lunes, 4 de abril de 2016

Libro Despertar La clave para volvernos más humanos (Julio Andres Pagano)



LA BUSQUEDA
Capitulo- 1 ( Escrito XII)
Cumpliendo la promesa hecha al indio.
Ni bien llegó a Capilla del Monte el primer grupo de cuatro personas que participaría de la búsqueda, acordamos con ellos ir hasta el cerro El Colchiquí, para que pudiera cumplir con mi promesa. Se sumaron también los dos lugareños, Fernando y Gabriel. Me demandó un intenso esfuerzo subir el cerro, con el tronco a cuestas. Hacía mucho calor. Transpiré demasiado. 
A medida que caminaba, el peso de la madera parecía multiplicarse. No dejé que nadie me ayudara. Sentía que el peso que llevaba simbolizaba la carga de mi conciencia, por el error que había cometido al matar indios comechingones. 
Cuando llegué al lugar desde donde supuestamente caí cuando fui un soldado raso español, apoyé el tronco cincelado en el suelo y respiré aliviado. Había cumplido. Para evitar que se cayera y pudiera lastimar a alguien, con cemento rápido fijé el tronco al piso. Mientras lo hacía, una abeja se posó sobre la obra de madera y le saqué una foto. 
Las abejas comenzaban a representar una señal, que se hacía presente en momentos especiales. Una de las siete personas que me acompañó al cerro, lo hizo porque la mujer que canalizaba le había dicho que en otra vida fue india. Se llamaba Lidia. 
Ella fue convocada para que acudiera en representación de los comechingones, de manera que pudiese pedirle perdón por el mal que había causado. Una vez que el tronco quedó asegurado, la mujer que canalizaba solicitó que realizáramos un círculo tomados de la mano y nos pidió, a Lidia y a mí, que nos pusiéramos en el centro. Cuando tuve que pedirle perdón, lo hice pero sin estar convencido de lo que hacía. Independientemente de las coincidencias que se habían dado, no tenía la certeza de que realmente en otra vida hubiese matado a alguien, por eso mis palabras de perdón no sonaron convincentes. Lidia dijo que me perdonaba en nombre de los comechingones, pero también aclaró que ella no creía nada de lo que estaba haciendo. 
“Estoy acá solamente porque la canalización así lo indicaba”, aseveró. Nos dimos un abrazo. Le agradecí por su sinceridad e iniciamos el descenso. Esa misma noche, me sorprendí cuando escuché lo que Lidia nos contó luego de cenar. 
“Aunque me cueste, tengo que confiarles algo –dijo–, yo no creo mucho en todo esto de las canalizaciones, así que no estaba segura de venir. Por la tarde, cuando participé de la ceremonia, en donde Julio me pidió perdón, reconozco que tampoco sentí lo que hacía.
Sin embargo, cuando nos íbamos en la camioneta, miré hacia atrás como para despedirme del paisaje y vi a un indio, con los brazos cruzados, que se inclinó como haciéndome una reverencia de agradecimiento”. “Lo único que puedo decirles –agregó– es que todavía estoy muy nerviosa. Les repito que vi al indio, pero yo no creo nada de todo esto, aunque… ahora reconozco que dudo”. 
Sus palabras fueron emotivas y transparentes. Las lágrimas testimoniaban que realmente estaba conmocionada. Todos le dimos las gracias por animarse a contar su vivencia. Esa noche nos fuimos a descansar temprano. Al día siguiente arribaría el resto de las personas convocadas por medio de la canalización y comenzaríamos la búsqueda, para tratar de encontrar la estatuilla de Nuestra Señora de la Merced. 
El grupo de doce personas que aceptó la convocatoria quedó conformado por mi hermano Tomás, Alejandro, Gabriel, Fernando, la mujer que canalizaba, una directora de una escuela primaria, un muchacho de Necochea, un comerciante de La Plata, dos músicos profesionales de una orquesta sinfónica y Lidia, la mujer que en otra vida fue india. Comenzamos la peregrinación el 22 de agosto, a las 10 de la mañana, desde la gruta del Padre Pío, tal como fue señalado en la canalización. Cada uno llevaba puesto un poncho blanco, con guardas marrones. Según la mujer, ése sería el símbolo que identificaría a quienes estarían en favor de la luz, cuando los tiempos finales se acerquen. 
También llevábamos un pañuelo blanco en el cuello, un escapulario con la imagen de la Virgen robada y un prendedor de los mercedarios La canalizadora nos explicó que, según un mensaje que había recibido, la imagen de la Virgen sería encontrada, pero quedaría en las sierras, donde la tenían escondida, como símbolo de la corrupción del hombre, porque fue robada por su alto valor comercial en el mercado negro.
“Vi que miles y miles de personas peregrinarán hasta ese lugar en donde ahora está, portando ponchos como los que en este momento tenemos puestos”, dijo la mujer, instantes antes de iniciar la marcha. En compañía de un baquiano que llevaba dos caballos con el agua, la comida, las carpas y algunas de las mochilas, comenzamos a dirigirnos al Valle de la Luna, lugar donde acamparíamos a la espera de recibir algún mensaje. Nuevamente, todo había sucedido muy rápido. Otra vez estaba presente en una canalización, lejos de mi familia y sin saber qué era lo que podía suceder. Al llegar al lugar acordado, armamos las carpas formando un círculo y comenzamos a recolectar leña porque, pese a que de día hacía demasiado calor, de noche la temperatura descendía bruscamente. En un principio, se notó que había desarmonía en el grupo, porque no nos conocíamos entre todos y cada uno tenía sus propias inquietudes y expectativas. 
Se respiraba cierto aire de nerviosismo por la tarea a la que fuimos convocados. Cuando por la noche hicimos una gran fogata y nos sentamos a rezar, la mujer que canalizaba lloró al explicar que tenía profundos dolores físicos y que se sentía “seca”. Por lo que creía que le sería imposible recibir, en ese estado, algún tipo de mensaje: “Es la primera vez, desde que canalizo, que siento que mi conexión se hubiese perdido”. Cada uno intentó quitarle presión dándole palabras de aliento, y diciéndolo que se quedara tranquila. Sabíamos que ella había hecho su parte y que, de ahora en más, todo dependía de la Virgen. 
Había tantos recovecos y grutas que nos sería imposible encontrarla, por más fuerza de voluntad que tuviésemos. Habíamos acordado que, a medida que pasara la noche, rezaríamos tres rosarios y trataríamos de permanecer en vigilia. El fuego no debía apagarse. Simbolizaba al Espíritu Santo. A la madrugada, algunos fueron vencidos por el cansancio y se fueron a sus carpas a dormir. Cerca de las 3 de la madrugada, mientras rezábamos el segundo rosario, la mujer que canalizaba sintió una alegría inmensa al ver la imagen de la Virgen de Nuestra Señora de la Merced, quien le dijo que permaneciéramos en oración.
Insólito, pero real
Cuando terminamos de rezar, como no había visto ni sentido nada, me fui caminando hasta un lugar alejado. Me arrodillé y le hablé a la virgen haciendo de cuenta que estaba frente a mí: “No hace falta que te lo diga Madre, por que ya lo sabés, de todos modos te pido que me ayudes a librarme de estas cadenas que me impiden conectar con mi corazón y bloquean mis emociones”. 
Al día siguiente, Lidia me solicitó que le hiciera un favor. Me dijo: “Aunque te parezca extraño mi pedido, andá hasta al arroyo que está bajando la ladera del cerro y quedate ahí a ver qué sentís”. 
Le expliqué que iría, pero que no esperara que le trajera algún tipo de señal o algo por el estilo porque era nulo en sensibilidad. Bajé hasta donde estaba el hilo de agua y me senté a mirar los árboles. Mientras estaba ahí, mi mente no paraba de reprocharme la estupidez que estaba haciendo. 
En eso, un pensamiento, que sentí ajeno a mí, reveló: “Lengua larga, tiempo corto”. “Yo así no hablo”, sostuve. Y relacioné la frase con que siempre me la paso enganchado en mi interminable diálogo mental, y que soy muy ansioso. Me inquieté. Respiré bien profundo, varias veces seguidas, y decidí cambiarme de lugar. Creí que debía sentarme junto a otro árbol, cuyo tronco parecía tener un rostro aborigen. Una vez allí, dije en voz baja: “Quizá estén haciendo el esfuerzo para tratar de comunicarse conmigo, pero yo no puedo sentirlos, así que cerraré los ojos y trataré de serenarme”. Creí ver algunas imágenes pero, como era de desacreditar lo que veía, abrí los ojos. Ni bien lo hice, lo primero que llamó mi atención fue una hoja, de color rojo, que sobresalía entre el follaje verde. Sentí que debía ir a buscarla, aunque me parecía que no tenía sentido hacerlo. De todos modos lo hice. 
Ni bien tomé la hoja roja entre mis manos, que tenía forma de llama, un nuevo pensamiento, que tampoco reconocí como propio, reveló: “Mantiene vivo nuestro espíritu”. 
Me dio escalofrío, porque sabía que esa frase no provenía de mi mente. Ni bien llegué adonde estábamos acampando, les pedí a todos que se juntaran porque tenía que contarles algo. Cuando comencé a decir las primeras palabras, sentí que la garganta se me cerraba y me embargó una profunda emoción. 
Todos pensaban que estaba haciéndoles una broma, pero ni bien pude hilvanar unas frases me escucharon con atención: “Les va a parecer loco lo que les voy a contar, pero quiero que sepan que Lidia me pidió que fuera hasta el arroyo para ver qué sentía. 
Lo hice sin la más mínima esperanza, sólo lo hice para que ella se quedara tranquila”, y así les relaté lo que me había pasado. Cuando le di a Lidia la hoja y le expliqué que simbolizaba que ella mantenía viva la llama del espíritu indio, caí instintivamente de rodillas. Me aferré a su cintura y me puse a llorar. Le pedí perdón por mis errores cuando fui colonizador, pero esta vez, a diferencia de lo que sucedió en el cerro El Colquichí, lo hice de corazón. Lidia también lloró. Aclaró que me había pedido que fuese hasta donde corría el agua porque, estando en ese lugar, vio que se le acercaron varios indios a rendirle homenaje. 
“Como no confiaba en lo que veía y me cuesta aceptar lo que está pasando, le pedí a Julio que fuese a ese mismo sitio, sin contarle lo que me había ocurrido”. No podía creer lo que escuchaba, pero estaba profundamente agradecido porque había podido llorar. Me sentía libre. La Virgen de Nuestra Señora de la Merced, de cuyas manos cuelgan dos cadenas rotas, había escuchado el ruego y liberó mis ataduras.
Estaba tan emocionado, que no me había percatado de que no estábamos todos. Faltaba Gabriel. 
Cuando regresó y le comentaron lo sucedido, se sorprendió. Pero mucho más lo hizo porque cobró sentido su propia vivencia. 
“Me fui hasta la cima del cerro porque quería meditar y estar tranquilo –narró Gabriel–, pero en un momento de la meditación empecé a ver que todas las sierras del valle estaban rodeadas por indios que festejaban fervorosamente y no lo podía creer, pero ahora que ustedes me dicen lo que pasó acá, en el campamento, tiene sentido lo que vi”. Había que creer o reventar. No quedaba otra. Parecía como si cada uno de nosotros estuviese interpretando un guión, porque las situaciones se ensamblaban a la perfección y con una lógica envidiable. 
No recuerdo con demasiada claridad todo lo que sucedió en ese viaje. Lo que más me quedó grabado fue lo que sucedió la madrugada del 25 de agosto, mientras rezábamos el tercer rosario. De pronto la mujer que canalizaba nos transmitió que seres de diferentes dimensiones se estaban acercando a una distancia prudencial y formaban un círculo. “Está descendiendo una gran nave y desde su interior está deslizándose una especie de rampa”, dijo la mujer. Abrí bien los ojos, porque estaba medio dormido, pero no logré ver absolutamente nada. Más los abrí cuando agregó: “Frente a todos ustedes está el maestro Jesús y los está bendiciendo. Me dice que a través de su Madre también se llega a él”. Sus palabras me impactaron, pero no podía comprender que fuese posible que Jesús bajara de una nave. 
No había forma de que lo incorporara. Luego, según lo manifestado por la mujer, apareció la Virgen, quien comunicó que nuestra tarea estaba cumplida y que por ahora su imagen no sería encontrada, pero que siguiéramos manteniéndonos en oración y llevando una vida recta. La mujer que canalizaba estaba bañada en lágrimas. La emoción indescriptible que reflejaba su rostro, era una prueba más que suficiente como para saber que ella realmente vio todo lo que nos decía.
Cuando logró calmarse, expresó que esa fue la experiencia más maravillosa de su vida, por la energía, la paz y el amor inconmensurable que había recibido. 
No todos estuvieron presentes durante esa canalización, porque algunos estaban cansados y se habían ido a dormir a sus carpas. Entre ellos mi hermano Tomás, quien bromeó cuando le contamos y, como buen adolescente, nos dijo: “Por la forma en que les pega, parece que están tomando droga de la buena”. Decidimos regresar a Capilla del Monte, no podíamos hacer nada más. Una vez en la ciudad, con Alejandro optamos por ir hasta el centro para comprar algunos libros. Tomás quiso acompañarnos. Mientras recorríamos los locales, mi hermano nos dijo que se adelantaría unos metros con la intención de buscarle un regalo a su hija Delfina. La única recomendación que le hice fue que recordara que se había comprometido a no fumar y comer carne mientras estuviésemos en Córdoba. Pocos minutos más tarde, mientras hojeaba un libro, escuché a Tomás, que desde fuera del negocio me llamaba a los gritos. “Vení, vení por favor”, me decía insistentemente, mientras se inclinaba como buscando oxigenarse. Salí preocupado y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le pedí que se calmara y que nos contara qué le había pasado: “Te mentí, te mentí… te dije que iba a comprarle un regalo a mi hija, pero en realidad lo que hice fue comprarme cigarrillos”, narró de manera apresurada. Al tiempo que puso mi mano sobre su pecho, para que comprobara lo acelerado que latía su corazón. Inhaló aire bien fuerte y continuó: “Luego me senté a fumar. Miré al cielo y como no creo mucho en todo lo que ustedes me cuentan dije, si es verdad que ustedes existen, demuéstrenme que no tendría que estar fumando”. Se quedó blanco del susto cuando, ni bien acabó de pronunciar esas palabras, una mujer de aspecto común se paró frente suyo, le sacó el cigarrillo de la boca, le rompió el atado en pedacitos y le dijo: “No tenés que fumar, querido, te hace mal”. “Lo único que pude hacer fue salir corriendo –agregó–, porque casi me muero del susto”. Le insistimos en acompañarlo para ver si podíamos localizar a la mujer, pero se negó rotundamente. Nos pidió, por favor, que regresáramos a la hostería. Cuando analizamos con más calma lo sucedido, coincidimos en que así se hubiese tratado de una mujer que hizo eso porque su hijo había muerto de cáncer de pulmón, lo que importaba, en ese caso, era la sincronicidad con que se dieron los hechos. “Además –aclaró Tomás– si en otra circunstancia alguien me hubiese hecho algo así con los puchos, lo mato a trompadas”. Pese a que estaba conmocionado por lo que le había sucedido, mientras viajábamos de regreso a Olavarría dijo que, de todos modos, volvería a fumar. 
Por más que había recibido su propia señal, tenía la libertad de hacerlo. Antes de ir a Capilla del Monte, pensé que si no encontrábamos la imagen robada el viaje sería un fracaso. 
Pero con todo lo que había sucedido, no podía seguir sosteniendo lo mismo. Para algunos amigos, conocidos y familiares, el hecho de que no la encontráramos les dio cierta tranquilidad. Pudieron seguir pensando que estaba trastornado y que toda esa nueva realidad, a la que accedían a través de mis relatos, quedaba circunscripta al territorio de mi imaginación. 
Una vez más me sentí un inútil cuando intenté explicarle a mi esposa lo vivido. No podía traducir en palabras la liberación que sentí cuando pude llorar. Ni la felicidad que experimenté al pedirle perdón a la mujer que representaba a los indios. 
Para colmo de males, tampoco le podía decir que Jesús había bajado desde una nave, porque no quería que me mirase extrañada o con ganas de internarme en una clínica para insanos mentales.
Sé que, desde su óptica, el hecho que contaba era que no habíamos encontrado a la Virgen. No le recriminé nada. Sabía que si fuese ella la que hubiese viajado, tal vez yo me estaría fijando únicamente en ese punto, que era el que le daría credibilidad a tantos viajes y canalizaciones. 
Internamente, en mi corazón, sentía que sí la había encontrado. Desde ese día, todas las noches rezo el Ave María a modo de agradecimiento. Había concluido una nueva canalización. 
Una vez más, al igual que en los viajes anteriores, sentí que había recibido más cosas de las de las que, conscientemente, podía procesar. Era cuestión de dejar que pasaran los días y que las fichas fuesen cayendo. Sólo quería descansar. Los días de las canalizaciones eran por demás intensos. No tenía muchas ganas de desarmar la valija, después de todo en tan sólo un par de semanas volvería a viajar por otra canalización. Esta vez iría más allá de los límites territoriales de la Argentina. Me dirigiría al municipio de Carmo da Cachoeira, en Minas Gerais, Brasil. 
Mi madre me preguntó si no tenía miedo de enloquecerme, con todo lo que venía experimentando. Le respondí que ese tipo de temor siempre estaba latente, pero que prefería correr ese riesgo a llevar una vida monótona, con certezas prestadas. Mi proceso de búsqueda, para tratar de evolucionar, me había conducido a esos caminos y tenía que respetar la manera en que el abanico de enseñanzas se estaba desplegando. Debía aprender a fluir bajo esas circunstancias, aunque me resultara difícil. Si quería podía detenerme y no dar un paso más, pero consideré que eso equivaldría a ponerle un freno a mi desarrollo. 
El torrente de vivencias era tan intenso y profundo que nuevamente decidí que valía la pena continuar. Siempre hay un costo que pagar. En este caso, el descrédito. No me importaba. 
De todos modos vine solo a este mundo y del mismo modo habría de partir. La gente podría decir lo quisiese sobre mí. No tenía que rendirle cuentas a nadie, más que a mi propia conciencia.
Continuara....

Libro Despertar La clave para volvernos más humanos (Julio Andres Pagano)


LA BUSQUEDA
Capitulo- 1 ( Escrito XI)
Un acontecimiento revelador 
Cuando nos quisimos dar cuenta estábamos subidos nuevamente a la camioneta, junto con la mujer que canalizaba. Nos dirigimos rumbo al sur de la provincia de Buenos Aires, a Fortín Mercedes. Lugar donde descansan los restos del indio Ceferino Namuncurá. Fortín Mercedes queda sobre la ruta nacional 3, en las inmediaciones del puente sobre el río Colorado, a 800 kilómetros de Capital Federal. 
Recuerdo que cuando nos fuimos a descansar al hotel, no podíamos entender qué hacíamos en un lugar religioso, rodeado por monjas y haciendo ayuno, cuando era sábado por la noche y podríamos estar en algún lugar divirtiéndonos. “Esto sí que no nos lo creería nadie, encima ni siquiera sabemos para qué vinimos”, remarcó mi amigo, mientras jugueteaba con la soga de una cortina. Dos fueron los acontecimientos más salientes de ese viaje y lo tuvieron como protagonista a Alejandro. 
El primer hecho sucedió cuando fue a comprar una estampita a una santería, porque pretendía decirnos cómo se llamaba la virgen que se le presentaba cuando rezaba el rosario en Fortín Mercedes y también quería mostrarnos su imagen. Al dar vuelta la estampita para ver cuál era el nombre, no lo pudo creer.
La presencia que veía era la de Nuestra Señora de la Merced. Virgen cuya imagen había sido robada de la iglesia jesuítica de Villa Giardino (Córdoba), y que tendríamos que tratar de encontrar en octubre, tras peregrinar por los cerros durante tres días.
Hasta antes de que sucediera dicho episodio, tan particular, Alejandro siempre insistía en que no creía en lo que veía, porque podían ser cosas que sólo fuesen producto de su imaginación. Pero en este caso, no tuvo más remedio que aceptar la evidencia: “Nunca la había visto con ese tipo de vestimenta –aseguró–, así que no pude ser capaz de inventármela, por eso me impactó cuando vi el nombre en la estampita y comprobé que se trataba de la Virgen robada”. El segundo hecho fue cuando la mujer le reveló, mediante una canalización, que la presión que sentía en su pecho era porque su corazón estaba rodeado por espinas. Luego vivenció, junto al río Colorado, una operación etérica que lo ayudó a sanar. “No creas en lo que digo que veo, son todas pavadas, cosas que yo mismo invento” me decía a cada rato, como para desacreditar lo que me contaba. Le contesté que era intrascendente si lo que veía era real o ficticio. “Lo que importa es en qué lugar nos deja parado aquello que experimentamos. 
Si contribuye a transformarnos en mejores seres humanos, no tiene relevancia discutir sobre su veracidad”. Cuando regresé de ese viaje, tomé conciencia de que me quedaban poco más de treinta días para tallar en madera lo que el indio me pidió, como prueba de mi arrepentimiento. Me puse a buscar los materiales que necesitaba. Compré un pedazo de tronco, herramientas para cincelar y pinturas acrílicas para poder ornamentarlo. No tuve mejor idea que empezar a trabajar la madera en el departamento donde vivía. Mi esposa no tenía consuelo. Desde su óptica, mis comportamientos eran incomprensibles. Yo, sin embargo, quería cumplir mi promesa. Lo del indio estaba en consonancia con mis sensaciones internas más íntimas y eso me impulsó a tallar. 
A poco de dar el primer martillazo, noté que la tarea me superaba. El tronco era tan duro que las herramientas se rompieron. Su dureza me recordaba a la coraza interna que me impedía llorar.
Le puse esmero y dedicación a la tarea. Cada día avancé un poco. Con cuidado y paciencia lo pinté. Le puse una placa recordatoria que decía “En homenaje a los indios Comechingones” y lo cubrí con barniz para que durara a la intemperie. No tuve en cuenta un detalle, el peso. Me olvidé que tendría que subirlo a pie, hasta la cima del cerro El Colchiquí. Pesaba más de trece kilos. Entre las corridas por el parque, tallar la madera y refaccionar una quinta que acababa de comprar, los días se me pasaban volando.
Balance parcial sobre los viajes
Por más que con Alejandro intentábamos abstraernos de lo que estábamos viviendo, no podíamos. Lo que nos estaba pasando era tan fuerte que cada vez que nos juntábamos no hacíamos otra cosa que hablar de los viajes y de cómo las enseñanzas estaban afectando nuestro presente. Habían transcurrido siete meses desde el día en que conocimos a la mujer. Era un tiempo más que prudencial como para hacer un balance parcial y reconocer cuáles eran los pros y los contras de las canalizaciones, así como del vínculo generado. Estuvimos de acuerdo en que la aparición de la mujer en nuestras vidas aceleró nuestro proceso de aprendizaje vivencial. Por medio de lo experimentado en los viajes pudimos tener más confianza en nosotros, porque aprendimos a darnos el permiso interno de respetar nuestro sentir, y eso nos ayudó a superar entornos adversos. 
Los viajes también nos abrieron las puertas a realidades impensadas. Nos permitieron conocer a muchísimas personas que estaban trabajando para que la humanidad despierte a la luz, y nos ayudaron a que fuésemos coherentes con nuestro pensar, sentir y obrar. Pese a que había muchos asuntos que nos disgustaban, caímos en la cuenta de que como todo enseña, las situaciones que podríamos haber caratulado como negativas eran las más aleccionadoras. Nos revelaban qué cosas no tendríamos que hacer o qué deberíamos emprender de manera distinta, para no cometer los mismos errores. En un principio, discutíamos sobre si la mujer era para nosotros una maestra. 
Los viajes nos demostraron que eso carecía de importancia. En realidad, todos somos maestros y alumnos, ya que intercambiamos roles, a medida que las circunstancias van variando. La mayor dificultad radicaba en reconocer como válido aquello que se nos informaba por intermedio de la mujer. Sabíamos que su personalidad podía interferir y que existía la posibilidad de que interpretara lo que recibía. Nuestro temor era que nos terminara comunicando lo que ella creía que le estaban diciendo, en vez de lo que verdaderamente le transmitían. En ese sentido, Alejandro corría con ventaja porque muchas de las situaciones las podía visualizar. La única diferencia era que a él le costaba convalidar lo que percibía y generalmente lo descalificaba, atribuyéndoselo a creaciones de su “frondosa imaginación”. En el marco de las canalizaciones, lo más duro de aceptar eran las visiones catastróficas que planteaba la mujer: grandes inundaciones, terremotos, huracanes y demás desastres climáticos que arrasarían con buena parte de la humanidad. Estas percepciones eran coincidentes con centenares de mensajes publicados en Internet. En donde diferentes videntes y personas con habilidades extrasensoriales señalaban que los traumáticos fenómenos que se estaban produciendo, a escala global, respondían a un cambio vibracional del planeta. 
Al analizar este último punto, que generalmente prefería saltear porque me costaba admitir que pudiese ser cierto, mi posición era que por más que las visiones fuesen correctas, eso no significaba que realmente fuesen a suceder, dado que las profecías son transmitidas para que no se cumplan. 
Sostenía mi razonamiento argumentando que es como cuando un padre amenaza a su hijo con que le va a pegar. Obviamente, el mensaje tiene que ser transmitido con el mayor realismo posible, de lo contrario no tendría efecto.
Cuando escuché mis palabras, caí en la cuenta de que una vez que al padre se le agota la paciencia y se enoja porque no consigue que su hijo entre en razones, a veces no le queda otra alternativa que actuar con mano dura. No me hizo mucha gracia darme cuenta de esa realidad. Era inquietante escuchar que la mujer nos dijese frases tales como “este lugar quedará totalmente tapado por las aguas” o “veo que este sitio será destruido y habrá mucho dolor y sufrimiento”. Tras el balance, decidimos que ya habíamos recorrido un largo trecho y no podíamos quedarnos a mitad del camino. Nos movía la curiosidad, las sincronicidades que se fueron plasmando, las manifestaciones personales que tuvimos y nuestro espíritu de aventura. Decidimos seguir. 
En septiembre, los tres nos pusimos nuevamente al servicio de una nueva canalización. Esta vez, el lugar señalado fue el Lago Puelo, situado al noroeste de la provincia de Chubut, y distante 15 kilómetros de la ciudad de El Bolsón. Una vez allí, nos dirigimos en la embarcación “Juana de Arco” al punto exacto del lago en donde hacía dos años, alrededor de 300 personas de distintas partes del mundo se reunieron para activar un diamante etérico, que cumpliría funciones de limpieza planetaria. El capitán del barco detuvo la marcha justo en el sitio en donde, supuestamente, estaba el diamante. La mujer encendió velas y sahumerios. Se puso a rezar y en medio de las oraciones narró lo que sucedía. Como no podía ver ni sentir nada, escuchaba lo que decía la mujer como quien presencia el relato de un cuento fantástico. Por medio de un lápiz, la mujer dibujó en un cuaderno cómo eran los seres de otras dimensiones que se estaban comunicando con ella. Por lo único que podía dar crédito a sus palabras era que Alejandro también veía lo mismo e incluso, a veces, hacía comentarios que complementaban los dichos de la mujer.
Por más que trataba de ocultarlo, me estaba cansando de escuchar y ver a través de otros. Por si eso fuese poco, esa noche, cuando estábamos durmiendo en la habitación, Alejandro me dijo: “Al lado de tu cama hay una señora que te está mirando con mucho amor y quiere entregarte un ramo de flores”. 
Tengo presente que al día siguiente les planteé que me molestaba que no entendieran mis cuestionamientos, en relación con lo que ellos veían. “Es como si a ustedes dos los llevara de viaje con los ojos, los oídos y las manos tapadas, y a cada rato les reprochara cómo es posible que no puedan ver esto o no puedan sentir lo otro”. Para tratar de hacerme entender mejor, le dije a la mujer: “lo que vos recibís forma parte de tu realidad, por lo tanto prácticamente no tenés dudas sobre qué es lo que tenés que hacer. Yo, en cambio, tengo que creer en vos. ¿Qué pasaría si todo esto no fuese más que un delirio tuyo? Tu proceder estaría justificado porque serías coherente con tu locura. Pero el mío no, porque yo no soy quien recibe los mensajes, ni tampoco escucho las voces”. Mi falta de percepción extrasensorial hacía que dividiese las experiencias de los viajes en dos categorías: lo que ayudaba a mi desarrollo personal y lo fenomenológico. 
A todo lo que entraba en el área de lo fenomenológico, a no ser que pudiese experimentarlo de alguna manera, le daba relativa importancia. Me atraía por su novedad, pero tenía bien en claro que, aunque tuviese un encuentro directo con seres de otras dimensiones, sólo produciría avances personales si era capaz de superar mis limitaciones trabajando sobre ellas. 
El del Lago Puelo fue más que nada un viaje que estuvo dirigido a que Alejandro experimentara sus dones y habilidades. A mí también me sirvió, porque de manera indirecta también se aprende. En ese viaje, a medida que fuimos recorriendo distintas ciudades, tuve la oportunidad de estar con un cacique mapuche anciano. Pese a que el hombre vestía de manera ciudadana, su forma de hablar, sus rasgos físicos y los principios morales que transmitía daban fiel testimonio de que por sus venas corría pura sangre aborigen.
Me conmovió escuchar cuánto respeto tenía por la madre naturaleza y la tristeza que sentía al ver cómo destruían, impunemente, las tierras que lo vieron crecer. 
La garganta se me anudó cuando habló sobre la manera en que los trataba el hombre blanco: “No respetan nuestra cultura, nos sentimos abandonados, nos pagan miseria por nuestros trabajos artesanales y prácticamente nos están echando de nuestras tierras para construir cabañas para los turistas. Ni siquiera nuestras tradiciones podemos mantener, porque nuestros hijos se van a las ciudades buscando un mejor destino”. 
La “cosecha de intenciones” me pareció algo formidable. “Todos los años le preguntamos a cada uno de los miembros de nuestra comunidad qué intenciones tienen para el año que va a comenzar –explicó el cacique–. Cuando terminamos de recolectarlas nos fijamos cuáles son las que predominan y eso es lo que le pedimos a la naturaleza, a través de una colorida ceremonia con nuestras vestimentas típicas”. Escuchar el testimonio del mapuche me recordó que los viajes que estaba realizando estaban guiados por otro indio, Aguila Blanca. Darme cuenta de esas coincidencias me erizaba la piel. Los diez días que duró la travesía fueron eternos. Estuvimos en lugares soñados como el Lago Cholila. 
Sin embargo, algunos de los mensajes que la mujer recibía me parecían tan inverosímiles que me impedían disfrutar de los paisajes. A juzgar por su lenguaje corporal, se notaba que ella realmente sentía cada una de las cosas que nos transmitía. 
Por eso, más de una vez le pedí disculpas por no confiar en sus palabras. No era algo simple de creer que frente a nosotros, por ejemplo, se podía encontrar Moisés o el líder de alguna determinada nave intergaláctica, cuando ni siquiera era capaz de sentir la más mínima energía cosquilleando en mis manos. Previo recorrer más de 3. 000 kilómetros, llegué a mi casa extenuado. No pretendía que mi esposa me estuviese esperando con demasiado Casi siempre me llevaba alrededor de una semana conectar con las cosas cotidianas y entrar nuevamente en el ritmo de la vida familiar. Necesitaba hablar con mi esposa para que pudiera comprender lo que estaba sucediendo, pero ella no estaba dispuesta a escucharme. Hacía que me prestaba atención pero, en cuestión de segundos, miraba para otro lado. Cuando le reprochaba su actitud, la situación empeoraban: “A mí no me gustan esas cosas, dejame tranquila. Hacé tus viajes pero no me cuentes lo que hacés, yo estoy bien así, disfrutando de mis hijos. No me interesa que me digas lo que va a pasar o si vendrán seres de otros planetas a salvarnos o algo por el estilo”. Por más que sabía que no se tiene que forzar a que otros vean lo que no quieren ver, necesitaba que, al menos, me escuchara. 
Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Al igual que los meses anteriores, seguí muy confundido por todo lo que estaba sucediendo. Necesitaba ver televisión, mirar un partido de fútbol o hacer algo me demostrara que todo seguía como antes. No me acostumbraba a que esa realidad, de la que participaban todos mis amigos, conocidos y parientes, pudiese romperse tal como se planteaba en las visiones catastróficas. 
Mi mente no tenía descanso. Buscaba infatigablemente ordenar semejante caos interno. En la estantería de una librería encontré parte de las respuestas que buscaba. Se trataba de la recopilación de mensajes recibidos en diferentes partes del mundo, correspondientes a entidades de diversas civilizaciones no terrestres. Los mensajes coincidían en que tanto los seres de las civilizaciones intraterrenas, como los seres extraterrestres, tienen la misión de ayudar a la humanidad a generar conciencia sobre la importancia de cuidar la Tierra y vivir en la frecuencia del amor.
Destacaban, también, que estamos viviendo momentos de profundos cambios y que falta muy poco tiempo para que los seres humanos comprobemos que no estamos solos en el universo. A medida que leía las páginas del libro, encontré puntos en común con las diferentes situaciones que nos tocó vivenciar en los viajes. 
Eso me dio un poco de tranquilidad, pero no demasiada, porque el panorama que quedaba planteado tenía correlación con mi nueva realidad, pero distaba, enormemente, de lo que podría ser considerado como “serio” o “creíble” para la sociedad en general. No podía pretender que me creyesen si contaba sobre estos posibles cambios mundiales, cuando, además, estaba a pocos días de salir en peregrinación por los cerros para buscar la imagen robada de una virgen, que transmitía mensajes por intermedio de una mujer que canalizaba. Era un cuadro muy delirante. Así y todo, no pude con mi genio e intenté explicarles a algunos de mis amigos. Como siempre, sólo recibí sonrisas irónicas y miradas displicentes. 
Salvando las oceánicas distancias, por más que no sabía adónde me conduciría lo que me tocaba atravesar, ese tipo de situaciones incómodas me hacía suponer lo dura que debió ser la vida de personas pioneras como Colón, Copérnico o Einstein. Por más que yo no era quien recibía los mensajes, era consciente de que buena parte de mi entorno familiar me creería lo que les contaba si llegábamos a encontrar la imagen de la Virgen. 
Eso le ponía una cuota extra de presión a la nueva canalización, que emprenderíamos el 22 de octubre en los cerros cordobeses. De acuerdo con los mails que nos enviaba la mujer, ella sentía una enorme responsabilidad por lo que fuese a ocurrir en Capilla del Monte. Había convocado a casi cuarenta personas para que la acompañaran en la búsqueda, dado que así se lo indicaron en sucesivas canalizaciones. Una semana antes del viaje, terminé de darle la última mano de barniz al tronco que había tallado, como prueba de mi arrepentimiento por los errores del pasado.
Acordé con la mujer que primero iría a Capital Federal a hacer un curso sobre las técnicas Ishayas, y que desde allí saldríamos rumbo a Córdoba. Alejandro y mi hermano Tomás se sumarían al grupo dos días después. Comenzamos el viaje dirigiéndonos primero a San Nicolás (provincia de Buenos Aires), donde coloqué frente a la imagen de la Virgen, que estaba en el santuario, el tronco tallado. De esa manera, sentí que la obra quedaría impregnada con su energía. Esa misma noche llegamos a la hostería de Gabriel, en Capilla del Monte, quien también participaría de la búsqueda Con la mujer habíamos acordado que llegaríamos antes que el resto del grupo, porque había varios aspectos que ajustar, tales como la contratación de los caballos, pintar una bandera y planificar en qué sitios acamparíamos. 
Era la primera vez que la veía tan nerviosa. Ese mismo estado de ansiedad le impedía canalizar. “Siento que estoy bloqueada”, repetía insistentemente, mientras no paraba de expresar sus temores por la responsabilidad que le cabía. 
De todas las personas que habían sido convocadas a participar, sólo doce confirmamos nuestra presencia. Los argumentos esgrimidos, por la mayoría que no viajó, fueron por demás variados. Sin embargo, internamente, todas las justificaciones tenían el mismo sello: el temor a lo desconocido.
Continuara.....
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