domingo, 3 de abril de 2016

Libro Despertar La clave para volvernos más humanos (Julio Andres Pagano)


LA BUSQUEDA
Capitulo- 1 ( Escrito IX)
El monasterio, un lugar lleno de sorpresas.
A través de la experiencia acumulada en los viajes, sabía que mantenerme en una clara actitud de apertura ayudaba a que los acontecimientos se presentaran de manera sincrónica. 
Así fue que, aunque no supiese por qué tenía que ir, el día 8 de junio –cerca de las cuatro de la tarde– me presenté en el Monasterio Trapense de Azul, dispuesto a seguir aprendiendo.
El sitio era hermoso. Lleno de plantas. Mucho verde. Limpio. 
Con sierras que le daban un sobrio aspecto montañés. El silencio tenía vida propia. Todo era calma y tranquilidad. Justo lo que necesitaba. El monje que me recibió, me explicó algunas reglas básicas con respecto al hospedaje. También me facilitó un folleto con los horarios, en donde se destacaba que la Orden de los Cistercienses de la Estricta Observancia –comúnmente conocidos como Trapenses– se caracterizaba por llevar una vida ascética y contemplativa. Me asignaron una habitación individual, con baño propio. Lo primero que hice fue dejar la valija y dirigirme hasta a la iglesia, que estaba situada a menos de treinta metros de donde pasaría los siete días que me permitirían cumplir con el mensaje que Aguila Blanca me transmitió. 
En medio de tamaño silencio, los sonidos se agigantaban. 
Entré con sumo cuidado. Caminé despacio. Muy lentamente. 
Me incliné junto al primer banco. Un impetuoso vitraux, con la imagen de la Virgen María, sosteniendo al niño Jesús en sus brazos, daba color y calidez a la austeridad del templo. 
Con la mirada clavada en la imagen, comencé a rezar. 
Al salir de la iglesia vi que llegaban otras personas con el propósito de hospedarse. Se trataba de dos matrimonios y tres muchachos solteros, de 19, 20 y 35 años. El hospedaje estaba dividido en dos claras secciones, de manera que las parejas estuviesen agrupadas por un lado y los solteros por el otro. 
A la hora de la cena fue el momento de las presentaciones formales. Ahí supe que uno de los jóvenes estaba haciendo un retiro por segunda vez. Su vida sí que fue agitada. Consumió todo tipo de drogas y llegó a beber tres litros de vodka diarios, que lo llevaron a quedar en coma profundo durante una semana. Cuando salió quiso ser monje. Uno de los trapenses lo ayudó a reconocer que no estaba en el lugar indicado. Tomó conciencia de su enfermedad. Se internó en una granja para recu-peración, durante un año. Se sobrepuso a las dos adicciones. Estudió, se recibió y comenzó a ayudar a otros, para que pudieran salir del mismo infierno en donde estuvo prisionero. 
Escuchar su testimonio me hizo recordar que, a veces, creemos que lo que nos sucede a nosotros es lo peor del mundo, pero cuando miramos a nuestro alrededor comprendemos que podríamos estar mucho peor y que lo nuestro no es tan grave, ni catastrófico, como nos parecía inicialmente. Saludé y me fui a descansar. Me había propuesto realizar el mismo ritual que los monjes. Puse el despertador a las tres y cuarto de la mañana. 
Eso me daba un margen de quince minutos para lavarme la cara, cambiarme e ir a rezar. A las tres y media comenzaba lo que los monjes denominaban “vigilias”. Como no me gusta dormir a oscuras, corrí las cortinas de la pieza. Sin querer, vi que en el horizonte había luces extrañas que se movían. Decidí no darle importancia. Podía que hubiese caminos de tierra y no fuesen más que luces de autos o tractores. Cuando sonó la alarma del reloj, sentí como si no hubiese dormido nada. Me levanté sin pensarlo demasiado. Hacía frío. Me abrigué. Busqué el rosario y salí. Era de noche. Parecía que nadie estaba levantado. La iglesia permanecía en penumbras. Cuando entré, vi siluetas blancas. 
Me costó darme cuenta de que se trataba de las túnicas de algunos de los monjes, que estaban rezando de rodillas. 
Las luces se encendieron y fuertes campanadas anunciaron el comienzo de una nueva jornada. No tenía la menor idea de qué era lo que harían. Me dieron unas hojas y empezaron a cantar, acompañados por un órgano de fondo. 
Sus voces me estremecieron. Valió la pena madrugar. El paso del tiempo hace que ya no tenga muy en claro los horarios. Pero si mal no recuerdo, a eso de las cinco o seis de la mañana, iba a una sala pequeña, dentro de la misma iglesia, a rezar el rosario con un monje anciano que medía cerca de dos metros. Luego había misa.
Posteriormente, a las diez de la mañana y luego a las catorce, a las dieciocho y a las diecinueve y treinta horas, se realizaban oraciones y cánticos, que tenían diferentes nombres, tales como tercia, sexta, nona y completas. Nunca había pasado tanto tiempo dentro de una iglesia. Me gustaba lo que me tocaba vivir. Lo disfrutaba. Seguir al pie de la letra el ritual de los trapenses me permitió darme cuenta de cuánto respeto y devoción tenían por el Espíritu Santo, figura de la Trinidad a la que nunca había prestado demasiada atención. Su sola mención les llevaba a inclinarse de manera reverencial. Envuelto por el fervor religioso que infundían los monjes, pedí en mis oraciones que el Espíritu Santo me ayudara a discernir con claridad. Rogué, también, que si todo lo que había vivido hasta ese momento conspiraba contra mi crecimiento espiritual, apartase esa realidad de mi vida para siempre. Nunca me gustó demasiado rezar. Prefería, de tanto en tanto, entrar a las iglesias cuando estaban vacías y charlar, a mi modo, con Dios. Pero estaba atravesando un momento crítico y notaba que el rezo me permitía serenarme. 
Esa noche nuevamente vi las luces en dirección a las sierras y le pedí a uno de los chicos que me acompañara al parque a mirar. No vimos nada. Cada día que pasaba quería hablar con el monje que estaba asignado a nuestra área, para contarle lo que me sucedía. Pero siempre estaba ocupado. Reconozco que me renegué bastante. Sentí que sería imposible lograrlo. Cuando por fin pude que me atendiese, no sentí que fuera la persona indicada para tocar el tema, así que sólo me confesé. Me vino bien. Llevaba más de quince años sin hacerlo, porque me costaba entender por qué tenía que decirle a un hombre lo que Dios ya sabía. 
Pasaron los cuatro primeros días de la canalización sin que sucediera nada extraño. Se fueron todos los visitantes. Debería haberme ido, porque a los laicos sólo se les permitía estar cuatro días, pero como tenía un permiso especial me quedé. Esa noche llegó al monasterio un monje, portando una túnica marrón. Le asignaron la habitación que daba frente a la mía. Me pareció un hombre muy serio, de poco hablar. No me preocupó demasiado. De todos modos, a esa altura no tenía intención alguna de conocer a nadie más. Estaba desilusionado.
El lugar me agradaba, pero no había pasado nada que pudiese suponer que se relacionara con la canalización. A la mañana siguiente, decidí salir a caminar. Antes de hacerlo, pasé por la cocina a tomar agua y me encontré con el monje de la túnica marrón. Sin proponérmelo, nos pusimos a hablar. Me contó que no venía a cambiarse de orden, sino que era un monje carmelita, que sólo fue a hacer un retiro espiritual. Mi corazón casi estalló cuando expresó: “Además soy licenciado en Física”. No lo pude creer. Físico y religioso. Por fin la canalización cobraba sentido. Era el hombre ideal para sacarme de la gigantesca confusión en que estaba sumido. Me habló sobre cómo las distintas disciplinas se estaban juntando para dejar de lado sus compartimentos estancos y trabajar de manera sincronizada, potenciando sus saberes para ayudar al hombre a evolucionar. La temática de la conversación llevó a que le mostrara el proyecto del parque temático. Había llevado la carpeta basándome en la intuición, aunque recuerdo que antes de guardarla en la valija pensé que no había motivo alguno para llevarla. Una vez más, había dado en la tecla al dejarme guiar por mi voz interior. El monje escuchó la propuesta y la calificó como muy razonable y necesaria para la apertura de conciencia. Intuí, entonces, que era el momento justo para sincerarme. Aparté el trabajo y le dije: “En realidad no te quería hablar sobre el proyecto, me están pasando una serie de cosas que tal vez sólo una persona como vos, con una formación físico–religiosa, pueda aclararme”.
Fiel a mi estilo cuando estoy nervioso, le dije todo de un saque. 
Le conté lo de las canalizaciones, lo de la Virgen, los seres de otras dimensiones, etc. Escuchó atentamente. De tanto en tanto se acomodaba los anteojos. Cuando terminé de largar todo lo que me asfixiaba, me dijo con voz serena y pausada, mientras elegía sus palabras con cautela: “Te voy a responder de manera separada”. “Si bien lo que me contás es una realidad con la que no he tenido contacto, desde el punto de vista de la física cuántica no es descabellado suponer que algo así pueda existir, porque hay millones y millones de galaxias como la nuestra, y puede haber otras formas de vida. Además –agregó– hoy la ciencia reconoce como válidas teorías tales como la de las Súper Cuerdas, en donde hay dimensiones que parecerían ilógicas a nuestros sentidos”. “Por otro lado –añadió–, si vos me decís que esos seres reconocen que están más evolucionados que nosotros, pero que en su esquema de jerarquía la Virgen María y Jesús son seres superiores a ellos, no habría grandes conflictos”. 
El monje continuó dándome explicaciones que no hacían más que dejar las cosas como estaban. La única recomendación que me hizo fue: “Tené cuidado con la mujer que canaliza, uno nunca sabe con quién se mete”. Ese día hablamos mucho. Incluso en la cena. Le pedí disculpas por mi abuso de confianza. Prometí que no lo molestaría más y me fui a la habitación.
Luces que provocan miedo Era de noche.
Cerré la puerta de mi pieza y fui derecho hacia la ventana. 
Como las luces que había visto las noches anteriores me inquietaban, no aguanté más y tomé el toro por las astas. 
“Si lo que ustedes querían eran que yo viniese al monasterio para hablar con el monje, que se encienda una luz allá”, indiqué con vehemencia, señalando el horizonte. Grande fue mi sorpresa e indescriptible mi susto, cuando en la dirección que señalé se encendió una luz roja, en forma de bola de fuego, que en cuestión de segundos desapareció. “No, no, no –balbuceé– esa no es una señal. Fue sólo casualidad. A ver… que se encienda una luz allá”, dije de nuevo, e indiqué un punto más cercano que el anterior. 
En el sitio exacto en donde apunté con el dedo, nuevamente se encendió la misma luz. Traté de serenarme. Sentí que si no lo hacía me volvería loco. Me alejé de la ventana. Abrí la valija y saqué mi reproductor de mp3. Tenía música de relajación. 
Me recosté con los brazos sobre la nunca, mirando el techo. Mientras respiraba profundo repetía: “Esto no es más que una creación de mi mente, tranquilo”. No terminé de decir la frase, cuando en la pared que daba junto a mi cama se encendió un potente círculo de luz, de un metro de diámetro. Fue como si alguien estuviese parado en la ventana y encendiera y apagara un reflector. Sentí pánico. “Si son ustedes, háganlo de nuevo”, dije, como desacreditando lo sucedido. Vi otra vez, sobre la pared, la misma explosión de luz. Salté de la cama. Encendí el velador. Y me vestí de un saque. El miedo hizo que me aferrara a los dos rosarios que había comprando en el monasterio para regalar. Con cautela, miré hacia afuera. No se veía nada extraño. Tampoco había nadie. Sólo oscuridad. Los días anteriores había comprobado que no había caminos que pasaran por ahí. Fue la primera vez que tuve tanto miedo. A las dos de la mañana, me caía de sueño. Faltaba una hora y media para ir a rezar. Me senté en la cama y quedé dormido. El sonido del despertador me volvió a la realidad. Seguía estando completamente de noche. Decidí que el temor no me doblegaría. Me cubrí con la bufanda y fui a la iglesia. Los treinta metros que tenía que recorrer hasta llegar a la iglesia se me hicieron eternos. Caminé rápido, mirando hacia abajo. Al llegar al templo, suspiré aliviado. Cuando la ceremonia terminó y salí, vi que en el último banco estaba sentado el monje carmelita. Eso indicaba que en la casa de huéspedes no había nadie, porque estábamos sólo nosotros dos. Así que, aunque el frío me cortaba la cara, me quedé parado en la puerta de la iglesia. Minutos después, el monje pasó a mi lado sin decir palabra alguna y se dirigió a donde nos hospedábamos.
Recién entonces decidí volver a mi habitación, pero como tenía muchísimo frío primero fui a prepararme un té. “¿Estabas tomando fresco?”, me preguntó sonriendo el monje, que también fue a la cocina pero en busca de mate. “Mirá, soy demasiado grande para decir mentiras”, le dije con absoluta franqueza. 
Le expliqué lo que me pasó. Cuando finalicé, le prometí, por última vez, que no lo molestaría más. 
El día transcurrió apaciblemente hasta la tarde, momento en que tomé conciencia de que ése era el día número siete de la canalización. Número al que, según Aguila Blanca, debía prestarle atención. Me sentía intranquilo. Caminé y permanecí en silencio, debajo de los árboles, tratando de serenarme. 
La procesión iba por dentro. Ni bien terminé de cenar, fui hacia la habitación. Sentí que los latidos de mi corazón se aceleraban. 
La oscuridad reavivó el recuerdo de las vivencias de la noche anterior. Supe que algo tenía que hacer, de lo contrario nuevamente no podría dormir. Estaba harto de tanta tensión. Tenía que liberarla. Me paré frente a la ventana de mi pieza y mirando las sierras dije: “Basta de pavadas, quiero una prueba contundente. Que aparezca una luz allá, si realmente ustedes existen”. Casualidad o no, una luz que cambiaba de colores surgió en el lugar exacto en donde señalé.
“No, esa luz está muy lejos –recriminé–, quiero que avance hasta acá”. No estaba dispuesto a dar por cierto que existían extraterrestres por una luz que había aparecido tan lejos. 
No pude creer lo que sucedía. Contuve la respiración. La luz empezó a avanzar en dirección a mi posición. Atravesó los campos en una fracción de segundos. Se hizo gigante. Creí que se incrustaría en la pieza. Cerré los ojos y evité gritar, tapándome la boca. Sentí como si me hubiese parado en medio de una ruta oscura, en el momento exacto en que pasaba un camión. 
Abrí los ojos y la luz desapareció. Lo que no pudo desaparecer, por largos días, fue el temblor que recorría mi espalda cada vez que recordaba el hecho. La única persona que estaba en el hospedaje era el monje carmelita, y le había prometido que no lo volvería a molestar. No me quedó otra opción que buscar protección en el rezo y esperar que amaneciera. No tuve que hacer esfuerzo alguno para permanecer despierto.
Continuara......

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