viernes, 22 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)





A LOS MONTES DE MOAB
Capitulo V (Tercer Escrito)

Y cuando ya el sol iba a hundirse en el ocaso, los tres viajeros desmontaban en la gran puerta de entrada al Santuario de los esenios. ¿Te figuras lector amigo una enorme puerta de plata cincelada, o de bronce bruñido, o de hierro forjado a golpes de martillo? Nada de eso. Es puerta de un Templo esenio que nada revela al exterior y sólo sabe que es una puerta el que ha penetrado alguna vez en ella. Era una enorme piedra de líneas curvas cuya forma algo irregular presentaba achatamientos en algunos lados, y que a simple vista parecía un capricho de la montaña o la descomunal cabeza de un gigante petrificada por los siglos. Mas era el caso que esta inmensa esfera de piedra giraba sobre sí misma en dos salientes cuyos extremos estaban incrustados en los muros roqueños de la entrada; y el movimiento era del interior al exterior, mediante una combinación sencilla de gruesas cadenas. La esfera entonces se abría hacia el exterior, y daba lugar a que entrasen los que Nevado anunciaba tirando con sus dientes del cordel de una campana; cordel que estaba oculto entre breñas a unos veinte pasos de aquella puerta original, y que nadie que no fuera Nevado podía introducirse por aquel vericueto de cactus silvestres y de espinosos zarzales. 
Apenas giraba hacia fuera la enorme piedra, se veía la dorada luz de varias lámparas de aceite que alumbraban la espaciosa galería de entrada, o sea un magnífico túnel esmeradamente trabajado por verdaderos artistas de la piedra. Ningún audaz viajero escalador de montañas que hubiera tenido el coraje de trepar por aquellos fragorosos montes, cuyas laderas como cortadas a pico las hacían casi inaccesibles, no hubiera imaginado jamás que pasado aquel negro boquerón pudiera encontrar bellezas, arte, dulzura, suavidad y armonía de ninguna naturaleza. En aquel oscuro túnel, sólo iluminado por lámparas que no se apagaban jamás, podían admirarse hermosos trabajos de alto relieve y de escrituras en jeroglíficos egipcios, traducidos al sirio-caldeo. En alto relieve podían verse los principales pasajes de la vida de Moisés, empezando por el flotar de la canastilla de juncos, en que él fuera arrojado a las aguas del Nilo para ocultar su origen... El paso del Mar Rojo seguido por el pueblo hebreo, la travesía del desierto, las visiones del Monte Horeb, de donde bajó con las tablas de la Ley grabado a buril por él mismo, en uso de sus poderes internos sobre todas las cosas de la Naturaleza, y sintiendo a la vez que una voz de lo alto le dictaba aquel mensaje divino que hemos llamado: Decálogo. Asombraba pensar en los años y en las vidas que se habrían gastado en aquella obra gigantesca. Terminaba aquella galería en un semicírculo espacioso, del cual arrancaban dos caminos también iluminados con lámparas de aceite; el de la derecha se llamaba: “Pórtico de los Profetas” y el de la izquierda: “Pórtico de los Párvulos”. 
Por el primero entraban los esenios que vivían en común y en celibato. Por el segundo los que vivían en el exterior y formaban familias. Si de éstos, llegaban algunos al grado cuarto y por estado de viudez querían vivir en el Santuario, podían entrar por el “Pórtico de los Profetas”. Era llamado así porque en aquellos muros aparecían grabados los principales pasajes de la vida de los Siete Profetas Mayores, cuyos nombres ya conoce el lector. Mientras que en el “Pórtico de los Párvulos” habían sido grabados episodios ejemplares de esenios jóvenes de los primeros grados, que habían realizado actos heroicos de abnegación en beneficio del prójimo. Por ambos caminos se llegaba al Santuario que quedaba al final de ellos, y cuya plataforma de entrada se anunciaba por un enorme candelabro de setenta cirios, que pendía de lo alto de aquella cúpula de roca gris que pacientemente labrada y bruñida, orillaba con el dorado resplandor de tantas luces. La gran puerta era un bloque de granito que giraba sobre un eje vertical, sin ruido ni dificultad alguna, pero sólo por un impulso que se daba desde el interior. Nevado se había llevado los tres mulos hacia unas caballerizas o cuadras, que se hallaban a la vuelta de un recodo en aquel laberinto de montañas y de enormes cavernas, en medio de las cuales se abrían vallecitos escondidos y regados por hilos de agua que bajaban de los más altos cerros, formados por los deshielos o por ocultas vertientes. 
Los viajeros se anunciaban por un pequeño agujero practicado en el bloque giratorio, y el cual era el tubo de una bocina de bronce que repetía como un largo eco, toda frase que por allí se pronunciaba: —Mensajeros del Quarantana; esenios del cuarto grado. 
El Anciano que hacía guardia a la entrada del Santuario, hacía girar el bloque de granito, y los viajeros caían de rodillas besando el pavimento del Templo de la Sabiduría. 
Los Setenta Ancianos cubiertos de mantos blancos, aparecían en dos filas a recibir entre sus brazos a los valientes Hermanos que habían arrostrado los peligros del penoso viaje, para llevarles un mensaje de gran importancia. Aquella escena tenía tan profunda vibración emotiva por el grande amor a los Hermanos que luchaban al exterior, que éstos rompían a llorar a grandes sollozos mientras iban pasando entre los amantes brazos de aquellos setenta hombres que pasaban de los sesenta años, y que sólo vivían como pararrayos en medio de la humanidad; como faros encendidos, cuyo pensamiento escalaba los más altos cielos en demanda de piedad y de misericordia para la humanidad delincuente; como arroyuelos de aguas vivificantes, que bajaban incesantemente para llevar su frescura, su paz y su consuelo a las víctimas de las maldades humanas. Eran los Amadores terrestres, que a imitación de los Amadores del Séptimo Cielo, se ensayaban a ser arpas eternas en el plano terrestre por amor a los hombres, que eran la heredad cobijada por el Cristo. 
Paréceme sentir el pensamiento del lector que pregunta: ¿Qué móvil, qué idea original y extraña guió a los esenios a ocultar su Gran Santuario Madre, en tan agrestes y pavorosos montes?
Si montañas buscaban, había tantas en aquella tierra, que cubiertas de hermosa vegetación, eran un esplendor de la Naturaleza, como la cadena del Líbano y las montañas de Galilea y de Samaria. Eran los esenios la rama más directa del árbol grandioso de la sabiduría de Moisés, el cual tuvo, entre la tribu Levítica que organizó antes de llegar a la llamada Tierra de Promisión, un jovencito que conquistó el privilegio desusado de las ternezas del gran corazón del Legislador. 
Era como una alondra sobre las alas de un águila; era como una flor del aire prendida al tronco de un roble gigantesco; era un pequeño cactus florecido en la cumbre de una montaña. 
Este jovencito llegó a hombre al lado del gran Hombre emisario de la Divinidad, y tanto mereció la confianza de Moisés, que en horas de amargura y de profunda incertidumbre, solía decirle: —“Essen, niño de cera y de miel, toma tu cítara y despeja mi mente, que una gran borrasca ha encrespado las aguas de mi fuente”. Essen tocaba la cítara, y Moisés oraba, lloraba, clamaba a la Divinidad, que se desbordaba sobre él como un grandioso manantial de estrellas y de soles.
Este humilde ser que eligió la vida oculta en ese entonces, como expiación de grandezas pasadas que habían entorpecido su vida espiritual, había acompañado a Moisés cuando sus Guías, o sea las grandes Inteligencias que apadrinaron su encarnación, le anunciaron que había llegado la hora de su libertad, que subiera a la cordillera de Abarín, que entre ella buscara el Monte Nebo y la cumbre de Pisga, donde vería la gloria que Jehová le guardaba. Essen le siguió sin que Moisés lo supiera, hasta que estuvo en lo alto de la escarpada montaña. 
Le acompañó hasta el desprendimiento de su espíritu en el éxtasis de su oración en una noche de luna llena. 
Y cuando estuvo seguro que su Maestro no se despertaría más a la vida física, recogió su cuerpo exánime que sepultó en un vallecito llamado Beth-peor, sombreado por arrayanes en flor, bordado de lirios silvestres y donde anidaban las alondras y los mirlos. Le pareció digna tumba para aquel ser excepcional que tanto había amado. Y para no revelar nada de cuanto había ocurrido según él le ordenara, se refugió en una caverna y no se presentó más a Josué el sucesor de Moisés, por lo cual él y los Príncipes y los Sacerdotes tuvieron en cuenta lo que el Gran Profeta les había dicho: “Si pasados treinta días no bajé de los Montes, no me busquéis en la Tierra porque Jehová me habrá transportado a sus moradas eternas”. 
Este jovencito Essen de la familia sacerdotal de Aarón, fue el origen de los esenios que tomaron su nombre. La cumbre de Pisga donde Moisés tuvo sus grandes visiones, el Monte Nebo donde murió, y el valle de su sepulcro, fue el lugar sagrado elegido por los esenios para su gran Templo de roca viva, que perduró hasta mucho después de Yhasua de Nazareth. 
He ahí por qué habían sido elegidos los fragorosos montes de Moab, para cofre gigantesco de cuanto había pertenecido a Moisés. Allí estaban aquellas dos tablas que él había grabado en estado extático, y que él mismo rompió en dos por la indignación que le causó al bajar del Monte Horeb, y encontrar que el pueblo adoraba a un becerro de oro y danzaba ebrio en rededor de él. 
Essen había recogido aquellas tablas rotas y eran las que guardaban en el Gran Santuario Madre de la Fraternidad Esenia. ¡Hecho este sucinto relato explicativo para ti, lector amigo, entremos también nosotros al inmenso templo de rocas donde viven los Setenta Ancianos su vida de cirios benditos, consumiéndose ante el altar de la Divina Sabiduría a fin de que jamás faltara luz a los hombres de esta Tierra, heredad del Cristo a cuyos ideales habían sacrificado ellos sus vidas tantas veces!... Terminada la emotiva escena del recibimiento en el pórtico interior del templo, se veía un inmenso arco labrado también en la roca, el cual aparecía cubierto con un gran cortinado de lino blanco. En aquel primer pórtico aparecían grandes bancos de piedra con sus correspondientes atriles para abrir los libros de los Salmos, donde cantaban las glorias de Dios o reclamaban su misericordia para la humanidad terrestre. 
Era éste el sitio de las Asambleas de Siete Días para examinar las obras, los hechos, los progresos espirituales, mentales y morales de los Hermanos que debían subir a un grado superior. Los Hermanos que debían ascender, vestían durante esos Siete Días túnica violeta de penitencia y cubiertos de un capuchón, ni podía vérseles el rostro, ni ellos podían hablar absolutamente nada. Entregaban su carpeta donde aparecían sus obras y las luces divinas, y los dones que Dios les había hecho en sus concentraciones, y las debilidades en que habían incurrido, y el desarrollo de sus facultades superiores. 
Escuchaban las deliberaciones de los Ancianos que hablaban libremente como si los interesados no estuviesen oyéndoles, y asimismo exponían su fallo favorable o no, según los casos.
Continua.....
 

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