jueves, 7 de enero de 2016

Libro Dharma “Filosofia De La Conducta” de Annie Besant,

LA EVOLUCIÓN-CAPITULO 3

Vamos a estudiar esta tarde la segunda parte del asunto tratado ayer. 
Recordareis que, para mayor facilidad lo considero dividido en tres partes: las Diferencias, la Evolución y el Pro­blema del Bien y del Mal. Ayer hemos estudiado las Diferencias y la razón por la cual hombres diferentes tienen Dharmas diferentes. 
Me permito recordaros la definición que hemos adop­tado del Dharma: el Dharma significa la natu­raleza interior caracterizada por el grado de evolución alcanzado, más la ley determinante del crecimiento en el período evolutivo que va a seguir. Os ruego que no perdáis de vista esta definición, porque, sin ella, no podríais aplicar el Dharma a lo que hemos de estudiar con el tercer título de nuestro asunto. 
Con el título de “la Evolución” estudiaremos; como el germen vital viene a ser, por la evolu­ción, la imagen perfecta de Dios. Recordemos que hemos visto que la única representación po­sible de Dios está en la totalidad de los numero­sos objetos que constituyen por sus detalles el universo y que el individuo no alcanzará la per­fección más que desempeñando de una manera completa su papel particular en el formidable conjunto. 
Antes de poder comprender la Evolución es necesario encontrar su origen y su razón: una vida que se inmerge en la materia antes de desenvolver toda clase de organismos compli­cados. 
Partimos del principio que todo viene de Dios y que todo está en Él. Nada en el Uni­verso puede ser excluido de Él. 
No hay vida que no sea Su vida, ni fuerza que no sea Su fuerza, ni energía que no sea Su energía, ni formas que no sean Sus formas; todo es el resultado de Sus pensamientos. 
Esta es nuestra base. Este es el principio de que debemos par­tir, osando aceptar todo lo que él implica, osan­do admitir todas sus consecuencias. 
“La semilla de todos los seres”, dice Shri Krishna, hablando como supremo Ishvara, he aquí lo que Yo soy, oh Arjuna y nada hay animado o inanimado que pueda existir pri­vado de Mi” (Bhagavad Gita, X, 39). No temamos tomar esta posición central. No vaci­lemos, con el pretexto de que las vidas en curso de evolución son imperfectas, en admitir alguna de las conclusiones a que pudiera conducirnos esta verdad. 
En otra sloka Él dice: “Yo soy el fraude del truhan. Yo soy también el esplendor de las cosas espléndidas” (X. 36).
¿Cual es el sentido de estas palabras que parecen tan ex­trañas? ¿Cómo explicar esta frase que parece casi profana? 
No solamente encontramos enun­ciado en este párrafo nuestro principio fun­damental, sino que vemos que Manú enseña exactamente la misma verdad: “De su propia Substancia Él hace nacer el universo”. La vida, emanando del Supremo, reviste velo tras velo de Maya, bajo los cuales debe desenvolver por la evolución todas las perfecciones latentes en ella.
Pero se nos dirá: ¿Esta vida que emana de Ishvara no contiene desde el principio en si misma, todas las cosas ya desenvueltas, toda potencia manifestada, toda posibilidad actual­mente realizada? La respuesta a esto, dada mu­chas veces en símbolos, en alegorías y en tér­minos precisos, es “No”. 
La vida contiene todo potencialmente, pero nada manifestado de an­temano. Contiene todo en germen, pero nada como organismo desenvuelto. La semilla es lo que está colocado en las olas inmensas de la materia. El germen solo es dado por la Vida del Mundo. Estos gérmenes venidos de la vida de Ishvara, desenvuelven paso a paso, fase tras fase, sobre cada escalón sucesivamente, todas las potencias presentes en el Padre generador, nombre que se da Ishvara en el Gita, Él lo declara: “Mi matriz es Mahat – Brahma; en ella coloco yo el germen, tal es el origen de todos los seres. ¡Oh Bhárata! Cualquiera que sea la matriz donde se formen los mortales, ¡Oh, Kaunteya!. Mahat Brahmá es su matriz y yo soy su Padre generador” (XIV, 3-4). De esta semilla, de este germen conteniendo todas las cosas en el estado de posibilidad, pero nada todavía manifestado, debe evolucionar una vida, elevándose de nivel en nivel, de más en más alto, hasta que se forme un centro conciente capaz de alcanzar, aumentándose, la misma con­ciencia de Ishvara, pero quedando siempre como un centro susceptible de llegar a ser un nuevo Logos o Ishvara, con objeto de producir un nuevo universo. 






Consideremos en detalle este universo con­junto. 
Nuestro punto de partida es la vida que se mezcla a la materia. Estos gérmenes de vida, estas miríadas de simientes, o, para emplear la expresión de los Upanishads, estas innume­rables chispas, emanan todas de la Llama única, que es el Supremo Bráhman. Es necesario que en estas simientes se despierten las cualidades. Estas cualidades son fuerzas, pero fuerzas ma­nifestadas a través de la materia. Una tras otra aparecen las fuerzas. Ellas constituyen la vida de Ishvara velada en Maya. 
El crecimiento en los primeros periodos es lento y oculto, como el grano está oculto en la tierra, cuando su­merge su raíz hacia abajo y envía hacia la su­perficie su tierno tallo para permitir la futura aparición del arbolillo. Germina silenciosa la se­milla divina y los comienzos remotos están ocul­tos en las tinieblas como las raíces bajo la tierra. Esta fuerza inherente a la vida, o más bien, estas fuerzas innumerables que manifiesta Ishvara para permitir la existencia del uni­verso, no aparecen en el germen todas al prin­cipio. No hay ningún signo de su inmenso porvenir, ningún presagio de lo que vendrá a ser más tarde. Relativamente a esta manifestación en la materia se ha dicha una palabra que da mucha luz sobre el asunto, sí llegamos a com­prender el sentido interno y sutil; Shri Krishna, hablando de Su Prakriti, o manifestación infe­rior, dice: 
“La tierra, el agua, el fuego, el aire, el éter, Manas, Buddhi y Ahankara, tales son los ocho elementos de Mi Prakriti. 
Esta es la inferior. Después define Su Prakriti superior diciendo: “Conoce Mi otra Prakriti, la superior, el elemento vital, Oh potente guerrero, que mantiene el universo” (VII, 4, 5). – Después algo más adelante, pero separado de las pala­bras anteriores por numerosas Slokas, tanto que frecuentemente el lazo que las une escapa al lector, se dicen otras frases: 
“Esta divina Maya, que es la Mía, formada por los Gunas, es difícil de percibir. Solo aquellos que vienen a Mi pueden penetrar esta Maya” (VII, 14.). 
Este Yoga-Maya es, en verdad, difícil de percibir. Muchos no llegan a descubrir Lo bajo de su envoltura de Maya, tan difícil es de pene­trar. “Aquellos que están desprovistos de Bud­dhi Me consideran, a Mi, el no manifestado, como manifestado, e ignoran Mi naturaleza Su­prema, imperecedera, muy excelente”. 
“No me descubren todos bajo el velo de Mi Yoga-Maya”. (VII, 24, 25).-EI declara enseguida que es Su vida no manifestada la que impregna el uni­verso. El elemento de vida, o Prakriti superior es no-manifestado y la Prakriti inferior es ma­nifestada. 
Dice entonces: Del no manifestado, salen, al nacimiento del día, la oleada de objetos manifestados. Cuando llega la noche, ellos se disuelven de nuevo en Lo que se llama el no manifestado. (VII, 18). Esto se repite in­definidamente. Más lejos nos dice: “También existe, en verdad, más allá del no manifestado, otro no-manifestado eterno. Cuando todos los seres son destruidos, él no es destruido”. (VII, 20) Hay una sutil distinción entre Ishvara y Su imagen que Él envía hacia fuera. La imagen es el reflejo del no-manifestado pero Él mismo es el no-manifestado superior, el eterno que jamás es destruido. 
Comprendido esto, llegamos a la elaboración de las facultades. Aquí comenzamos verdaderamente nuestra evolución. El flujo vital se ha mezclado a la materia con objeto de que la si­miente se encuentre colocada en un medio ma­terial, haciendo posible la evolución. Cuando llegamos al principio de la germinación es cuando comienza la dificultad. 
Es necesario, en efecto, remontarnos por el pensamiento, al tiem­po en que no existía en este yo embrionario ni razón, ni facultad imaginativa, ni memoria, ni juicio, ninguna, en fin, de las facultades men­tales condicionales que nosotros conocemos; al tiempo en que la vida manifestada era la que encontramos en el reino mineral, colocada en las más bajas condiciones de conciencia. Los mi­nerales dan pruebas de su conciencia por sus atracciones y repulsiones, por la cohesión de sus partículas, por sus afinidades y antipatías, pero no presentan nada de esta conciencia que se puede llamar el sentimiento del “yo” y del “no yo”. En cada una de estas formas primitivas del reino mineral comienza a desenvolverse la vida de Ishvara. 
No solamente existe aquí la evo­lución del germen de vida, sino que Él mismo, en toda Su fuerza y en toda Su potencia está aquí, presente en cada átomo de Su universo. Suya es la vida en movimiento que hace inevi­table la evolución, Suya la fuerza que dilata dulcemente las paredes de la materia con una inmensa paciencia y un amor vigilante, impi­diendo que se quiebren bajo tal tensión. Dios, que es Él mismo, el Padre de la vida, encierra en Si mismo esta vida, como una Madre, desarrollando la simiente a Su semejanza. 
Jamás demuestra impaciencia ni precipitación. 
Él quiere conceder sobre los siglos sin número todo el tiempo que puede necesitar el pequeño ger­men. El tiempo es nada para Ishvara porque Él es eterno y para Él todo ES. 
Lo que Él quiere es una manifestación perfecta, sin ninguna pre­cipitación en su trabajo. Más adelante veremos como se ejerce esta paciencia infinita. El hom­bre, destinado a ser la imagen de su Padre re­fleja en si mismo el Yo con el cual es uno y del cual emana. Es preciso que la vida se despierte. 
Pero ¿cómo? Los golpes, las vibraciones traerán a hacerse activa la esencia interior. La vida es excitada a la acción al contacto de las vibra­ciones exteriores. Estas miríadas de semillas de vida, todavía inconscientes, envueltas en la materia, son lanzadas unas contra otras por la naturaleza, por los innumerables medios de que ésta se sirve. Pero “la naturaleza” no es más que la vestimenta de Dios, Su manifestación más baja en el plano material. Las formas se entrechocan y quebrantan así las envolturas materiales exteriores que recubren la vida y esta responde al golpe por un estremecimiento. Poco importa la naturaleza del golpe. Lo que es preciso ante todo es que sea violento Toda experiencia es útil. Todo lo que toca la envoltura con bastante energía para despertar en esta vida un estremecimiento, basta para comenzar. Es preciso que la vida, desde adentro, empiece a estremecerse y esto será el despertar de una facultad naciente.


Al principio solo habrá un estremecimiento interior sin acción sobre la envoltura exterior. Pero, a medida que los golpes suceden a los golpes, que vibración tras vi­bración producen sus sacudidas cual temblores de tierra, la vida interior envía hacia fuera, a través de su propia envoltura, un estremeci­miento que es una respuesta que el golpe ha provocado. Así se ha alcanzado un grado más: la respuesta emitida por la vida oculta atra­vesando la envoltura. Estas experiencias se su­ceden en el reino mineral y en el reino vegetal. En este último, las respuestas a las vibraciones nacidas del contacto comienzan a mostrar que la vida posee una nueva facultad: La sensación. La vida comienza a probar lo que nosotros lla­mamos “impresiones”. 
Dicho de otra manera, ella responde de un modo diferente al placer y al sufrimiento. La esencia del placer es la ar­monía. Todo lo que procura placer es armónico. 
Todo lo que hace sufrir es una disonancia. Pen­sad en la música. Las notas armónicas, tocadas en un mismo acorde, dan al oído una sensación agradable, pero si herís las cuerdas sin ocuparos de las notas, produciréis una disonancia que hace sufrir al oído. Lo que es cierto en música es cierto en todo. 
La salud es armonía, la enfer­medad una disonancia; la fuerza, la belleza, son armonías, la debilidad, la fealdad, son disonan­cias. En todo, en la naturaleza, el placer significa la respuesta de un ser dotado de sensación a vibraciones armónicas y rítmicas y el sufri­miento significa la respuesta a vibraciones di­sonantes y no rítmicas. Las vibraciones armónicas abren un canal que se presta a la expan­sión de la vida y la corriente que viene de fuera constituye “el placer”. Las vibraciones no ar­mónicas cierran las avenidas impidiendo produ­cirse la corriente y este impedimento consti­tuye el sufrimiento [1].
La corriente de vida que viene de fuera hacia los objetos constituye lo que llamamos “el deseo”. Por consiguiente, el placer es la satisfacción del deseo. Esta di­ferencia comienza a hacerse notar en el reino vegetal. 
Sobreviene un golpe armónico. La vida responde a estas vibraciones armónicas, se di­lata y en esta dilatación siente “placer”. Sobre­viene  otro golpe, el cual es disonante. 
La vida le responde con una disonancia siendo recha­zada sobre si misma y en esta retención encuen­tra una causa de “sufrimiento”. Los golpes se suceden sin tregua ni reposo y solamente después de haberse repetido un infinito núme­ro de veces, despiertan en esta vida cautiva el sentimiento de la distinción entre el placer y el dolor. Establecer las distinciones es la única manera que tiene nuestra conciencia, por el momento al menos, para llegar a distinguir los objetos entre ellos. Tomemos un ejemplo muy familiar. Si colocáis una moneda en la palma de la mano y apretáis los dedos sobre ella, la sentís; pero a medida que la presión se prolonga, sin nada que la modifique, el sentimiento del contacto desaparece de la mano y no sabéis de­cir si vuestra mano está o no vacía. Removed un dedo y sentiréis la moneda y dejad la mano inmóvil y la sensación desaparece. 
La concien­cia no puede, pues, conocer los objetos más que por las diferencias y cuando estas desaparecen, la conciencia cesa de responder. Llegamos a la facultad siguiente manifestada en la evolución de la vida en el reino animal. 
La sensibilidad al placer y al dolor es grande en este caso y aparece en germen la facultad de establecer relaciones entre los objetos y las sensaciones; nosotros la llamamos “la percep­ción” ¿Qué significa esta palabra? Significa; que la vida llega a poder establecer un lazo entre el objeto que la impresiona y la sensación por la cual ella responde a este objeto.
Cuando esta vida naciente al contacto de un objeto exterior, reconoce en él algo que produce placer o dolor, decimos nosotros que este objeto es percibido y que la facultad de percibir o establecer lazos entre los mundos exterior e interior está evolu­cionada. 
Cuando este progreso es realizado, la facultad mental comienza a germinar y a cre­cer en el organismo. La encontramos entre los animales superiores. 
Tomemos el salvaje, el cual nos permitirá pasar más rápidamente sobre estos primero períodos. En él encontramos el sentimiento del “yo” y del “no-yo” surgiendo lentamente y marchando a la par. El “no-yo” le toca y el “yo” lo siente; el “no-yo” le es agradable y el “yo” lo sabe; el “no-yo” le hace sufrir y el “yo” experimenta dolor. Entonces queda esta­blecida una distinción entre el sentimiento que se mira como el “yo” y todas las causas que se consideran como el “no-yo”. Aquí nace la inte­ligencia, y la raíz de la propia conciencia comienza a desenvolverse. Dicho en otra forma, se crea un centro hacia el cual todo converge desde fuera y desde el cual todo diverge hacia el exterior. He dicho que las vibraciones se repetían. 
Esta repetición produce ahora resultados más rápidos. Conduce a percibir los objetos agra­dables y por ello, permite alcanzar el grado siguiente: la esperanza del placer antes de que el contacto tenga lugar. Se reconoce en el objeto lo que ya ha dado placer y se espera la repeti­ción del mismo. 
Esta esperanza es el primer signo de la memoria y el comienzo de la ima­ginación. El intelecto y el deseo se entrelazan y la esperanza, conduce a una nueva cualidad mental a manifestarse en germen. Cuando exis­ten el reconocimiento del objeto y la esperanza del placer que debe acompañar la vuelta de este objeto, el progreso siguiente es formar y animar una imagen mental el objeto, su recuer­do; de aquí nace una oleada de deseo, del deseo de tener este objeto, una aspiración hacia él y finalmente, la búsqueda de tal objeto que pro­cura impresiones agradables. De este modo mul­tiplica el hombre en sí los deseos activos. 
Él desea el placer e impulsado por el intelecto, se dedica a su búsqueda. Durante largo tiempo el había permanecido en el período animal, du­rante el cual jamás buscaba un objeto sin una sensación interna precisa inspirándole una ne­cesidad que solamente el mundo exterior podía satisfacer. Volvamos, solo por un instante, al animal. 
¿Qué es lo que le impulsa a la acción? El deseo imperioso de librarse de una sensa­ción desagradable. Siente hambre, desea ali­mento y se dedica a buscarlo. Siente sed, desea apaciguarla y va en busca de agua. Siempre busca el objeto que puede satisfacer su deseo y una vez satisfecho, permanecerá en reposo. En el animal no hay movimiento espontáneo; la impulsión debe venir de fuera. El hambre, cier­tamente, es sentida por el cuerpo interiormente, pero esto es exterior con relación al centro de la conciencia. 
El grado de evolución de la con­ciencia puede establecerse por la relación exis­tente entre las influencias determinantes exte­riores y los móviles espontáneos. La conciencia inferior es impulsada a la acción por influen­cias exteriores a ella misma. 
La conciencia su­perior es impulsada a la acción por móviles que provienen de adentro. Así, estudiando al salvaje, vemos que la sa­tisfacción del deseo es la ley de su progreso. ¡Cuán extraño parecerá esto a muchos de vo­sotros! Manú ha dicho: “Tratar de librarse de los deseos satisfaciéndolos, es pretender extin­guir el fuego, con manteca derretida. Es preciso humillar y dominar el deseo. Es preciso sofocar en absoluto el deseo”.
Esto es muy realmente verdadero, pero solamente cuando el hombre alcanza un cierto grado de evolución. En las primeras fases la satisfacción de los deseos es la ley de la evolución. 
Si el hombre no satisface sus deseos, no hay para él progreso posible. Necesario es comprender que, en este período, no existe nada que pueda llamarse moralidad. No hay distinción entre el bien y el mal. Todo deseo debe ser satisfecho.
Cuando este centro consciente que acaba de nacer trata de satisfa­cer sus deseos, entonces solamente, puede desen­volverse. Durante esta fase primitiva, el Dharma del salvaje, o del animal superior le es im­puesto. No hay elección. Su naturaleza interior, que distingue el desenvolvimiento del deseo, pide ser satisfecha. La satisfacción de este de­seo es la ley de su progreso.
El Dharma del salvaje es pues el satisfacer todos sus deseos y no encontraréis en él el más débil sentimiento del bien y del mal, ni la más vaga noción de que la satisfacción de los deseos pueda estar prohibida por una ley superior. Sin la satisfacción de los deseos no hay de­senvolvimiento posible y éste debe preceder al despertar de la razón y del juicio y a la ad­quisición de las facultades más altas de la me­moria y de la imaginación. 
Todo esto debe te­ner nacimiento en la satisfacción del deseo.
La experiencia es la ley de la vida y del progreso. Sin acumular experiencias de todas clases, el hombre no puede saber que vive en un mun­do sometido a la Ley. Esta tiene dos maneras de hablar al hombre: el placer, cuando ella es ob­servada; el dolor cuando es violada. Si en esta fase poco avanzada los hombres no efectuasen toda clase de experiencias, ¿cómo conocerían la existencia de la Ley? ¿Cómo llegarían a establecer una distinción entre el bien y el mal sin haber tenido la experiencia del bien y del mal? Solo los opuestos hacen posible la existencia de un universo. Estos opuestos se presentan a la conciencia en un momento dado bajo la forma de bien y mal. 
No podréis reconocer la luz sin la oscuridad, el movimiento sin el reposo, el placer sin el dolor. Igualmente, no podéis conocer el bien que es la armonía con la Ley, sin conocer el mal que es el desacuerdo con la Ley. El bien y el mal son opuestos que carac­terizan un período más avanzado de la evolu­ción humana y el hombre no puede llegar a apreciar lo que les distingue sin haber pasado por las experiencias de uno y otro y ahora se produce un cambio. El hombre ha llegado a un cierto grado de discernimiento. Abandonado a sí mismo de un modo absoluto, el llegará con el tiempo, a reconocer que ciertas cosas le son favorables, le fortifican, exaltan su vida mientras que otras le debilitan, dismi­nuyen su vida. La experiencia le enseñará todo esto. Con ella por solo maestro, llegará a dis­tinguir el bien del mal, identificará el senti­miento agradable, que exalta la vida, con el bien y el sentimiento doloroso, que la dismi­nuye, con el mal y así llegará a concluir que toda felicidad y todo progreso tienen su origen en la obediencia a la Ley. 
Pero esta inteligencia naciente necesita mucho tiempo para comparar entre si las experiencias agradables y dolorosas y estas experiencias, difíciles de comprender en cuanto que lo que primero ha dado placer, llega, por el exceso, a causar dolor y de aquí deducir el principio de la Ley. Mucho tiempo ha de pa­sar para que ella pueda reunir innumerables experiencias y deducir de ellas la idea de que esto es bueno y aquello es malo. Pero a esta deducción no llega por sus  solos medios. 
De mundos pasados vienen ciertas Inteligencias de una evolución más alta que la suya, Maestros que vienen a ayudar su desarrollo, a llevar de la mano su crecimiento, a enseñarle la exis­tencia de una ley que impone las condiciones de su evolución y que aumentará su bienestar, su inteligencia y su fuerza. En realidad la Revelación que proviene de la boca de un Maestro apresura la evolución, en lugar de quedar en­tregada a las lentas enseñanzas de la experiencia y el hombre encuentra en las palabras de un superior y en su expresión de la ley una ayuda a su desenvolvimiento. 
El Maestro dice a esta inteligencia naciente: “Si matas a este hombre, cometerás una acción que yo prohíbo por autoridad divina; esta ac­ción es mala y te hará desgraciado”. El Maestro dice: “Es bueno socorrer a los que mueren de hambre; este hambriento es tu hermano, alimén­talo, no lo dejes morir de hambre, comparte con él lo que tú posees; esta acción es buena y si tú obedeces a esta ley, te encontrarás bien”. 
Las recompensas se ofrecen para atraer la inte­ligencia naciente hacia el bien y los castigos y amenazas para separarlos del mal. La prospe­ridad terrestre está asociada a la obediencia de la Ley y el infortunio terrestre a su trasgre­sión. Esta declaración de la ley, de que la des­gracia es la consecuencia de lo que la ley pro­híbe y la dicha es la consecuencia de lo que la ley ordena, estimula a la inteligencia naciente. Ella desobedece a la ley y al venir el castigo, sufre y después se dice: “El Maestro me había advertido”. 
El recuerdo de una orden confir­mada por la experiencia hace sobre la concien­cia una impresión mucho más fuerte y más rá­pida que la experiencia sola sin la revelación de la ley.
Esta declaración de lo que los sabios califican de principios fundamentales de la mo­ralidad a saber, que ciertos géneros de ac­ción retardan la evolución y otros la aceleran­, es para la inteligencia, un inmenso estimulante. ¿Rehúsa el hombre obedecer la ley? 
Queda entonces entregado a las duras lecciones de la experiencia, El dice: “Yo quiero este objeto, por más que la ley lo prohíba” y queda enton­ces entregado a las severas enseñanzas del do­lor y el látigo del sufrimiento le enseña la lec­ción que no ha querido aprender de los labios del Amor. ¡Cuán frecuente es esto en nuestros días! ¡Cuántas veces un joven razonador e infatuado rehúsa escuchar la ley, rehúsa escuchar la experiencia y no tiene en cuenta las enseñanzas del pasado! El deseo supera en él a la inteli­gencia. Su padre tiene el corazón destrozado. “Mi hijo, dice, está sumido en el vicio; mi hijo se deja arrastrar al mal. Yo le he enseñado a obrar bien y he aquí que se ha vuelto un em­bustero. Tengo el corazón destrozado por su conducta”. Pero Ishvara, Padre más tierno que ningún padre terrestre, permanece paciente. Porque él está en el hijo lo mismo que en el pa­dre. Está en él y le instruye de la única ma­nera que esta alma consiente en aceptar. El joven no ha querido escuchar la autoridad ni el ejemplo. Es necesario a toda costa que el mal principio que retarda su evolución sea arran­cado de él. Si rehúsa instruirse por la dulzura, que se instruya por el dolor, que se instruya por la experiencia. 
Que se sumerja en el vicio para experimentar enseguida el amargo dolor que sobreviene por haber pisoteado la ley. 
No hay prisa. Si la lección es penosa de aprender, al menos la aprenderá seguramente. Dios está en él y por tanto le deja marchar a su gusto. ¡Qué digo! Hasta le facilita el camino. 
A la demanda del joven, Dios responde: Hijo mío, si rehúsas escuchar, haz lo que deseas y se instruido por tu dolor abrasador y la amargura de tu degradación. Yo estoy junto a ti, te vigilo a ti y a tus acciones, porque Yo cumplo la ley y soy el Padre de tu vida. Tú aprenderás a desear en el fango y la degradación, lección que no has querido recibir de la sabiduría y del amor”. He aquí porque Él dice en el Gita: “Yo soy el fraude del truhan”. Porque siempre pa­ciente, Él trabaja por el fin glorioso y nos hace emprender caminos dolorosos cuando no que­remos seguir los caminos llanos. Nosotros, inca­paces de comprender esta compasión infinita, interpretamos mal sus intenciones: pero Él pro­sigue su obra con la paciencia de la eternidad, para llegar a que el deseo sea completamente extirpado y que su hijo pueda ser perfecto como su Padre que está en los Cielos es perfecto. Abordemos el periodo siguiente. Hay en él ciertas grandes leyes de desenvolvimiento que son generales. Hemos aprendido a atribuir a ciertas cosas el carácter de bien y a otras el de mal. Cada nación se forma una idea especial de la moralidad. Muy pocos saben como esta idea se ha formado y cuales son sus puntos dé­biles. 
Para lo corriente de la vida ella es su­ficiente. La experiencia de la raza guiada por la ley, le ha enseñado que ciertas acciones re­tardan la evolución mientras que otras la aceleran. La gran ley de la evolución metódica subsecuente a las fases iniciales es la que go­bierna los cuatro pasos sucesivos del desenvol­vimiento siguiente del hombre y se afirma cuan­do este ha alcanzado un punto determinado, cuando su enseñanza preliminar ha concluido. Esta ley existe en todas las naciones cuya evolución ha alcanzado cierto nivel, pero ha sido proclamada por la India antigua como la ley definida de la vida evolucionante, como la pro­gresión que sigue el alma en su crecimiento, como el principio subyacente que permite com­prender el Dharma y conformarse a él. El Dharma, recordadlo, comprende dos elementos: la naturaleza interior en el punto a que ha llegado y la ley que determina su desenvolvi­miento en el período que se va a abrir ante ella. El Dharma debe ser proclamado por cada uno. El primer Dharma es el del servicio. Cualquiera que sea el país en que las almas sean nacidas, desde el momento en que han dejado tras ellas los períodos preliminares, su naturaleza interior exige que sean sometidas a la disciplina del servicio y que adquieran, sirviendo, las cualidades necesarias para su crecimiento en el pe­riodo que comienza. La facultad de actuar con independencia queda ahora muy restringida. 
En este período relativamente poco avanzado, hay más tendencia a ceder a las impulsiones exteriores que a manifestar un juicio formado tomando un partido determinado emanado del interior. En ésta clase vemos a todos aquellos que se relacionan al tipo del sirviente. Recor­dad las sabias palabras de Bhishma: Si los ca­racteres distintos del Brahman se encuentran en un Shudra y faltan en un Brahman, entonces el Brahman no es Brahman y el Shudra no es Shudra. En otras palabras, los rasgos distintos de la naturaleza interior determinan el grado de desenvolvimiento de esta alma y le imprimen el sello de una de las grandes divisiones na­turales. Cuando la facultad de iniciación es débil, la razón pobre y poco desenvuelta, el Yo inconsciente de sus altos destinos e influen­ciado sobre todo por los deseos, cuando él to­davía tiene que desarrollarse satisfaciendo la mayor parte si no la totalidad de sus deseos, entonces el Dharma de este hombre es servir y solamente por el cumplimiento de este Dhar­ma puede conformarse a la ley evolutiva que lo llevará a la perfección. Un hombre tal es un Shudra, cualquiera que sea el nombre que se le de en los diferentes países. 
En la India anti­gua, las almas que presentaban los caracteres distintivos de este tipo nacían en las clases que convenían a sus necesidades, porque los Devas guiaban sus nacimientos. 
En nuestros días reina la confusión. ¿Cual es en este periodo la ley de crecimiento? La obediencia, la devoción, la fidelidad.
La obediencia, porque el juicio no está desarrollado. El hombre que tiene por Dharma el servicio, debe obedecer ciegamente a quien sirve. No le corresponde discutir las órdenes de su superior, ni examinar si las acciones que de él se exigen son sabias. Ha recibido una orden y su Drama es obedecer. 
Tal es para él la única manera de instruirse. Se vacila en admitir esta doctrina, pero es verdadera. 
Voy a presentar un ejemplo que parecerá claro, el de un ejército y un sim­ple soldado a las órdenes de su capitán. 
Si cada soldado sometiese a su juicio personal las órdenes del general y dijera: “Esto no está bien, porque, a mi modo de ver, hay otro lugar donde yo seria más útil”, ¿qué vendría a ser el ejér­cito? El soldado es fusilado cuando desobedece, porque su deber es la obediencia. ¿Vuestro jui­cio es débil? 
Estáis dominado por las influencias exteriores? ¿No podéis ser dichosos más que rodeados de ruido, de tumulto? Entonces vues­tro Dharma es servir, cualquiera que sea el lu­gar de vuestro nacimiento y seréis afortunados si vuestro Karma os coloca en una posición en que la disciplina pueda formaros. 
El hombre aprende, pues, a prepararse para el grado siguiente. El deber de todos aquellos cuya posición les confiere autoridad es recordar que el Dharma de un Shudra queda cumplido cuando él es obediente y fiel a su señor y no esperar que un hombre llegado a este grado de evolución manifieste virtudes más altas. Pedirle serenidad en los sufrimientos, pureza de pensamiento y el poder de soportar las priva­ciones sin murmurar, sería exigirle demasiado. Si en nosotros mismo estas cualidades están con frecuencia ausentes, ¿cómo esperar encontrar­las en lo que llamamos clases inferiores? 
El de­ber del superior es manifestar virtudes superio­res; pero de ningún modo tiene derecho de exigirlas a sus inferiores. Si el servidor da prue­bas de fidelidad y obediencia, su Dharma está perfectamente cumplido y sus otras faltas de­berán ser no castigadas, sino indicadas con dul­zura por el superior, porque haciéndolo así ins­truye a esta alma más joven. Un alma-niño de­berá ser guiada con dulzura por el sendero. 
Su desarrollo no debe ser detenido por nuestras durezas, como sucede generalmente. El alma, habiendo aprendido esta lección en muchos nacimientos, se ha conformado a la ley de su crecimiento y fiel a su Dharma, se va aproximando al período siguiente, durante el cual debe aprender a ejercer por primera vez el poder para la adquisición de la riqueza. El Dharma de esta alma es ya desenvolver todas las cualidades maduras ahora para el desenvol­vimiento y que florecerán llevando el género de vida exigido por la naturaleza interior, es decir, adoptando una de las ocupaciones reque­ridas en el período siguiente, en el que adquirir riquezas es un mérito. Porque el Dharma de un Vaishya, en todos los países del mundo, es desenvolver en sí mis­mo ciertas facultades definidas. 
El espíritu de justicia, la equidad en sus relaciones con otro, la facultad de no dejarse desviar de su objeto por simples razones de sentimiento, el desen­volvimiento de cualidades como la astucia y la perspicacia, sabiendo mantener en equilibrio la balanza entre los deberes contradictorios, el há­bito de pagar lealmente en los asuntos legales, un espíritu penetrante, la frugalidad, la ausen­cia de despilfarro y de prodigalidad, la regla de exigir a cada servidor el servicio que debe prestar y pagarle su salario justo, pero nada de más; tales son los rasgos más salientes que preparan para un desarrollo más avanzado. Es un mérito en el Vaishya el ser frugal, el rehusar pagar más de lo que debe, el exigir en las tran­sacciones la rectitud y la exactitud. Todo esto hace nacer las cualidades necesarias que contribuirán a la perfección futura. 
Al principio estas cualidades son a veces poco simpáticas, pero consideradas desde un punto de vista más elevado, se ve que constituyen el Dharma de este hombre y si este Dharma no se cumple, los puntos débiles subsistirán en su carácter, se manifestarán más tarde y perjudicarán su evo­lución. 
La liberalidad es seguramente la ley de su desenvolvimiento ulterior, pero no la libe­ralidad del hombre negligente o que paga más de lo que debe. El debe acumular riquezas por la práctica de la frugalidad y de la exactitud y después emplearlas en nobles adquisiciones, o en pensiones a los sabios, o bien consagrarlas a empresas serias y cuidadosamente estudiadas que tengan por objeto el bien público. Acumu­lar con energía y gastar con cuidado, discerni­miento y liberalidad, tal es el Dharma de un Vaishya, la manera como se manifiesta su na­turaleza y la ley de su crecimiento ulterior.
Esto nos lleva al grado siguiente, el de los reyes y guerreros, de las batallas y las luchas, en que la naturaleza interior es combativa, agre­siva, batalladora, sabiendo mantenerse en su puesto y pronta a defender a cada uno en el ejercicio de sus derechos. El valor, la intrepidez, la generosidad magnífica, el sacrificio de la vida en la defensa de los débiles y el cumplimiento de los deberes personales tal es el Dharma del Kshatriya. Su deber es proteger lo que le está confiado contra toda agresión exterior. Esto puede costarle la vida, pero poco importa. Debe cumplir con su deber. Su trabajo es proteger, guardar. Su fuerza debe servir de barrera en­tre el débil y el opresor, entre el ser indefenso y los que quieren pisotearlo. Tiene razón en hacer la guerra y en luchar en las selvas con las bestias feroces. No comprendiendo lo que es la evolución, ni lo que es la ley del creci­miento, vosotros os espantáis de los horrores de la guerra. Pero los grandes Rishis, que lo han querido así, saben que un alma débil jamás puede alcanzar la perfección. No podéis adqui­rir la fuerza sin el valor.
Ni la firmeza ni el valor pueden adquirirse sin afrontar el peligro, sin estar dispuesto a renunciar a la vida cuando el deber exige tal sacrificio. Sentimental e impresionable, el pseudo moralista retrocede ante esta doctrina, pero olvida que en todas las na­ciones hay almas que tienen necesidad de esta escuela y cuya evolución interior depende de la, manera de que se aprovechen de ella. De nuevo apelo a Bhishma, encarnación del Dharma y recuerdo sus palabras: 
“Es el deber del Kshatriya inmolar a sus enemigos a millares, si su deber de protector se lo impone”. La gue­rra es terrible, los combates son espantosos, hacen estremecer de horror nuestros corazones y las torturas de los cuerpos mutilados y desgarrados nos hacen temblar. Esto proviene en gran parte de que la ilusión de la forma nos domina completamente. El cuerpo está desti­nado solamente a ayudar la evolución de la vida interior. ¿Esta ha aprendido todo lo que el cuerpo podía darle? Pues que este cuerpo desaparezca y que el alma quede libre para volver a tomar otro cuerpo nuevo que le per­mita manifestar más altas facultades. Nosotros no sabríamos percibir la Maya del Señor. Nues­tros cuerpos, que vemos aquí, pueden perecer periódicamente, pero cada muerte es una re­surrección a una vida superior. El cuerpo en sí no es más que una vestidura en que el alma se envuelve. ¿Qué sabio desearía que su cuerpo fuera eterno? Nosotros damos a nuestros niños un pequeño vestido y se los cambiamos a me­dida que crecen. ¿Haríais un vestido de hierro para impedir su crecimiento? Así, este cuerpo es nuestro vestido. ¿Será de hierro para ser im­perecedero? 
¿El alma no tiene necesidad de un cuerpo nuevo para alcanzar un grado de desen­volvimiento más avanzado? Entonces, que el cuerpo desaparezca. Tal es la difícil lección que aprende el Kshatriya. El hace el abandono de su vida física y en este abandono, su alma ad­quiere el espíritu de renunciación; así aprende a sufrir, a tener confianza en sí, la consagra­ción a un ideal, la fidelidad a una causa y el Kshatriya da alegremente su cuerpo como pre­cio de esas virtudes y su alma inmortal se eleva triunfante para prepararse a una vida más her­mosa. 
Viene por fin el último período: el de la enseñanza. Aquí el Dharma es enseñar. El alma debe haber asimilado todas las experiencias in­feriores antes de poder enseñar. 
Si ella no hu­biese atravesado todos estos períodos anteriores y obtenido la sabiduría por la obediencia, el es­fuerzo y la lucha ¿cómo podría enseñar? El hombre ha llegado a este grado de evolución en que la expansión natural de su naturaleza interior le impulsa a instruir a sus hermanos más ignorantes. 
Estas cualidades no son artificiales. Son naturales e innatas y se manifiestan donde quiera que existan. Un Brahman no es un Brahman si, por su Dharma, no ha nacido ins­tructor.
¿Ha adquirido conocimiento y un na­cimiento favorable? 
Esto es para ser instructor. La ley de su desenvolvimiento es el conoci­miento, la piedad, el perdón de las ofensas, la simpatía por toda criatura. ¡Qué Dharma tan diferente! Pero ¿cómo el Brahman podría sen­tir simpatía por toda criatura si no hubiese aprendido a sacrificar su existencia a la voz del deber? 
Las mismas batallas han enseñado al Kshatriya a ser más tarde el amigo de toda cria­tura. ¿ Cuál es para el Brahman, la ley de su desarrollo? No debe perder jamás el imperio sobre sí mismo. Jamás debe ser arrastrado. Siempre debe dar prueba de dulzura. De otra manera, falta a su Dharma. Debe ser absoluta­mente puro. Jamás deberá llevar una vida in­digna. 
Debe desprenderse de los objetos terres­tres si ejercen alguna acción sobre él. ¿Es esto un ideal imposible? Yo no hago más que enun­ciar la ley que los Grandes Seres han enunciado antes. Mis palabras solo son un débil eco de las suyas. La ley nos ha dado este modelo. ¿Quién se atreverá a modificarlo? 



Si el mismo Shri Krishna ha proclamado este ideal, como el Dharma del Brahman, es que tal debe ser la ley de su desenvolvimiento: y el objeto de este es la liberación. 
La liberación le espera, pero so­lamente si él manifiesta las cualidades que debe haber adquirido y si se conforma al modelo sublime que es su Dharma. Solo con estas con­diciones tiene derecho al nombre de Brahman. El ideal es tan bello, que todos los hombres serios y reflexivos aspiran a él. 
Pero la sabi­duría interviene y dice: “Si, él te pertenecerá, pero es preciso ganarlo. Es preciso crecer y trabajar. Este ideal es verdaderamente para tí, pero no antes de que hayas pagado su precio”. Es importante comprender para nuestro propio crecimiento y para el de las naciones, que esta distinción entre los Dharmas depende del grado de evolución y de saber reconocer nuestro pro­pio Dharma en los trazos distintivos que encontramos en nuestra naturaleza. Si presenta­mos a un alma que no está preparada, un ideal tan elevado que no se sienta conmovida, impedimos su evolución. 
Si le presentáis a un hom­bre vulgar el ideal de un Brahman, le ofreceréis un ideal imposible de perseguir y por consi­guiente, no hará nada. Si dirigís a un hombre palabras que no están a su alcance, creerá que no tenéis razón, porque le impulsáis a hacer algo de que no es capaz. 
Vuestra locura le ha presentado móviles que no le atañen. 
Eran más sabios los maestros de antaño, que daban a los niños golosinas y después lecciones más avan­zadas. Nosotros, en nuestra habilidad, hacemos valer a los ojos del más abyecto pecador, mó­viles que corresponden a un gran santo y así, en lugar de ayudar su evolución, la retardamos. 
Colocad vuestro propio ideal tan alto como sea posible, pero no lo impongáis a vuestro her­mano, pues la ley de su crecimiento puede ser enteramente diferente de la vuestra. Aprended la tolerancia que ayuda a cada hombre a hacer, donde quiera que esté, lo que para él es bueno hacer y lo que su naturaleza le impulsa a realizar. Dejándolo en su sitio, ayudadlo. Apren­ded esta tolerancia, que no siente alejamiento por nadie, ni aún por los pecadores, que ve una divinidad trabajando en cada hombre y está cer­ca de el para ayudarle. En vez de permanecer apartado a causa de un pique espiritual y de predicar a este hombre una doctrina de renun­ciamiento que es superior a él, haced, para ins­truir su joven alma, que su egoísmo superior sir­va para destruir su egoísmo inferior. No digáis al hombre vulgar que si no es trabajador traiciona su ideal. Decidle más bien: He aquí vuestra mujer a quien amáis y se muere de hambre. Trabajad para mantenerla, al hacer, valer este móvil, seguramente egoísta, haréis más por el avance de este hombre, que disertando ante él sobre Brahman, lo no condicionado y lo inmani­festado. Aprended el significado del Dharrna y podréis ser útiles al mundo. Yo no quiero rebajar en una línea vuestro propio ideal. No sabrías, picar muy alto. El solo hecho de que podáis concebirlo os permitirá alcanzarlo, pero no por eso ha de ser el ideal de vuestro hermano menos desarrollado y más joven. Tomad por objetivo aquello que podáis imaginar de más sublime en el pensamiento y en el amor; pero al tomar este objetivo tened en cuenta los medios, lo mismo que el fin, vues­tras fuerzas y vuestras aspiraciones. Si éstas son elevadas, serán para vuestra próxima existencia los gérmenes de nuevas facultades. 
Man­teniendo siempre un ideal elevado, os aproxi­mais a él y lo que hoy deseáis con ardor, lo se­réis en lo porvenir. Pero es necesario tener la tolerancia del que sabe y la paciencia que es divina. Todo lo que está en su lugar está en buen lugar. 
A medida que la naturaleza supe­rior se desenvuelve, va siendo posible atraer cualidades tales como la abnegación, la pu­reza, la devoción absoluta y la voluntad fuer­temente dirigida hacia Dios.. Este es el ideal por realizar para los hombres más avanzados. Elevémonos gradualmente hacia ti, no sea que faltemos completamente a nuestro fin.
Continura.......

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