lunes, 4 de abril de 2016

Libro Despertar La clave para volvernos más humanos (Julio Andres Pagano)



LA BUSQUEDA
Capitulo- 1 ( Escrito XII)
Cumpliendo la promesa hecha al indio.
Ni bien llegó a Capilla del Monte el primer grupo de cuatro personas que participaría de la búsqueda, acordamos con ellos ir hasta el cerro El Colchiquí, para que pudiera cumplir con mi promesa. Se sumaron también los dos lugareños, Fernando y Gabriel. Me demandó un intenso esfuerzo subir el cerro, con el tronco a cuestas. Hacía mucho calor. Transpiré demasiado. 
A medida que caminaba, el peso de la madera parecía multiplicarse. No dejé que nadie me ayudara. Sentía que el peso que llevaba simbolizaba la carga de mi conciencia, por el error que había cometido al matar indios comechingones. 
Cuando llegué al lugar desde donde supuestamente caí cuando fui un soldado raso español, apoyé el tronco cincelado en el suelo y respiré aliviado. Había cumplido. Para evitar que se cayera y pudiera lastimar a alguien, con cemento rápido fijé el tronco al piso. Mientras lo hacía, una abeja se posó sobre la obra de madera y le saqué una foto. 
Las abejas comenzaban a representar una señal, que se hacía presente en momentos especiales. Una de las siete personas que me acompañó al cerro, lo hizo porque la mujer que canalizaba le había dicho que en otra vida fue india. Se llamaba Lidia. 
Ella fue convocada para que acudiera en representación de los comechingones, de manera que pudiese pedirle perdón por el mal que había causado. Una vez que el tronco quedó asegurado, la mujer que canalizaba solicitó que realizáramos un círculo tomados de la mano y nos pidió, a Lidia y a mí, que nos pusiéramos en el centro. Cuando tuve que pedirle perdón, lo hice pero sin estar convencido de lo que hacía. Independientemente de las coincidencias que se habían dado, no tenía la certeza de que realmente en otra vida hubiese matado a alguien, por eso mis palabras de perdón no sonaron convincentes. Lidia dijo que me perdonaba en nombre de los comechingones, pero también aclaró que ella no creía nada de lo que estaba haciendo. 
“Estoy acá solamente porque la canalización así lo indicaba”, aseveró. Nos dimos un abrazo. Le agradecí por su sinceridad e iniciamos el descenso. Esa misma noche, me sorprendí cuando escuché lo que Lidia nos contó luego de cenar. 
“Aunque me cueste, tengo que confiarles algo –dijo–, yo no creo mucho en todo esto de las canalizaciones, así que no estaba segura de venir. Por la tarde, cuando participé de la ceremonia, en donde Julio me pidió perdón, reconozco que tampoco sentí lo que hacía.
Sin embargo, cuando nos íbamos en la camioneta, miré hacia atrás como para despedirme del paisaje y vi a un indio, con los brazos cruzados, que se inclinó como haciéndome una reverencia de agradecimiento”. “Lo único que puedo decirles –agregó– es que todavía estoy muy nerviosa. Les repito que vi al indio, pero yo no creo nada de todo esto, aunque… ahora reconozco que dudo”. 
Sus palabras fueron emotivas y transparentes. Las lágrimas testimoniaban que realmente estaba conmocionada. Todos le dimos las gracias por animarse a contar su vivencia. Esa noche nos fuimos a descansar temprano. Al día siguiente arribaría el resto de las personas convocadas por medio de la canalización y comenzaríamos la búsqueda, para tratar de encontrar la estatuilla de Nuestra Señora de la Merced. 
El grupo de doce personas que aceptó la convocatoria quedó conformado por mi hermano Tomás, Alejandro, Gabriel, Fernando, la mujer que canalizaba, una directora de una escuela primaria, un muchacho de Necochea, un comerciante de La Plata, dos músicos profesionales de una orquesta sinfónica y Lidia, la mujer que en otra vida fue india. Comenzamos la peregrinación el 22 de agosto, a las 10 de la mañana, desde la gruta del Padre Pío, tal como fue señalado en la canalización. Cada uno llevaba puesto un poncho blanco, con guardas marrones. Según la mujer, ése sería el símbolo que identificaría a quienes estarían en favor de la luz, cuando los tiempos finales se acerquen. 
También llevábamos un pañuelo blanco en el cuello, un escapulario con la imagen de la Virgen robada y un prendedor de los mercedarios La canalizadora nos explicó que, según un mensaje que había recibido, la imagen de la Virgen sería encontrada, pero quedaría en las sierras, donde la tenían escondida, como símbolo de la corrupción del hombre, porque fue robada por su alto valor comercial en el mercado negro.
“Vi que miles y miles de personas peregrinarán hasta ese lugar en donde ahora está, portando ponchos como los que en este momento tenemos puestos”, dijo la mujer, instantes antes de iniciar la marcha. En compañía de un baquiano que llevaba dos caballos con el agua, la comida, las carpas y algunas de las mochilas, comenzamos a dirigirnos al Valle de la Luna, lugar donde acamparíamos a la espera de recibir algún mensaje. Nuevamente, todo había sucedido muy rápido. Otra vez estaba presente en una canalización, lejos de mi familia y sin saber qué era lo que podía suceder. Al llegar al lugar acordado, armamos las carpas formando un círculo y comenzamos a recolectar leña porque, pese a que de día hacía demasiado calor, de noche la temperatura descendía bruscamente. En un principio, se notó que había desarmonía en el grupo, porque no nos conocíamos entre todos y cada uno tenía sus propias inquietudes y expectativas. 
Se respiraba cierto aire de nerviosismo por la tarea a la que fuimos convocados. Cuando por la noche hicimos una gran fogata y nos sentamos a rezar, la mujer que canalizaba lloró al explicar que tenía profundos dolores físicos y que se sentía “seca”. Por lo que creía que le sería imposible recibir, en ese estado, algún tipo de mensaje: “Es la primera vez, desde que canalizo, que siento que mi conexión se hubiese perdido”. Cada uno intentó quitarle presión dándole palabras de aliento, y diciéndolo que se quedara tranquila. Sabíamos que ella había hecho su parte y que, de ahora en más, todo dependía de la Virgen. 
Había tantos recovecos y grutas que nos sería imposible encontrarla, por más fuerza de voluntad que tuviésemos. Habíamos acordado que, a medida que pasara la noche, rezaríamos tres rosarios y trataríamos de permanecer en vigilia. El fuego no debía apagarse. Simbolizaba al Espíritu Santo. A la madrugada, algunos fueron vencidos por el cansancio y se fueron a sus carpas a dormir. Cerca de las 3 de la madrugada, mientras rezábamos el segundo rosario, la mujer que canalizaba sintió una alegría inmensa al ver la imagen de la Virgen de Nuestra Señora de la Merced, quien le dijo que permaneciéramos en oración.
Insólito, pero real
Cuando terminamos de rezar, como no había visto ni sentido nada, me fui caminando hasta un lugar alejado. Me arrodillé y le hablé a la virgen haciendo de cuenta que estaba frente a mí: “No hace falta que te lo diga Madre, por que ya lo sabés, de todos modos te pido que me ayudes a librarme de estas cadenas que me impiden conectar con mi corazón y bloquean mis emociones”. 
Al día siguiente, Lidia me solicitó que le hiciera un favor. Me dijo: “Aunque te parezca extraño mi pedido, andá hasta al arroyo que está bajando la ladera del cerro y quedate ahí a ver qué sentís”. 
Le expliqué que iría, pero que no esperara que le trajera algún tipo de señal o algo por el estilo porque era nulo en sensibilidad. Bajé hasta donde estaba el hilo de agua y me senté a mirar los árboles. Mientras estaba ahí, mi mente no paraba de reprocharme la estupidez que estaba haciendo. 
En eso, un pensamiento, que sentí ajeno a mí, reveló: “Lengua larga, tiempo corto”. “Yo así no hablo”, sostuve. Y relacioné la frase con que siempre me la paso enganchado en mi interminable diálogo mental, y que soy muy ansioso. Me inquieté. Respiré bien profundo, varias veces seguidas, y decidí cambiarme de lugar. Creí que debía sentarme junto a otro árbol, cuyo tronco parecía tener un rostro aborigen. Una vez allí, dije en voz baja: “Quizá estén haciendo el esfuerzo para tratar de comunicarse conmigo, pero yo no puedo sentirlos, así que cerraré los ojos y trataré de serenarme”. Creí ver algunas imágenes pero, como era de desacreditar lo que veía, abrí los ojos. Ni bien lo hice, lo primero que llamó mi atención fue una hoja, de color rojo, que sobresalía entre el follaje verde. Sentí que debía ir a buscarla, aunque me parecía que no tenía sentido hacerlo. De todos modos lo hice. 
Ni bien tomé la hoja roja entre mis manos, que tenía forma de llama, un nuevo pensamiento, que tampoco reconocí como propio, reveló: “Mantiene vivo nuestro espíritu”. 
Me dio escalofrío, porque sabía que esa frase no provenía de mi mente. Ni bien llegué adonde estábamos acampando, les pedí a todos que se juntaran porque tenía que contarles algo. Cuando comencé a decir las primeras palabras, sentí que la garganta se me cerraba y me embargó una profunda emoción. 
Todos pensaban que estaba haciéndoles una broma, pero ni bien pude hilvanar unas frases me escucharon con atención: “Les va a parecer loco lo que les voy a contar, pero quiero que sepan que Lidia me pidió que fuera hasta el arroyo para ver qué sentía. 
Lo hice sin la más mínima esperanza, sólo lo hice para que ella se quedara tranquila”, y así les relaté lo que me había pasado. Cuando le di a Lidia la hoja y le expliqué que simbolizaba que ella mantenía viva la llama del espíritu indio, caí instintivamente de rodillas. Me aferré a su cintura y me puse a llorar. Le pedí perdón por mis errores cuando fui colonizador, pero esta vez, a diferencia de lo que sucedió en el cerro El Colquichí, lo hice de corazón. Lidia también lloró. Aclaró que me había pedido que fuese hasta donde corría el agua porque, estando en ese lugar, vio que se le acercaron varios indios a rendirle homenaje. 
“Como no confiaba en lo que veía y me cuesta aceptar lo que está pasando, le pedí a Julio que fuese a ese mismo sitio, sin contarle lo que me había ocurrido”. No podía creer lo que escuchaba, pero estaba profundamente agradecido porque había podido llorar. Me sentía libre. La Virgen de Nuestra Señora de la Merced, de cuyas manos cuelgan dos cadenas rotas, había escuchado el ruego y liberó mis ataduras.
Estaba tan emocionado, que no me había percatado de que no estábamos todos. Faltaba Gabriel. 
Cuando regresó y le comentaron lo sucedido, se sorprendió. Pero mucho más lo hizo porque cobró sentido su propia vivencia. 
“Me fui hasta la cima del cerro porque quería meditar y estar tranquilo –narró Gabriel–, pero en un momento de la meditación empecé a ver que todas las sierras del valle estaban rodeadas por indios que festejaban fervorosamente y no lo podía creer, pero ahora que ustedes me dicen lo que pasó acá, en el campamento, tiene sentido lo que vi”. Había que creer o reventar. No quedaba otra. Parecía como si cada uno de nosotros estuviese interpretando un guión, porque las situaciones se ensamblaban a la perfección y con una lógica envidiable. 
No recuerdo con demasiada claridad todo lo que sucedió en ese viaje. Lo que más me quedó grabado fue lo que sucedió la madrugada del 25 de agosto, mientras rezábamos el tercer rosario. De pronto la mujer que canalizaba nos transmitió que seres de diferentes dimensiones se estaban acercando a una distancia prudencial y formaban un círculo. “Está descendiendo una gran nave y desde su interior está deslizándose una especie de rampa”, dijo la mujer. Abrí bien los ojos, porque estaba medio dormido, pero no logré ver absolutamente nada. Más los abrí cuando agregó: “Frente a todos ustedes está el maestro Jesús y los está bendiciendo. Me dice que a través de su Madre también se llega a él”. Sus palabras me impactaron, pero no podía comprender que fuese posible que Jesús bajara de una nave. 
No había forma de que lo incorporara. Luego, según lo manifestado por la mujer, apareció la Virgen, quien comunicó que nuestra tarea estaba cumplida y que por ahora su imagen no sería encontrada, pero que siguiéramos manteniéndonos en oración y llevando una vida recta. La mujer que canalizaba estaba bañada en lágrimas. La emoción indescriptible que reflejaba su rostro, era una prueba más que suficiente como para saber que ella realmente vio todo lo que nos decía.
Cuando logró calmarse, expresó que esa fue la experiencia más maravillosa de su vida, por la energía, la paz y el amor inconmensurable que había recibido. 
No todos estuvieron presentes durante esa canalización, porque algunos estaban cansados y se habían ido a dormir a sus carpas. Entre ellos mi hermano Tomás, quien bromeó cuando le contamos y, como buen adolescente, nos dijo: “Por la forma en que les pega, parece que están tomando droga de la buena”. Decidimos regresar a Capilla del Monte, no podíamos hacer nada más. Una vez en la ciudad, con Alejandro optamos por ir hasta el centro para comprar algunos libros. Tomás quiso acompañarnos. Mientras recorríamos los locales, mi hermano nos dijo que se adelantaría unos metros con la intención de buscarle un regalo a su hija Delfina. La única recomendación que le hice fue que recordara que se había comprometido a no fumar y comer carne mientras estuviésemos en Córdoba. Pocos minutos más tarde, mientras hojeaba un libro, escuché a Tomás, que desde fuera del negocio me llamaba a los gritos. “Vení, vení por favor”, me decía insistentemente, mientras se inclinaba como buscando oxigenarse. Salí preocupado y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Le pedí que se calmara y que nos contara qué le había pasado: “Te mentí, te mentí… te dije que iba a comprarle un regalo a mi hija, pero en realidad lo que hice fue comprarme cigarrillos”, narró de manera apresurada. Al tiempo que puso mi mano sobre su pecho, para que comprobara lo acelerado que latía su corazón. Inhaló aire bien fuerte y continuó: “Luego me senté a fumar. Miré al cielo y como no creo mucho en todo lo que ustedes me cuentan dije, si es verdad que ustedes existen, demuéstrenme que no tendría que estar fumando”. Se quedó blanco del susto cuando, ni bien acabó de pronunciar esas palabras, una mujer de aspecto común se paró frente suyo, le sacó el cigarrillo de la boca, le rompió el atado en pedacitos y le dijo: “No tenés que fumar, querido, te hace mal”. “Lo único que pude hacer fue salir corriendo –agregó–, porque casi me muero del susto”. Le insistimos en acompañarlo para ver si podíamos localizar a la mujer, pero se negó rotundamente. Nos pidió, por favor, que regresáramos a la hostería. Cuando analizamos con más calma lo sucedido, coincidimos en que así se hubiese tratado de una mujer que hizo eso porque su hijo había muerto de cáncer de pulmón, lo que importaba, en ese caso, era la sincronicidad con que se dieron los hechos. “Además –aclaró Tomás– si en otra circunstancia alguien me hubiese hecho algo así con los puchos, lo mato a trompadas”. Pese a que estaba conmocionado por lo que le había sucedido, mientras viajábamos de regreso a Olavarría dijo que, de todos modos, volvería a fumar. 
Por más que había recibido su propia señal, tenía la libertad de hacerlo. Antes de ir a Capilla del Monte, pensé que si no encontrábamos la imagen robada el viaje sería un fracaso. 
Pero con todo lo que había sucedido, no podía seguir sosteniendo lo mismo. Para algunos amigos, conocidos y familiares, el hecho de que no la encontráramos les dio cierta tranquilidad. Pudieron seguir pensando que estaba trastornado y que toda esa nueva realidad, a la que accedían a través de mis relatos, quedaba circunscripta al territorio de mi imaginación. 
Una vez más me sentí un inútil cuando intenté explicarle a mi esposa lo vivido. No podía traducir en palabras la liberación que sentí cuando pude llorar. Ni la felicidad que experimenté al pedirle perdón a la mujer que representaba a los indios. 
Para colmo de males, tampoco le podía decir que Jesús había bajado desde una nave, porque no quería que me mirase extrañada o con ganas de internarme en una clínica para insanos mentales.
Sé que, desde su óptica, el hecho que contaba era que no habíamos encontrado a la Virgen. No le recriminé nada. Sabía que si fuese ella la que hubiese viajado, tal vez yo me estaría fijando únicamente en ese punto, que era el que le daría credibilidad a tantos viajes y canalizaciones. 
Internamente, en mi corazón, sentía que sí la había encontrado. Desde ese día, todas las noches rezo el Ave María a modo de agradecimiento. Había concluido una nueva canalización. 
Una vez más, al igual que en los viajes anteriores, sentí que había recibido más cosas de las de las que, conscientemente, podía procesar. Era cuestión de dejar que pasaran los días y que las fichas fuesen cayendo. Sólo quería descansar. Los días de las canalizaciones eran por demás intensos. No tenía muchas ganas de desarmar la valija, después de todo en tan sólo un par de semanas volvería a viajar por otra canalización. Esta vez iría más allá de los límites territoriales de la Argentina. Me dirigiría al municipio de Carmo da Cachoeira, en Minas Gerais, Brasil. 
Mi madre me preguntó si no tenía miedo de enloquecerme, con todo lo que venía experimentando. Le respondí que ese tipo de temor siempre estaba latente, pero que prefería correr ese riesgo a llevar una vida monótona, con certezas prestadas. Mi proceso de búsqueda, para tratar de evolucionar, me había conducido a esos caminos y tenía que respetar la manera en que el abanico de enseñanzas se estaba desplegando. Debía aprender a fluir bajo esas circunstancias, aunque me resultara difícil. Si quería podía detenerme y no dar un paso más, pero consideré que eso equivaldría a ponerle un freno a mi desarrollo. 
El torrente de vivencias era tan intenso y profundo que nuevamente decidí que valía la pena continuar. Siempre hay un costo que pagar. En este caso, el descrédito. No me importaba. 
De todos modos vine solo a este mundo y del mismo modo habría de partir. La gente podría decir lo quisiese sobre mí. No tenía que rendirle cuentas a nadie, más que a mi propia conciencia.
Continuara....

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