martes, 26 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)




FLORECÍA EL AMOR PARA YHASUA
Capitulo VII
Cuando Myriam y Yhosep abandonaban el Templo, encontraron en el pórtico exterior un grupo de Levitas que les esperaban en el sitio más apartado y detrás de una gruesa columna. Entre ellos estaban los dos hijos de Simeón, tío de Lía. Eran un grupo de Levitas esenios, el más resuelto de entre ellos se acercó a Yhosep y le dijo: Déjanos besar a tu niño, porque sabemos que es un Gran Profeta de Dios. Yhosep accedió, pero los dulces ojos cargados de temor con que los miró Myriam, les llenaron de compasión. No temas, mujer –les dijo el Levita–, que nosotros somos amigos vuestros. ¿No me reconoces, Yhosep? “Piensa en el anciano sacerdote Nathaniel, de la sinagoga de Arimathea, aquel a quien salvaste la vida cuando fue arrastrado por las cabalgaduras desbocadas...  ¡Oh, oh!,
exclamó Yhosep. ¿Y eras tú el jovenzuelo enfermo que iba dentro del carro? —Justamente, era yo. Y los dos, Yhosep y José, se abrazaron tiernamente; pues el joven era José de Arimathea, más tarde conocido Doctor de la Ley.
Entonces Myriam abrió su manto y dejó ver al pequeñín quietecito entre sus brazos. 
Como le vio despierto le tomó en los suyos y estrechándole a su corazón con indecible ternura le decía: — ¡Yo sé quién eres, Yhasua!..., ¡yo sé quién eres! ¡Y porque lo sé, te juro por el Tabernáculo de Jehová que seré tu escudo de defensa hasta la última gota de mi sangre! Juradlo también vosotros –suplicó a sus compañeros, presentándoles el niño para que lo besaran. 
Lo juramos –iban diciendo los Levitas mientras besaban las rosadas mejillas del niñito de Myriam. El último que se acercó era un hermoso y esbelto joven, cuyos ojos oscuros llenos de tristeza le hacían interesante a primera vista. 
Tomó el niñito en brazos y le dijo con solemne acento: 
 ¡Si eres el que eres, sálvame porque me veo perdido! 
Todos le miraron con asombro, casi con estupor. El niñito apoyó inconscientemente su dorada cabecita en el pecho del joven Levita que le tenía en brazos. Todos pensaron que el niño estaba cansado de pasar de brazo en brazo y que buscaba descanso y apoyo. Sólo el que le tenía comprendió que su ruego había sido escuchado y devolviendo el niño a su madre, se abrió la túnica en el pecho y les mostró una úlcera cancerosa que allí tenía. ¡Cuál no sería su asombro cuando en el sitio de la llaga sólo aparecía una mancha rosada, como suele aparecer la piel demasiado fina en una herida recientemente curada! 
El joven Levita abrazó las cabezas unidas de Yhosep y de Myriam mientras sus ojos se nublaban de lágrimas. 
Por esta úlcera cancerosa –confesó cuando pudo hablar–, debía abandonar el templo en la próxima luna, perdiendo todos mis estudios y esta carrera, esperanza de mi anciana madre y de mis dos hermanos. 
Mi mal no podía mantenerse oculto por más tiempo, y ya sabéis la severidad de la Ley para con enfermedades de esta índole. Este es el milagro número tres –certificó José de Arimathea–, y hay que anunciarlo al tribunal del Templo.  ¡No lo hagáis, por piedad de mi hijo y de mí!, –exclamó Myriam llena de angustia. Los terapeutas peregrinos nos han mandado callar cuanto ha sucedido antes del nacimiento de este niño. Callad por piedad también vosotros porque es consejo de sabios. 
Lo prometemos –juraron todos a la vez–, si nos permitís visitaros mientras estáis en Jerusalén. Venid –les dijeron al mismo tiempo, Myriam y Yhosep–. 
Somos huéspedes de nuestra parienta Lía y de su tío Simeón, padre de estos dos –indicaron, señalando a los Levitas Ozni y Jezer. El joven de la úlcera en el pecho era de familia pudiente y entregó a Myriam un bolsillo de seda púrpura con monedas de oro.
Myriam se negó a recibirlo, diciendo: 
Somos felices con nuestra modesta posición. No necesitamos nada.  ¡Tomadlo, haced el favor! Es la ofrenda de oro puro que hacemos los veintiún Levitas esenios al Dios hecho hombre, como base para su apostolado futuro. 
“Mas, si antes de que él sea mayor, lo necesitáis, usadlo sin temor. Hay siete monedas por cada Levita de los veintiuno que somos. Queremos ser nosotros los primeros cimientos del Santuario que ha de fundar. Si es así –asintió Yhosep–, lo tomamos, para tenerlo como un depósito sagrado hasta que el niño sea mayor. El levita de la úlcera en el pecho se llamaba Nicodemus de Nicópolis. 
La tradición ha conservado su nombre juntamente con el de José de Arimathea, por el solo hecho de que pidieron al Gobernador Pilatos el cadáver de Cristo; pero, antes de esta tremenda hora trágica, muchas veces hemos de encontrarnos con ellos como con otros muchos, cuya actuación quedó perdida entre el polvo de los siglos, debido al conciso relato evangélico y al secuestro que desde el siglo III se hizo de todos los relatos, crónicas y narraciones escritas por discípulos y amigos del Verbo encarnado. 
Myriam y Yhosep regresaron a casa de Lía en la primera hora de la tarde. Alabado sea Jehová que hemos terminado con las prescripciones de la Ley. “Estoy ansiosa por encerrarme en casa y no asomar más por donde andan las gentes –suspiró Myriam, dejándose caer con muestras de gran fatiga, sobre un banco junto al hogar. 
¿Por qué, Myriam, hablas así? ¿Recibiste daño de alguno en el Templo? –preguntó Lía algo alarmada. No, daño ninguno; pero susto y espanto sí.  ¿Puedo saber?... 
Los terapeutas peregrinos no se cansaban de recomendarnos silencio, secreto y discreción; pero, es el caso que a todas partes que vamos, se va divulgando este secreto que pronto no lo será para nadie. ¡Y temo tanto por este hijo!... Myriam refirió lo que había ocurrido en el Templo, desde que llegaron hasta que salieron. Era en verdad el relato de Myriam, fiel y exacto de los acontecimientos ocurridos en el plano físico, percibidos y palpados por los sentidos corporales. 
Pero, el aspecto esotérico y real, desde el punto de vista en que vamos analizando todas las cuestiones, tenía otros relieves más definidos, otros alcances mucho más amplios y sublimes.
Las cinco Inteligencias Superiores que apadrinaban a Yhasua en su última encarnación mesiánica, habían descendido junto con él a la esfera astral del planeta Tierra con la investidura etérea usada por los Cirios de la Piedad, llámanse así ciertos espíritus de gran adelanto que voluntariamente quedan en esos planos para ayudar en determinadas obras, a las cuales consagraron de tiempo atrás sus actividades, y ya se comprenderá que durante la infancia del Cristo debían prestar gran atención a despertar las conciencias de la humanidad, a la cual él se acercaba. 
Tanto debían observar el campo esenio como el Levítico y Sacerdotal, para preparar a Yhasua el escenario más conveniente a la victoria final de su obra. 
El poderoso pensamiento y voluntad de estas Superiores Inteligencias, puestas en la corriente afín y simpática de los sacerdotes esenios que actuaban en el Templo a la entrada del Cristo-niño bajo sus naves; fueron los verdaderos operadores de los fenómenos supranormales, que todos pudieron observar, en los momentos de la presentación del Cristo-Niño a la Divinidad. 
Entre las innumerables fuerzas del Universo, que desconocen por completo la mayoría de los encarnados en el planeta Tierra, está la llamada Onda simpática o Corriente simpática, fuerza formidable que, cuando se consigue unificarla a la perfección, ella sola puede derrumbar montañas, murallas, ciudades, puentes y templos por fuertes y bien cimentados que ellos sean. ¿Saben, acaso, los hombres qué fuerzas actuaron en el abrirse de una cordillera atlante provocando la primera invasión de las aguas sobre ese continente? ¿Conocen, acaso, los hombres, las fuerzas tremendas que producen muchos de los grandes cataclismos, que han llenado a las gentes de terror y espanto en diversas épocas de la humanidad? Por eso hemos dicho siempre que, la interrupción o trastorno de las leyes naturales, no existe. Lo que existe es un cúmulo de fuerzas sujetas a leyes inmutables y precisas que están en el universo, y que manejadas por Inteligencias de grandes poderes, pueden producir los efectos maravillosos que el hombre califica de milagros. 
Hecha esta breve explicación, los tres hechos ocurridos en el día de la consagración de Yhasua a la Divinidad, son pequeñas manifestaciones del poder divino adquirido por Espíritus de gran evolución que han llegado a ser señores de sí mismos, señores de los elementos y de todas las especies de corrientes y de fuerzas que vibran eternamente en el universo. 
¿Qué finalidad impulsaba a aquellas Superiores Inteligencias a producir tales hechos? Fácil es comprenderlo. Fue el llamado divino a las mentes y a las conciencias de los altos dirigentes de la fe y de la ideología religiosa del pueblo hebreo, cuya educación en la Unidad Divina lo hacía el más apto para colaborar en la obra mesiánica de esa hora. 
Mas ellos, permanecieron ciegos y duros por el excesivo apego al oro, y en general, a las conveniencias materiales, y dieron lugar a que se cumpliera en ellos lo que Moisés percibió en sus radiantes éxtasis del Monte Horeb, y que la calcó a fuego en el cap. 30 de su Deuteronomio, uno de los pocos párrafos que no ha sido interpolado ni transformado en las muchas traducciones hechas. 
En aquel formidable capítulo, Moisés anunció al pueblo hebreo, que sería dispersado por toda la faz de la tierra, perseguido y odiado por todos los hombres, si hacían oídos sordos a la voz de Jehová cuando les llamase para un nuevo pacto. 
Obraron justamente como aquel Faraón egipcio, Seti I, que aún cuando veía los efectos de las corrientes tremendas de justicia sobre él y su pueblo, por la durísima esclavitud en que habían encadenado a Israel, continuaba empedernido en el mal, diciendo: “Yo, Faraón, con mi corte de Dioses, venceré al Dios de Moisés”. Hay quien dirá que todos los pueblos y todas las razas han delinquido más o menos contra la Divina Ley. 
Es verdad. Pero el pueblo hebreo, fue quien recibió de Moisés el mandato divino, y fue conducido por él mismo a la fértil región en que había de practicar esa Ley: ¡De amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo!... 
Y apenas muerto Moisés, y, aún antes de poner los pies en aquella tierra de promisión que manaba leche y miel según la frase bíblica, la Santa Ley fue olvidada y despreciada por un código feroz de venganzas, de degüello, lapidación y exterminio de todo cuanto se oponía a su paso. 
Pronto se cumplirán los veinte siglos desde Yhasua hasta la actualidad, y el pueblo de Israel dispersado por todo el mundo, maldecido, perseguido y odiado, no ha podido aún tornar como nación a la tierra prometida para su dicha, y que él regó con sangre inocente. Tan solo Israel había escuchado de labios de Moisés el mandato divino: No matarás. Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. 
Mas el pueblo hebreo dijo: Jehová es grande y glorioso en los cielos. Pero el oro está sobre la tierra, y sin oro no podemos construir taberná- culos y templos de Jehová. 
Y hoy, después de XX largos siglos, el oro al que sacrificó su fe y su ley, le ha aplastado, destruido, aniquilado. 
La espantosa persecución a los hebreos hoy día, no reconoce otra causa que el afán de tiranos ambiciosos, de despojar a Israel de todo oro acumulado por su raza en el correr de los siglos. ¡Cuánto más le habría valido a la nación hebrea, recoger como migajas de pan del cielo, las palabras del Gran Ungido!: —“No amontonéis tesoros que el orín consume y los ladrones roban; sino tesoros de Verdad y de Justicia que perduran hasta la Vida Eterna”.
Continua.....

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