miércoles, 13 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)


Arpas Eternas
PRELUDIO (Segundo Escrito)
Y la dulce Myriam de las manos de tórtolas, corriendo sobre el telar, tejía el blanco lino para las túnicas de las vírgenes y los mantos sacerdotales; y corrían sobre las cuerdas de la cítara acompañando el canto sereno de los salmos con que glorificaban las grandezas de Jehová. 
Veintinueve meses más tarde, Yhosep de Nazareth, joven viudo de la misma parentela era recibido en el Pórtico de las mujeres por la anciana viuda Ana de Jericó, prima de Joachin, y escuchaban las santas viudas del Templo, la petición de la mano de Myriam para una segunda nupcia de Yhosep, cuya joven esposa dejara por la muerte su lugar vacío en el hogar, donde cinco niños pequeños llamaban ¡madre..., madre!, sin encontrarla sobre la tierra. Y Myriam, la virgen núbil de cabello bronceado y ojos de avellanas mojadas de rocío, vestida de alba túnica de lino y coronada de rosas blancas, enlazaba su diestra con la de Yhosep de Nazareth ante el sacerdote Simeón de Betel, rodeada por los coros de viudas y de vírgenes que cantaban versículos del Cantar de los Cantares, sublime poema de amor entre almas hermanas que se encuentran en el Infinito. 
Y a todos esos versículos, Myriam respondía con su voz de alondra: —“Bajad Señor a bendecir las nupcias de la virgen de Sión”. Terminado el solemne ritual, la dulce virgen recibió en su frente coronada de rosas, el beso de sus compañeras y de sus maestras, besó después el umbral de la Casa de Jehová que cobijó su orfandad, y siguió a Yhosep a su tranquila morada de Nazareth. Los excelsos arcángeles de Dios, guardianes del dulce Yhasua que esperaba arrullado por una legión resplandeciente de Amadores, envolvieron a Myriam en los velos nupciales que tejen en torno a las desposadas castas y puras, las Inteligencias Superiores denominadas Esposos Eternos o Creadores de las Formas, y mientras caminaba al lado de su esposo hacia Nazareth, iba levantándose este interrogatorio en lo más hondo de su yo íntimo: —“¿Qué quieres de mí, Señor, que me mandas salir de tu Templo, para seguir a un siervo tuyo que me ofrece su amor, su techo y su pan?”. Y después de un breve silencio creía escuchar una voz que no podía precisar si bajaba de lo alto, o era el rumor de las praderas, o la resonancia del viento entre las palmeras y los sicomoros: “¡Myriam!... Porque has sido fiel en guardar tu castidad virginal en el hogar paterno y el Templo de Jehová; porque tus manos no se movieron más que para tejer el lino y arrancar melodías de tu cítara acompañando las alabanzas de Dios, verás surgir de ti misma la más excelsa Luz que puede bajar a la Tierra”.
Y con sus pasitos breves y ligeros, seguía a su esposo camino a Nazareth, absorta en sus pensamientos, tan hondos, que la obligaban a un obstinado silencio. — ¿Qué piensas, Myriam, que no me hablas? –le preguntaba Yhosep mirándola tiernamente. —Pienso que me veo en seguimiento tuyo, sin saber por qué te voy siguiendo –le respondía ella haciendo un esfuerzo para modular palabras. Porque los velos nupciales de los radiantes arcángeles Creadores de las Formas se envolvían más y más en torno de su ser físico, que iba quedando como un óvalo de luz en el centro de una esplendorosa nube de color rosado con reflejos de oro. ¡Y el silencio se hacía más hondo, a medida que se acercaban a la casita de Nazareth; silencio de voces humanas pero lleno de armonías, de resonancias, de vibraciones dulces, suaves, infinitas! ¡Cantaban en torno a Myriam, las Legiones de los Amadores, mientras la belleza ideal de una forma humana flotaba ya en la ola formidable que es Luz y Energía, por medio de la cual van y vienen, suben y bajan las Inteligencias excelsas forjadoras de toda forma plástica en el vasto Universo! 
Y apenas entrada Myriam bajo el techo de Yhosep, fue a postrarse en el pavimento de su alcoba, y desde el fondo de su yo, elevó a la Divinidad esta sencilla plegaria: —“¡Señor... Señor!... Desde tu Templo de oro me has conducido a esta humilde morada, donde continuaré cantando tus alabanzas, tejiendo el lino y laborando el pan de los que rodean mi mesa. ¡Señor... Señor!... ¡Myriam será tu rendida esclava, en cualquier condición de vida en que quieras colocarla! — ¿Qué haces, Myriam, y por qué tienes lágrimas en los ojos? –díjole Yhosep al verla de rodillas en medio de la alcoba y con dos líquidas perlas en sus blancas mejillas. —Oro a Jehová, para que sea yo portadora de la paz en tu hogar –respondió ella. Y llevada por Yhosep, fue a encontrar junto al hogar que ardía en vivas llamaradas, a los cinco hijitos de Yhosep, que vestidos con sus mejores ropas esperaban ansiosos a la dulce madrecita, que les prometiera traer su padre desde la ciudad Santa de los reyes de Judá. Los niñitos de diez, ocho, seis, cuatro y dos años, se prendieron de la túnica blanca de Myriam, mientras se alzaban en la punta de los pies para besarla en la boca. Y una Legión de Amadores cantaban invisibles en torno a la virgen, madre de cinco niños que otra madre trajera a la vida, y la cual, sin duda lloraba de felicidad, viendo a sus tiernos retoños acariciados por la hermosa virgen rubia que les amaría como una madre.
El humilde hogar del artesano vióse con la llegada de Myriam inundado de ininterrumpidas ondas de luz, de paz y de amor. 
Los niños reían siempre, las golondrinas alegres y bulliciosas anidaban en el tejado; las tórtolas aleteaban arrullándose entre el verdor brillante del huerto, las alondras y los mirlos cantaban al amanecer haciendo coro a los salmos de Myriam que les acompañaba con las melodías de su cítara. — ¡Qué hermosa es la vida a tu lado, Myriam! –decíale Yhosep, cuando terminada su labor de artesano, se sentaba junto al telar donde su esposa tejía o junto a la lumbre donde ella cocía el pan y condimentaba los manjares. —Paréceme que estás siempre envuelta en la luz de Jehová y que le tengo a Él bajo mi techo, desde que estás a mi lado. Si la ley no dijera “No adorarás imagen ni figura alguna, sino sólo a Mí que soy tu Creador”, estaría por adorarte, Myriam, como a un retazo de Dios. Y cuando así empezaba Yhosep a diseñar en palabras sus pensamientos de admiración, Myriam ruborizada entornaba los ojos, mientras ponía sus deditos de rosa sobre la boca de Yhosep, para indicarle callar. 
Su estado habitual era un dulce y suave silencio, porque la poderosa irradiación de la forma astral que flotaba acercándose y del radiante Espíritu Divino que vibraba en lo infinito, la tenía de tal modo embargada y absorta en su propio pensamiento, que con dificultad bajaba al mundo exterior, cuyas vibraciones eran pesadas y duras comparadas con la intensa y suavísima armonía de su mundo interior. ¡Myriam!... ¡Dulce y tiernísima Myriam! ¿Cómo habían de comprenderte en tu silencio las mujeres nazarenas que hablaban y reían siempre en alegres corrillos cuando hilaban o tejían, cuando recogían leña y heno en el prado, cuando cosechaban sus viñedos y sus higueras, cuando caminaban presurosas a buscar con sus cántaros el agua de la fuente? — ¡Myriam! ¿Por qué estás triste?... ¡Myriam!... ¿Cuándo vas a reír? ¡Myriam!... ¿No tienes nada para contarnos?... — ¿No eres feliz, Myriam? A todos estos interrogantes hechos espontáneamente y sin premeditación por las mujeres nazarenas, Myriam contestaba con una suave sonrisa o con estas palabras: — ¡Soy tan feliz, que si hablara, paréceme que mis propias palabras interrumpirían la melodía interna que me arrulla siempre! ¿Cómo podían comprender a Myriam las mujeres nazarenas, si ella sola era el vaso de nácar elegido para recibir al Amor que es canto universal, inefable y eterno? ¡El amor cantaba en ella, oculto como una lira bajo su blanco tocado!¡
El amor cantaba para ella, cuando de rodillas en la penumbra de su alcoba solitaria, oraba a Jehová para que enviara sobre Israel, el Salvador prometido a los Profetas! ¡El amor cantaba junto a ella, cuando su meditación era profunda, y hermosas visiones iban surgiendo del claro espejo de su mente no ensombrecido por hálito alguno, que no fuera el aliento soberano del amor que buscaba nido en su seno! ¡El amor cantaba en sus ojos, que acariciaban al mirar, que el pudor o el éxtasis, entornaban como pétalos mojados por la lluvia y besados luego por el sol! ¡El amor cantaba en sus manos cruzadas por la oración honda, profunda, íntima, conque su alma de elegida le respondía en salmos idílicos, durante todas las horas que iban desgranándose de sus días como perlas blancas, azules, doradas!... En su purísima inocencia, Myriam pensaba: “Ni aún en mis días luminosos del Templo santo de Jehová, me sentí tan absorta en la Divinidad como hoy, que me hallo sumida entre las monótonas labores de ama de hogar. “Diríase que la casa de Yhosep es también un templo pequeño y humilde, donde baja en raudales el aliento de Jehová para purificar a las criaturas por la Fe, la Esperanza y el Amor”.
Las Iglesias Cristianas, como inspiradas de oculto conocimiento de la Verdad profunda, encerrada en estos extraordinarios acontecimientos, rinden culto sin definir por qué, a los días solemnes de ansiedad y únicos, en la vida de una mujer, a los cuales han llamado “días de expectación de la Virgen Madre”. Días de gloria, de paz y de amor incomprensibles para el vulgo, pero de una sublimidad clara y manifiesta para Myriam, que veía deslizarse en torno de ella visiones de oro magníficas y radiantes, que le hablaban con voces sin sonido, de cielos ultraestelares, de donde momento a momento bajaba la Luz sobre ella, y el Amor tomaba plena posesión de ella; y las arpas eternas cantaban en ella misma, como si todo su ser fuera una vibración con vida propia, un himno divino, que tomaba formas tangibles a intervalos, o se esfumaba en el éter con rumor de besos suavísimos después de haberla inundado de tan divina felicidad, como jamás lo soñara, ni aún en sus más gloriosos días entre las Vírgenes de Sión. Y este estado semiextático de Myriam, entristecía a veces a Yhosep, que en su inconsciencia de los excelsos designios divinos sobre su compañera, se juzgaba a sí mismo duramente como un indigno poseedor de ese templo vivo de Dios, como un audaz gusano que había osado acercarse a la virgen núbil, bajada a su hogar de artesano, como un rayo de luna en las noches serenas; como un copo de nieve resbalado de cumbres lejanas vecinas de los cielos, como una ave del paraíso asentada en su tejado... 
¡Pobre y triste Yhosep, en su inconsciencia de los excelsos destinos de Myriam traída a su lado por la Ley Divina, porque su honrada probidad de hombre justo, le hacía digno protector y amparo en esa hora extraordinaria y única, en la vida de Myriam!... La mayoría de los primeros biógrafos de tales acontecimientos, tampoco interpretaron debidamente la tristeza de Yhosep, atribuyendo a que habían pasado por su mente alucinada, obscuros y equivocados pensamientos respecto a la santidad de su esposa. ¡Nada de eso! Yhosep no pensó nunca mal de su santa compañera, sino que por el contrario, se vio a sí mismo demasiado imperfecto junto a ella; demasiado hombre junto a ella que era un ángel con formas de mujer, y hasta pensó en huir por juzgarse indigno de permanecer ni un día más junto a aquella criatura celestial, que él mismo solicitó por esposa en los Atrios del Templo de Jehová. ¡Mas, el amor que cantaba en Myriam, cantó también una noche en sueños para el entristecido Yhosep, que cayendo del lecho bañado en llanto se prosternó sobre el frío pavimento de la alcoba, adorando los designios de Jehová que le había tomado como medio de realizar en el plano físico terrestre, lo que la Eterna Voluntad había decretado desde las alturas de su Reino Inmortal! Y la infinita dulzura de una paternidad que le asemejaba a Dios, cantó divinas melodías en el alma de Yhosep, para quien se había descorrido el velo místico que ocultaba la encarnación del Verbo de Dios en el casto seno de Myriam. ¡Ya está todo comprendido y sentido!... Ya la gris nebulosa de cavilaciones se ha esparcido en polvo de oro y azul, y los esposos de Nazareth esperan felices que desborde la Luz Divina bajo el techo humilde que les cobija. Y las Arpas Eternas cantaban cada vez más cerca y en tonalidades más y más solemnes: “¡Gloria a Dios en las alturas de los cielos infinitos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)



Arpas Eternas
PRELUDIO 
¡Era la hora justa, precisa, inexorable! Hora que en la infinita inmensidad, es sinónimo de día de gloria, edad de oro, resplandor de voluntades soberanas que llega cuando debe, y se va cuando ha terminado de manifestarse. ¡Y ese algo supremo como el Fíat del Infinito, iba a resonar en las Arpas Eternas, como un himno triunfal que escucharían las incontables esferas!...
La pléyade gloriosa de los Setenta Instructores de este Universo de Mundos, estaba reunida en luminosa asamblea para que el Amor Supremo ungiera una vez más con la gloria del holocausto a sus grandes elegidos. Su ley marcaba la tercera parte más uno.
Debían, pues, ser veinticuatro. ¿Hacia dónde se abrirían los senderos largos en la inmensidad infinita?... En los archivos de la Luz Eterna estaban ya marcados desde largas edades.
No sería más que la prolongación de un cantar comenzado y no terminado aún. No sería más que la continuidad de una luz encendida en la noche lejana de los tiempos que fueron, y que antes de verla extinguirse, era necesario llenar nuevamente de aceite la lamparilla agostada.
No sería más que una siembra nueva, ya muchas veces repetida de Amor divino y de divina Sabiduría, antes de que se extinguieran los últimos frutos de la siembra anterior. ¡En la inconmensurable grandeza del Infinito, eran pequeños puntos marcados a fuego...! ¡Nada más que puntos!... Una pequeña ola coronada de blanca espuma que va hacia la playa, la besa, la refresca y torna al medio del mar, feliz de haber dejado sus linfas refrescantes en las arenas resecas y calcinadas.
Eran los elegidos para una nueva misión salvadora: Yhasua, Venus, Alpha, Cástor, Pólux, Orfeo, Diana, Jhuno, Beth, Horo, Reshai, Hehalep, Régulo, Virgho, Ghimel, Thipert, Schipho, Shemonis, Pallus, Kapella, Zain, Malkuadonai, Ghanma y Sekania.
A cada cual se le llamaba con su nombre elegido desde su primera encarnación consciente en su mundo de origen, que debía ser también el que llevara en la última; nombres tan poderosos y fuertes en sus vibraciones, que muchos de ellos quedaron impresos por largas edades en los mundos físicos donde actuaron.
Y cada cual siguiendo el rayo luminoso de las Antorchas Eternas, que a su vez los recibían de los Fuegos Magnos, supremos Jerarcas de este universo, vieron destacarse en el infinito azul, como burbujas de luz, los globos donde el dolor y el sacrificio les esperaban. Cada cual había realizado allí mismo, varias estadías separadas unas de otras por largos milenios.
Cada cual eligió de entre los cuarenta y seis Hermanos gemelos que quedaban libres en sus gloriosas moradas, los que debían guiarle y protegerle, en la tremenda prueba a realizar.
Y el dulce Yhasua, originario de la segunda estrella de la constelación de Sirio, que ya había realizado ocho etapas en el planeta Tierra, eligió como guías inmediatos a Ariel y Aelohin, que ya lo habían sido en las jornadas de Juno, de Krishna y de Moisés, como Sirio y Okmaya lo habían sido de Antulio; Venus y Kapella de Abel; Isis y Orfeo de Anfión, de Numú y de Buda.
Mas, como se trataba de que el dulce Yhasua debía realizar la jornada final, la más tremenda, la que cerraría el glorioso ciclo de todos sus heroicos sacrificios, se ofrecieron para auspiciarle también, Ghimel, Tzebahot y Shamed, que por su excelso grado de evolución estaban ya próximos a pasar a la morada de las Antorchas Eternas.
Después de la solemne e imponente despedida con la presencia del gran Sirio, punto inicial de aquellas magníficas evoluciones, que dio a beber a los mártires voluntarios de la copa sagrada de los héroes triunfadores y les bendijo en nombre del Eterno Amor, los veinticuatro misioneros fueron vestidos con las túnicas grises de los inmolados, y el dulce y tierno Yhasua fue conducido por sus cinco Guardianes Superiores al portalón de color turquesa que da a la esfera astral de la Tierra, donde fue sumergido en el sueño preliminar y entregado a la custodia de tres Cirios de la Piedad, hasta el momento de hacerle tomar la materia ya preparada de antemano por las Inteligencias encargadas de la dirección de los procesos fisiológicos de la generación humana. La mayoría de los elegidos para el holocausto grandioso y sublime, eran de la Legión de las Arpas Vivas o Amadores, unos pocos de los Esplendores y de las Victorias, y otros de la Muralla de Diamantes.
Era pues, una desbordante inundación de amor la que arrastraban consigo aquellos gloriosos Enviados desde la altura de los mundos Sirianos, hasta los globos favorecidos con tan preclaros visitantes. Mas, ¡cuán ajenas e ignorantes estaban aquellas esferas, del divino don que iban a recibir!
En el planeta Tierra existían cuatro agrupaciones de seres humanos, que veían en el cielo terso de sus místicas contemplaciones, el acercamiento del Gran Misionero:
Los Esenios, congregados en número de setenta en las grandes grutas de las montañas de Moab, al oriente del  Mar Muerto, otras porciones en la cordillera del Líbano, y los montes de Samaria y de Judea, mientras los que tenían familia y hogar se hallaban diseminados en toda la Palestina, y éstos formaban como una segunda cadena espiritual dependiente de los que vivían solitarios y en celibato. 
La segunda agrupación se hallaba en Arabia, en el Monte Horeb, donde un sabio, astrólogo, de tez morena, había construido un TemploEscuela a sus expensas, y con ochenta y cuatro compañeros de estudios y de meditación buscaban de ponerse en la misma onda de vibración que las Inteligencias invisibles, cortesanas del Divino Ungido que entraba en el sueño preparatorio para la unión con la materia física.
Era Melchor, el príncipe moreno, que habiendo tenido en su primera juventud un amor pasional profundo como un abismo y fuerte como un huracán, le había llevado a la inconsciencia del delito; le había arrancado a un joven pastor la tierna zagala que debía ser su compañera, con lo cual causó la desesperación y la muerte de ambos. 
Melchor, buscando curar el dolor de su culpa, derramó la mitad de su cuantiosa fortuna a los pies de todas las zagalas de su tierra para cooperar a sus bodas y a la formación de sus hogares. Y con la otra mitad construyó un Templo-Escuela, y llamó a los hombres desengañados por parecido dolor que el suyo, que quisieran buscar en la serenidad de lo Infinito: la esperanza, la paz y la sabiduría.
Estaba como incrustado en el monte Horeb, entre los cerros fragorosos de la Arabia Pétrea, a pocas millas de Diza-Abad, por lo cual los de esta ciudad portuaria les llamaban los ermitaños Horeanos, que fueron respetados y considerados como augures, como astrólogos y terapeutas. 
La tercera agrupación se encontraba en Persia, entre las montañas de la cadena de los Montes Zagros, a pocas millas al sur de Persépolis, la fastuosa ciudad de Darío.
El Templo se hallaba a la vera de un riachuelo que naciendo en las alturas de los Montes Zagros, desembocaba en el Golfo Pérsico. Comúnmente les llamaron en la región “Ruditas” debido a Rudián, célebre médico que vivió entre los solitarios, cuyos cultos eran como resonancia suave del Zen-Avesta, y origen a la vez de los dulces y místicos Chiítas, que repartían su tiempo entre la meditación, la música y el trabajo manual. 
Era Baltasar, el Consejero en esta Escuela de meditación y de sabiduría, y a ella había consagrado la mayor parte de su vida que ya llegaba al ocaso. 
Y por fin la cuarta agrupación, radicada en los Montes Suleimán, vecinos al gran río Indo, cuya torrentosa corriente era casi el único sonido que rompía la calma de aquella soledad. 
Y allí, Gaspar, Señor de Srinagar y Príncipe de Bombay, había huido con un sepulcro de amor en su corazón, para buscar en el estudio del mundo sideral y de los poderes internos concedidos por Dios a los hombres, la fuerza necesaria para ser útil a la humanidad, acallando sus propios dolores en el estudio y la contemplación de los misterios divinos. 
He aquí las cuatro porciones de humanidad a las cuales fuera revelado desde el mundo espiritual, el secreto del descenso del Cristo en un cuerpo físico, formado en el seno de una doncella del país en que corre como en el fondo de un abismo, el río Jordán. Y en la lucidez serena de sus largas contemplaciones, vislumbraron un hogar como un nido de tórtolas entre rosales y arrayanes, donde tres seres, tres esenios, cantaban salmos al amanecer y a la caída de la tarde, para alabar a Dios al son de la cítara, y entrar en la onda vibratoria de todos los justos que esperaban la llegada del Ungido anunciado por los Profetas. Eran Joachin, Ana, y la tierna Azucena, brotada en la edad madura de los esposos que habían pedido con lágrimas al Altísimo, una prolongación de sus vidas que cerrara sus ojos a la hora de morir. 
Y era Myriam, un rayo de luna sobre la serenidad de un lago dormido. Y era Myriam, un celaje de aurora sobre un jardín de lirios en flor. Y era Myriam, una mística alondra, cuando al son de su cítara cantaba a media voz salmos de alabanza a Jehová. 
Y las manos de Myriam corriendo sobre el telar, eran como blancas tortolitas sacudiéndose entre arenillas doradas por el sol. Y eran los ojos de Myriam..., ojos de siria, que espera al amor..., del color de las avellanas maduras mojadas por el rocío... Y miraban con la mansedumbre de las gacelas, y sus párpados se cerraban con la suavidad de pétalos al anochecer... 
Y el sol al levantarse como un fanal de oro en el horizonte, diseñaba en sombra su silueta gentil y su paso ligero y breve, sobre las praderas en flor, cuando iba con el cántaro al hombro a buscar agua de la fuente inmediata. ¡Y la fuente gozosa, le devolvía su propia imagen..., imagen de virgen núbil, con su frente tocada de blanco al uso de las mujeres de su país! 
¡Qué bella era Myriam, en su casta virginidad!... Tal fue el vaso elegido por la Suprema Ley de esa hora solemne, para depositar la materia que usaría el Verbo Divino en su gloriosa jornada Mesiánica. 
Y cuando Myriam contaba sólo quince años, Joachin y Ana con sólo diferencia de meses, durmieron en el seno de Dios, ese sueño que no se despierta en la materia, y la dulce virgen núbil de los ojos de gacela, fue llevada por sus parientes a proteger su orfandad entre las vírgenes de Sión, bajo los claustros y pórticos dorados del Templo de Jerusalén, donde los sacerdotes Simeón y Eleazar, esenios y parientes cercanos de su padre, la acogieron con tierna solicitud.
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