crear un contexto nuevo y eficaz para la experiencia de envejecer si cambiamos la manera de ver a las personas mayores en nuestra sociedad. El ego, después de todo, proclama que un cuerpo debilitado es una persona debilitada. 
Los norteamericanos tratamos a las personas mayores de una manera fría, sin amor. En China, a los ancianos se los respeta y venera, y esa es, en gran parte, la razón de que los chinos vivan tanto tiempo sin dejar de ser ciudadanos saludables y productivos. 
En Norteamérica pensamos que la juventud es mucho mejor, y por lo tanto lo es. No porque eso sea una verdad objetiva, sino sólo porque es la idea que tenemos y la manifestamos en nuestra experiencia colectiva. 
No importa cuál sea la enfermedad, la adicción o la deformación física, su causa está en la mente y sólo en ella se la puede sanar. El mayor poder que nos es concedido, dice el Curso, es el de cambiar de mentalidad. Nuestro estado físico no determina nuestro estado emocional. La experiencia de la paz proviene únicamente de la mente. «La paz de la mente -dice Un curso de milagros- es claramente un asunto interno.»


EL SIGNIFICADO DE LA SANACIÓN 
«No olvides que el único propósito de este mundo es sanar al Hijo de Dios.» 
Cuando pensamos en sanar, generalmente pensamos en la curación física, pero Un curso de milagros define la salud como «paz interior». Hay personas que padecen enfermedades muy graves y están en paz, y otras, a pesar de su perfecta salud física, se sienten emocionalmente torturadas. 
En su libro Teach only Love [Enseña sólo el amor], Jerry Jampolsky establece sus principios de sanación de la actitud. Enseña que la paz es posible independientemente de las circunstancias físicas. Al consagrar nuestra enfermedad a Dios, consagramos la experiencia en su totalidad, sabiendo que cualquier cosa puede ser utilizada por el Espíritu Santo para traer más amor a nuestra conciencia. 
Muchas personas han hablado de su enfermedad como de «una llamada a despertar». Eso significa despertar y experimentar la vida, despertar y bendecir cada mañana, despertar y saber apreciar a los amigos y a la familia. He oído decir a personas con enfermedades graves que su vida realmente empezó con el diagnóstico. ¿Por qué? 
Porque si nos diagnostican una enfermedad grave, durante los primeros cinco minutos nos desprendemos de gran parte de nuestro equipaje personal superficial. 
Nos preguntamos: «¿Por qué actúo con tanta arrogancia? ¿Por qué finjo que soy tan duro? ¿Por qué juzgo a la gente? ¿Por qué no agradezco el amor y la belleza que me rodean? ¿Por qué no hago caso del elemento más simple y más importante de mi ser, el amor que hay en mi corazón?». 
Renunciar a nuestros espejismos es sanar. Dentro de cada uno de nosotros hay un núcleo: nuestra esencia, nuestro verdadero ser. Ese es el lugar de Dios dentro de nosotros. 
Encontrar esa esencia es nuestro retorno a Dios, el propósito de nuestra vida, e incluso las experiencias más dolorosas pueden servir a ese propósito. 
A lo largo de los años he hablado en muchos funerales y conmemoraciones. Entre las escenas más impresionantes que he visto jamás se cuentan los rostros dolientes de la gente que se enfrenta con una verdad desnuda que no es posible negar ni hacer de lado. Cuando alguien que amamos ya no está con nosotros, nuestra tristeza nos abre a nuevas oportunidades de crecimiento. Las lágrimas nos ablandan. 
Hace poco hablé en un funeral por un joven que había muerto de sida. Sus amigos lo amaban profundamente, y muchas personas lloraron durante el servicio religioso. 
Hacia el término del funeral, varios de sus amigos más íntimos se pusieron de pie para entonar una canción que con frecuencia habían cantado con él. 
Muchos de ellos casi no podían dominarse mientras cantaban. La pureza del dolor reflejado en sus rostros era asombrosa; mientras los miraba, pensé que si entre ellos había actores, probablemente no habían hecho jamás una actuación tan sincera. 
Otra vez hablé en el funeral de una joven que había sido brutalmente asesinada. Estaba casada y era madre de un niño de tres años. jamás me olvidaré de la expresión del rostro del marido mientras me escuchaba hablar en la iglesia. -Michael -le dije-, tú nunca serás el mismo, todos lo sabemos. 
Tienes dos opciones: endurecerte o ablandarte. 
Después de esto puedes decidir que nunca más confiarás en nadie, ni siquiera en Dios, o puedes dejar que tu corazón hecho pedazos te ablande... y que tus lágrimas fundan las murallas que rodean tu corazón, de tal manera que te conviertas en un hombre de una profundidad y una sensibilidad excepcionales. Después me dirigí a las mujeres presentes: 
-Este niño ha perdido a su madre. Ya no tiene unos brazos de mujer que lo amparen. No dejéis que esto suceda sin ponerle remedio. Comprometeos ahora, de corazón, a visitarlo, a visitar a su padre y a afrontar la situación lo mejor que podáis; sed mujeres tan maduras como lo sois en este momento. 
Asumid seriamente esta responsabilidad, para que por lo menos el crecimiento personal que esta oscuridad ha producido pueda ser el camino por el cual se la expulse. 
Lo extraño fue que después de aquel funeral tuve que intervenir en la celebración de un matrimonio, en el otro extremo de la ciudad. Mientras lo hacía, observé un extraño parecido entre los ojos del novio y los del joven que acababa de enterrar a su mujer. Naturalmente que el novio no estaba de duelo, sino muy alegre. Lo que parecía lo mismo era la pureza del amor en sus ojos, sin ningún ingrediente artificial añadido.
 Sólo atención, sinceridad, apertura y amor. Sanar es volver al amor. Con frecuencia, la enfermedad y la muerte son dolorosas lecciones sobre lo que amamos, pero lecciones de todas maneras. 
A veces se necesita el cuchillo que nos traspasa emocionalmente el corazón para atravesar los muros que se alzan ante él. 
Una noche en Los Ángeles, durante el período de meditación que sigue a mis conferencias, observé que dos de mis amigos lloraban en el fondo de la iglesia. Estaban profundamente abatidos por la inminente muerte de un amigo común que tenía el sida. Me dolió verlos sufrir tanto. He descubierto que- nuestro sufrimiento nos permite percibir, como con rayos X, el sufrimiento ajeno. 
Le pregunté a Dios si no se podía aliviar esa carga. Ya entonces, todos habíamos visto tanta aflicción, tanto dolor y tanta muerte a causa de esa enfermedad... «¿No es suficiente? ¿No se puede acabar?», le pregunté. 
Lo que me sucedió después fue sorprendente. Me invadió el recuerdo de mi propia «noche oscura del alma» de casi una década atrás. ¿Acaso no había cambiado yo profundamente y positivamente a partir de mi dolor? Si mi alma había usado aquella experiencia para conducirme a una mayor conciencia de mí misma, ¿cómo sabía yo que a esas otras personas no les estaba pasando lo mismo? 
Mi tarea no es juzgar, sino ayudar, como pueda y donde pueda, y no dudar de la sabiduría fundamental de todas las cosas. 
En cualquier situación, lo que pasa exteriormente no es más que la punta del iceberg. Las lecciones, los verdaderos cambios, las oportunidades de crecer... esas son las cosas que los ojos del cuerpo no pueden ver. Están por debajo de la línea de flotación del espíritu, pero están. Y forman un cuadro del viaje del alma mucho más vasto de lo que podemos percibir desde la perspectiva de nuestros sentidos físicos. 
El crecimiento no tiene nada que ver con conseguir lo que nos parece que queremos. Crecer es llegar a ser los hombres y las mujeres que potencialmente podemos ser: amorosos, puros, sinceros, claros. Una vida más larga no es necesariamente una vida mejor. Una vida sana no depende del estado físico. La vida no es más que la presencia del amor, y la muerte no es más que su ausencia. La muerte física no es, de ninguna manera, la muerte real. Ya hemos crecido lo suficiente para darnos cuenta de que hay vida más allá de la existencia física. En la medida en que encontramos esa vida, nos convertimos en nosotros mismos, como hijos de los hombres y como Hijos de Dios.


LA MUERTE Y LA REENCARNACIÓN 
«No hay muerte. El Hijo de Dios es libre.»
Un curso de milagros dice que el nacimiento no es un comienzo sino una continuación, y que la muerte no es un final sino también una continuación. La vida continúa eternamente. Siempre fue y siempre será. La encarnación física no es más que una de las formas que puede tomar la vida. 
Un curso de milagros menciona los Grandes Rayos, un concepto que se encuentra también en otras enseñanzas metafísicas. 
Los Grandes Rayos son líneas de energía que emanan desde dentro de cada uno de nosotros, en niveles sutiles que nuestros sentidos físicos no son capaces de percibir, ya que nuestros sentidos físicos reflejan nuestro actual sistema de creencias; a medida que éste se expanda, lo mismo sucederá con nuestros sentidos físicos. Llegará un momento en que percibiremos físicamente los Grandes Rayos. Algunas personas, por ejemplo las que ven las auras, ya lo hacen. A Buda, Jesús y otros maestros iluminados se los representa con frecuencia con un halo alrededor de la cabeza o con líneas de luz que irradian desde el corazón. Estas líneas de luz y energía son nuestra fuerza vital.
El cuerpo no es más que un revestimiento temporal. 
Como todavía no nos damos cuenta de ello, pensamos que la muerte del cuerpo es la muerte de la persona. No lo es. 
Hubo una época en que la gente creía que la tierra era plana, y se pensaba que los barcos que llegaban al horizonte caían fuera de la Tierra. Llegará un momento en que la percepción que ahora tenemos de la muerte parecerá tan rara, ignorante y anticuada como aquellas ideas. 
El espíritu no muere cuando muere el cuerpo. 
La muerte física es como quitarse un traje. Para el ego, la realidad no es más que lo que percibimos con nuestros ojos. Pero no podemos ver a simple vista muchas cosas que sabemos que existen: ni los átomos ni los protones, ni los virus ni las células. Actualmente, los científicos empiezan a reconocer una unidad que está más allá de toda realidad que podamos percibir. Esta unidad es Dios, y dentro de ella está nuestro ser. 
La encarnación física es similar a una experiencia escolar. 
Las almas, como los estudiantes, asisten a clase para aprender lo que necesitan aprender. Es algo muy parecido a sintonizar un canal en el televisor. Digamos que estamos todos sintonizados en el canal 4. Cuando alguien se muere, ya no está en el canal 4, pero eso no quiere decir que no esté emitiendo. Sólo que ahora lo hace desde el canal 7 o el 8. 
Los sistemas de emisión por cable existen independientemente de que tengamos o no el equipo necesario para recibirlos. 
Sólo la arrogancia del ego pretende hacernos creer que lo que no podemos percibir físicamente no existe. Hay personas que han afirmado haber visto salir una luz de la coronilla de un moribundo. Muchas otras han contado sus «experiencias en el umbral de la muerte», cuando se despojaron temporalmente del cuerpo. 
Una vez conocí a una joven que había tenido un accidente de avión. Perdió prácticamente la mitad de su sangre y tenía las piernas casi totalmente seccionadas. 
Al describirme su experiencia, dijo: -Sentí que moría y después volvía a la vida. Era algo atrayente, muy cálido, como un maravilloso amor maternal. Pero yo sabía que podía elegir. Pensé en mi padre y me di cuenta de que mi muerte sería insoportable para él, de manera que luché para volver. 
Desde entonces ya nunca lloro en los funerales. Puedo llorar por los que se quedan aquí, pero sé por experiencia que la gente que ha muerto está en un lugar maravilloso. 
Una vez que nuestros sentidos físicos registran los Grandes Rayos, el cuerpo nos parece una mera sombra en comparación con nuestro ser verdadero. Cuando oímos decir que alguien ha muerto, eso sólo significa que una sombra ha desaparecido. 
Ya no percibimos la muerte como el fin de una relación. 
Cuando Jesús dijo: «La muerte será el último enemigo», quiso decir que "será lo último que percibamos como un enemigo". 
El problema realmente no es la muerte, sino lo que pensamos que es. Todos nos moriremos. Algunos nos iremos en el tren de las 9.30 y otros en el de las 10.07, pero el viaje lo haremos todos. Aceptar que hemos de sanar lo que pensamos sobre lo que eso significa es la piedra angular de la transformación que representa dejar de estar orientados hacia el cuerpo para orientarnos hacia el espíritu. 
La vida es como un libro que no se acaba nunca. 
Los capítulos terminan, pero el libro no. 
El final de una encarnación física es como el final de un capítulo y el comienzo de otro. 
Una vez oí decir a un amigo: «Desde la muerte de mi padre, mi relación con él no ha hecho más que mejorar». 
Un curso de milagros dice que la comunicación no se interrumpe con la destrucción del cuerpo físico. 
La verdadera comunicación tiene bases más firmes que lo que se dice o se oye físicamente. Cuando alguien ha muerto, debemos hablar con esa persona de distinta manera que antes, pero al mantenernos abiertos a la posibilidad de una fuerza vital eterna, dirigimos la mente en el sentido de desarrollar la capacidad para tener conversaciones que trascienden lo físico. 
Escribir cartas puede ayudar a establecer esta comunicación. Primero le escribimos una carta a la persona que ha muerto, y después escribimos su respuesta. ¿Qué sentido tienen tales ejercicios? Expanden la mente para que acepte posibilidades mayores que las que normalmente nos permite considerar el ego. En mis grupos de apoyo para superar el duelo, mucha gente me ha contado a menudo que ha soñado con alguien que había muerto. Cuando esa persona se le aparecía en el 'sueño, el soñante solía decirle: «Tú no puedes estar aquí. Estás muerta». En ese momento, la persona decía «Ah», y el sueño se acababa. Le habían negado el permiso para continuar. 
Al escribir las cartas o al tener cualquier tipo de conversación u otra experiencia que aumente nuestra apertura a la posibilidad de una vida después de la muerte, ensanchamos las fronteras mentales que nosotros mismos nos imponemos. 
Nuestros sueños y otras experiencias emocionales se liberan entonces de la esclavitud que les impone nuestra negativa a creer. A veces, cuando alguien ha muerto, decimos: «No puede ser verdad. Me parece una pesadilla. Siento como si todavía estuviera aquí». Y lo sentimos porque es verdad.
Las voces mundanas del ego nos dirán que no es más que nuestra imaginación, pero lo que «no es más que nuestra imaginación» es la muerte misma. La verdad tal como Dios la creó es que la muerte no existe, y en lo profundo de nuestro corazón sabemos que es cierto. ¿Y qué hay de la reencarnación? El siguiente párrafo pertenece al capítulo sobre la reencarnación del Manual para Maestros del Curso: «En última instancia, la reencarnación es imposible. 
El pasado no existe ni el futuro tampoco, y la idea de nacer en un cuerpo ya sea una o muchas veces no tiene sentido.
La reencarnación, por lo tanto, no puede ser verdad desde ningún punto de vista... Si [el concepto] se usa para reforzar el reconocimiento de la naturaleza eterna de la vida, es ciertamente útil... Al igual que muchas otras creencias, ésta puede usarse desacertadamente. En el mejor de los casos, el mal uso que se hace de ella da lugar a preocupaciones y tal vez a orgullo por el pasado. En el peor de los casos, provoca inercia en el presente... Siempre existe cierto riesgo en ver el presente en función del pasado. Mas siempre hay algo bueno en cualquier pensamiento que refuerce la idea de que la vida y el cuerpo no son lo mismo.» Técnicamente, entonces, la reencarnación no existe tal como pensamos que es, simplemente porque el tiempo lineal no existe. Las vidas pasadas y las futuras suceden todas simultáneamente. Aun así, es útil recordar que tenemos una vida aparte de la experiencia de cualquier vida física.
Un curso de milagros no incluye ninguna doctrina.
Un estudiante adelantado del Curso puede creer o no en la reencarnación. "La única cuestión que tiene sentido es si un concepto es útil o no." Se nos dice que pidamos a nuestro Maestro Interior que oriente nuestro pensamiento respecto de cualquier idea y de cómo usarla en nuestra vida. En el mundo iluminado, continuaremos renunciando al cuerpo. 
Pero la experiencia de la muerte será muy diferente. Está escrito en «El canto de la oración», un complemento de Un curso de milagros:  «Esto es lo que debería ser la muerte: una tranquila opción hecha con júbilo y con un sentimiento de paz, porque el cuerpo ha sido usado amorosamente para ayudar al Hijo de Dios en su camino hacia Dios. Damos las gracias al cuerpo, pues, por todos los servicios que nos ha prestado. 
Pero estamos agradecidos también de que no haya necesidad de andar por el mundo de límites, ni de alcanzar al Cristo de manera indirecta y de verlo claramente, a lo sumo, en bellos destellos. Ahora podemos contemplarlo sin velos que Lo cubran, en la luz que nuevamente hemos aprendido a ver. Lo llamamos muerte, pero es libertad. 
No adquiere la forma de algo dolorosamente arrojado sobre la carne mal dispuesta, sino de una dulce bienvenida a la liberación. Si ha habido verdadera curación, esta puede ser la forma que adquiera la muerte cuando sea el momento de descansar por un rato de una labor gustosamente realizada y gustosamente concluida. Ahora nos dirigimos en paz hacia una atmósfera más libre y un clima más suave, donde no es difícil ver que los regalos que hicimos fueron guardados para nosotros. Porque el Cristo ahora es más transparente; Su visión es más constante en nosotros; Su voz, la palabra de Dios, es más indudablemente la nuestra. Este tranquilo pasar a una plegaria más elevada, a un bondadoso perdón de las costumbres de la tierra, sólo puede ser recibido con agradecimiento.» 
Una vez leí algo sobre una antigua religión japonesa que celebraba la muerte de las personas y se dolía cuando nacían. 
Se entendía que el nacimiento significaba que un espíritu infinito era forzado a entrar en un foco finito, mientras que la muerte significaba la liberación de todos los límites y la libertad de vivir plenamente la gama entera de posibilidades que nos ofrece Dios en Su misericordia. La vida es mucho más que la vida del cuerpo: es una infinita expansión de energía, un continuo de amor en innumerables dimensiones, una experiencia psicológica y espiritual independiente de la forma física. Siempre hemos estado vivos y siempre lo estaremos. Pero la vida del cuerpo es una importante escuela. Es nuestra oportunidad de liberar al mundo del infierno. «Dios amado, hágase Tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo.»

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