sábado, 16 de abril de 2016

LIBRO ARPAS ETERNAS (Josefa Rosalia Luque)





LOS ESENIOS
Capitulo 2 ( Tercer escrito)
Llevados ante la gran lámpara, el Servidor pronunciaba las palabras de la Consagración:
“Dios Todopoderoso, que habéis vitalizado con vuestra energía divina las manos de vuestros siervos para que trabajen en favor de sus Hermanos desvalidos y menesterosos, escuchad el voto sagrado que os hacen, de trabajar dos horas más cada día, para sustentar a los leprosos, paralíticos y huérfanos que crucen por su camino”.
Y los consagrados decían cada uno por separado: “Ante Dios-Creador de todo cuanto existe, hago voto solemne de aumentar en dos, mis horas de trabajo, para sustentar a los leprosos, paralíticos y huérfanos que crucen por mi camino”.
Entonces un esenio encendió el segundo cirio de la gran lámpara sagrada. Y el Servidor poniendo sus manos sobre la cabeza de cada uno, le decía: —
“Si tu vida es conforme a la Ley, las energías benéficas que han absorbido tus manos en este día, te servirán para aliviar los dolores físicos de nuestros Hermanos”.
Acto seguido los recién consagrados llegaban hasta el gran altar de los siete libros, y arrojando incienso a los pebeteros, hacían una evocación a sus grandes profetas y pronunciaban sus nombres, más con el alma que con los labios. Y ocurría siempre que alguno de los siete profetas, se aparecía en estado espiritual, más o menos visible y tangible, según fuera la fuerza de vibración que la evocación tuviera.
Y esta vez les apareció el dulce Samuel, que les aconsejó el desprendimiento y la generosidad para con todos sus semejantes impedidos por una cosa o por otra de procurarse el sustento. —
“Es el segundo grado de la Fraternidad Esenia –les dijo la voz sin ruido de la espiritual aparición–, y siete años pasaréis practicándolo si alguna circunstancia especial y favorable a vosotros, no impulsa a los Ancianos a abreviar el tiempo de vuestra prueba.
Y porque habéis realizado el esfuerzo de anunciar el Nacimiento del Verbo de Dios, la Divina Ley os permitirá seguirle de cerca en su vida y acompañarle hasta la muerte.
“Desde el mundo espiritual vuestros maestros esenios os bendicen en vuestros trabajos, en vuestras familias, en vuestros ganados, en vuestros campos, en el agua de vuestra fuente y en el fuego de vuestro hogar”.
Los tres habían caído de rodillas ante el gran altar de piedra, y su llorar emotivo y suavísimo había corrido hasta mojar las piedras del frío pavimento. Tan honda había sido su emoción que no acertaban a moverse, siendo necesario que el esenio portero les sacudiera de los hombros, al mismo tiempo que les presentaba los paños para vendarse los ojos.
Los otros Ancianos desaparecieron tras la pesada cortina blanca que cayó de nuevo, y los tres viajeros fueron nuevamente conducidos por el mismo camino a la sala aquella en que primeramente fueron recibidos.
Ya era muy entrada la noche.
La hoguera se encendió de nuevo y el esenio les arregló con pieles, hermosas camas sobre el estrado. Les dejó pan, frutas, queso y vino, y desapareció sin ruido alguno. El gran silencio les anunció que ya estaban solos, y quitándose las vendas, se abrazaron los tres como en una explosión de amor fraterno.
El lector puede imaginar los comentarios de los tres viajeros, que por mucho que la imaginación corra, quedará siempre atrás de la realidad. Era aquella, una época de exaltado sentimiento religioso en el pueblo de Israel, designado en esa hora para recibir la última encarnación del Avatar Divino sobre la Tierra.
Y la corriente de fe y de amor emanada de los templos esenios ocultos entre áridas montañas, mantenía a muchas almas en un alto grado de vibración homogénea a la que emanaban las Inteligencias Superiores, para que fuera posible la conjunción perfecta entre la sutilidad extrema del Verbo de Dios y la naturaleza física que le serviría de vehículo para su última manifestación.
Y los Esenios como los Dakthylos del tiempo de Antulio, y los Kobdas del tiempo de Abel, cumplieron admirablemente su cometido de precursores del Hijo de Dios.
Yohanán el Bautista; no fue sino el eco formidable de la gran voz de la Fraternidad Esenia que hablaba a la humanidad de la Palestina, como la más inmediata al nacimiento del Hombre Luz sobre ese rincón de la Tierra.
No es pues, de extrañar, que nuestros tres humildes personajes se manifestasen así poseídos de tan extraordinario fervor religioso, que les hacía capaces de grandes sacrificios y de inauditos esfuerzos. Los seres sensitivos y de una regular evolución, se identifican y compenetran tanto de las corrientes espirituales elevadas de determinadas épocas propicias, que dan a veces grandes vuelos, aunque más tarde se estacionen en el progreso alcanzado, cuando épocas de adversas corrientes pesan enormemente sobre ellos.
La historia del rey David, y de todos esos grandes arrepentidos que hicieron de sus vidas un holocausto de expiación y penitencia, cuando despierta su conciencia les acusó su pecado, son un ejemplo de la aseveración que hacemos, con el fin de que los lectores no se vean atormentados por dudas referentes a los adelantos progresivos de las almas.
Si el Cristo se vio sometido a tan formidables luchas con las pesadas corrientes que en momentos dados lo acosaban, no obstante la altura espiritual y moral en que se hallaba, no es de extrañar las caídas y las deficiencias de los que le venimos siguiendo a tan larga distancia. A mitad de la mañana siguiente, Jacobo, el hijo de Andrés, llamaba a la puerta de la sala hospedería donde se encontraban los viajeros, y abriendo ellos mismos la puertecita de hierro, le siguieron no sin antes buscar con la mirada, por si algún esenio aparecía para despedirles. Mas, los hombres del silencio no hablaban ni una palabra más de las que ya habían dicho en cumplimiento de su deber.
Se llevaron como era de práctica, los tres paños de lino con que se vendaron los ojos antes de entrar al Santuario, única prueba que les quedaba de que no era un sueño ni una alucinación cuanto había ocurrido aquella noche. —
Tenemos ya dos paños como éstos –advertía Elcana, mientras lo doblaba cuidadosamente y lo guardaba sobre su pecho debajo de su gruesa casaca de piel. —Que Dios nos conserve la vida hasta que reunamos siete iguales que estos –decía Josías, que parecía tener el presentimiento de una larga vida. — ¡Así sea! –contestaban los otros, mientras guardaban también sobre el corazón lo que era para ellos una sagrada reliquia. —Cara de fiestas traéis –decíales la buena y laboriosa Bethsabé al verlos llegar rebosantes de alegría. — ¡Mucha, madre Bethsabé, mucha! —Aquellos santos Ancianos son los depositarios de toda la dicha de los cielos, pues que así la hacen desbordar sobre quien llega hasta ellos. —
Pienso, Hermano Alfeo –decía Elcana–, que como ellos hacen con nosotros, debemos nosotros hacer con cuantos lleguen a nuestra morada, si de verdad somos esenios. —
Pues porque yo quiero serlo –dijo la buena mujer–, os ruego que os sentéis aquí junto al fuego, para que comáis mi pan calentito con manteca y miel, mientras acaba de cocerse la comida del mediodía. — ¿Fiestas tenemos, madre Bethsabé, por lo visto? –interrogaba uno de los viajeros. — ¡Pobre fiesta de una cabaña de leñadores! –añadía Jacobo, ayudando a su madre a disponer la mesa y a retirar del fuego la gran marmita donde se cocían las castañas en vino y miel, y otra más, en que humeaban las lentejas guisadas con trozos de cabrito. — ¡Esenios matando animalitos para comer!... –Exclamaron los huéspedes al darse cuenta. — ¡Calma, Hermanos!..., que los esenios no matan, sino que recogen lo que las montañas matan –contestó Bethsabé haciendo las partes en grandes platos de barro sobre la mesa. —
Y yo casi me mato –añadió Bartolomé–, cuando en la tarde de ayer me colgó Jacobo con una soga desde un picacho del Quarantana, para bajar al fondo de una garganta donde se habían despeñado tres cabritillos preciosos que allí perdieron la vida. —
Y tres sois vosotros, y así os llevaréis las tres pielecitas blancas para el niño de Myriam, y los mejores trozos de carne para que ella recobre fuerzas y críe al bienvenido como un gozo de Dios –decía iluminada de dicha la buena mujer, en quien la cualidad de dar estaba grandemente desarrollada. — ¿Habremos de pensar que los inocentes cabritillos quisieron ofrecer sus vidas al santo niño que viene a la Tierra a salvar a todos los hombres? –preguntaba Josías a sus compañeros. —Puede que sí –contestaba Jacobo, acercando bancos a la mesa y haciendo sentar a los huéspedes–. Puede que sí, pues yo no recuerdo que haya ocurrido una triple muerte desde que abrí los ojos a la luz. —
De vez en cuando ocurre esto cuando algún lobo hambriento se acerca a la comarca y las cabras se arremolinan al sentir por el olfato su proximidad. Y así ellas mismas se despeñan o despeñan a sus hijuelos al fondo de los barrancos. Años atrás esto era muy común, porque los lobos nos visitaban a menudo hasta la cerca que rodea la casa. Mi pobre Andrés y yo hemos pasado las nuestras para defender de ellos a nuestro ganado.
¡Cuán felices hubiéramos sido si él hubiese llegado con vida a este gran acontecimiento! –Exclamaba la buena mujer, mientras en sus pupilas asomaba el brillo de lágrimas que no dejaba correr. —Madre –intervino el jovenzuelo Bartolomé–, siempre olvidáis lo que nos dijo el maestro esenio del Monte Hermón, cuando vino con la triste noticia que aún lamentáis. — ¿Qué os dijo si se puede saber? –preguntó Elcana buscando una idea piadosa para consolar a Bethsabé. —
Que diga madre, lo que nos dijo –insistió el jovencito. —
Es que mi Andrés, fue sorprendido por la muerte allá en el norte del país, en un viaje que hizo mandado por los Ancianos del Quarantana.
Y el Servidor del Monte Hermón mandó uno de los esenios de aquel Santuario a traernos los últimos mensajes de Andrés, que entregó su alma a Dios entre los brazos de los Ancianos agradecidos a su sacrificio. —Contadnos cómo fue la heroica acción de nuestro Hermano Andrés, para que nosotros aprendamos también a sacrificarnos si llega el caso –dijo Alfeo, demostrando su anhelo de conocer virtudes ajenas, cosa muy común en los esenios, o sea comentar las nobles y bellas acciones del prójimo. —
Los Ancianos de aquí –siguió diciendo la buena mujer–, necesitaron un hombre de confianza que fuera con una tropilla de asnos a traer cereales y legumbres, frutas secas y aceitunas desde Galilea, que es tan rica en todos estos productos de que esta árida tierra carece. Habían recibido aviso del Santuario del Monte Hermón, que ya tenían recopilado cuanto debía transportarse aquí.
Y mi Andrés fue el elegido para esta delicada misión. Lleno de gozo decía al despedirse de nosotros:
“¡Qué dicha la nuestra, Sabá, que sea yo el elegido para traer el sustento a los siervos de Dios! “Lejos estaba de pensar que con ello perdería la vida. Llevaba tres hombres para ayudarlo, pero uno de ellos se vendió por unas monedas de plata, y descubrió a unos forajidos que asaltaban a los viajeros, que mi marido llevaba barrillas de oro y plata extraídas por los Ancianos en estas montañas y con las cuales pagaría los productos que debía traer. Andrés lo sospechó y ocultó las barrillas entre los sacos de heno y bellotas, que colgaban de la cabeza a los asnos en las horas de la ración. “Y así fue que al no encontrarle el oro en la tienda, se hartaron de darle palos, en tal forma que los dos criados fieles, tuvieron que llevarlo medio muerto sobre un asno.
Por mucho que los Ancianos de allí lo curaron estaba mal herido, y de resultas de ello murió sin poder vernos más sobre la Tierra. —
Fue un esenio mártir de su silencio y de su fidelidad –dijo Elcana, con reverencia y piedad. Los tres huéspedes se pusieron de pie para rendir un homenaje al valiente Hermano que prefirió dejarse maltratar, antes de entregar el tesoro que se le había confiado. —Que Dios misericordioso lo tenga en su Reino de Luz Eterna –exclamó Josías. —Así sea –respondieron todos.
La pobre Bethsabé lloraba silenciosamente. De pronto Alfeo y Josías, ambos clarividentes, vieron una silueta astral como una nube blanquecina que se condensaba más y más al lado de Bethsabé, la cual sintiendo algo así como el roce de un vientecillo fresco, volvió la cabeza al mismo tiempo que las manos fluídicas de la visión tomaban su cabeza y la besaba tiernamente. —
No llorarías así, mujer de mi juventud, si supieras cuán feliz soy por haber comprado con mi vida el sustento para los siervos de Dios y para todos vosotros. Consuélate con la noticia que te traigo: así que nuestro Jacobo tome esposa, seré su hijo primogénito y me llamaréis otra vez Andrés; seré, pues, tu primer nietecito. –
Y besando tiernamente a todos, desapareció. ¡Y la feliz Bethsabé que poco antes lloraba de tristeza por el amargo recuerdo, lloraba ahora de felicidad por el anuncio de Andrés que volvería cerca de ella como su primer nietecito! — ¡Bendita sea la Eterna Ley, que tiene tan grandiosas compensaciones para los justos!, –exclamó Elcana. — ¡Bendita sea! –respondieron todos, sobrecogidos sus ánimos por lo que acababan de presenciar.
Y luego de terminada la comida emprendieron el regreso, no sin que antes tuvieran que aceptar cuantos dones quiso la buena Bethsabé que se llevasen para ellos y para el niño de Myriam, como decían cuando aún no se atrevían a decir alto: para el Cristo-niño nacido en Betlehem. Enterada la familia de Andrés de que la dichosa madre del recién nacido pensaba quedarse por largo tiempo en casa de Elcana, hasta que no ofreciesen peligro alguno al niño las contingencias del penoso viaje, anunciaron una visita, porque no era posible –decían–, que quedase una sola familia esenia sin conocer al divino enviado de Dios para salvar a los hombres.
 ¡Hacía tantos años que sus Ancianos maestros les impulsaban a rogar a todas horas del día!: “¡Manda, Señor, tu luz sobre la Tierra, que perece en sus tinieblas! “¡Mándanos, Señor, el agua de tus misericordias, porque todos perecemos de sed! “¡Dadnos, Señor, tu pan de flor de harina, porque el hambre de justicia nos acosa! “¡Acordaos, Señor, de vuestras promesas, que esperamos ver cumplidas en esta hora de nuestra vida!” ¿Cómo pues no había de cantar un hosanna triunfal la gran familia esenia diseminada en las montañas de Palestina, cuando a media voz fue corriendo de unos a otros la gran deseada noticia? 
Diríase que la Eterna Ley había querido que el descenso del Avatar Divino fuera lo más cercano posible al Gran Santuario esenio, depositario de los tesoros de la antigua Sabiduría, y donde se encontraban encarnados grandes y fieles amigos del Hombre de Dios que llegaba. Allí se encontraba Hilkar de Talpakén con el nombre de Eliezer de Esdrelón. 
Como en las montañas del Ática prehistórica, había sido fiel guardián de la Sabiduría de Antulio, hasta que otra vez volvió el Verbo a la Tierra en la personalidad de Abel, guardaba ahora la Sabiduría de Moisés, hasta que nuevamente llegara el Misionero del Amor en la personalidad de Yhasua, hijo de Myriam y de Yhosep. Escapado milagrosamente de las matanzas de hebreos en los primeros tiempos de la dominación romana, había huido a las montañas casi niño, con su madre y su anciano abuelo, junto a los cuales se vio obligado muchas veces a recoger bellotas de encina destinadas a las piaras de cerdos que pastaban en los campos de Judea. Un viajero que venía del país de Aran, les encontró refugiados en una cueva de las montañas del Líbano, y poniendo al anciano, la mujer y al niño sobre su carro que arrastraban tres mulos, les llevó hasta EnGedí, punto terminal de su viaje. Aquel viajero decía que era un ilustre médico, un terapeuta que llegaba hasta las salinas del Mar Muerto para llevar aquellas sales venenosas, de las que componían drogas para curar ciertas enfermedades infecciosas en su país.
Y fue así como aquellos tres infelices fugitivos llegaron a los esenios del Monte Quarantana, y de allí a los Montes de Moab, cuando el niño, ya joven, inició su carrera escalando siempre altas cumbres. Allí se encontraba también aquel Kobda Adonai, Pharahome del Nilo en la época de Abel, y esta vez con el nombre de Ezequías. Ambos, con cinco esenios de menos edad estaban encargados de los Archivos, en que había enormidad de escrituras de muchos países y en las lenguas más variadas. 
Vidas enteras empleaban los esenios en descifrar aquellas escrituras, más por iluminación espiritual que por puro análisis, y traducirlas todas al sirio caldeo, que era por entonces el idioma más generalizado del Asia Central. En el inmenso Santuario del Monte Moab, que era como una ciudadela de enormes grutas practicadas por antiquísimas explotaciones mineras, parecían haberse dado cita adelantados espíritus de la alianza del Cristo, en sus respectivas manifestaciones físicas en el planeta Tierra. Los Marinos libertadores de esclavos de Juno, el mago de las tormentas; los Profetas-médicos de Numú, a quien llamaron los salvavidas, las gentes de aquel tiempo, por sus grandes conocimientos de medicina naturalista con lo cual realizaban maravillosas curaciones; los Profetas Blancos de Anfión, el Rey Santo, que fueron instructores y maestros de todo un Continente; los de la Escuela Antuliana, llamados más tarde Dakthylos, que forjaron en las ciencias y en las artes a la gloriosa Ática prehistórica, cuna y origen de la posterior civilización europea; los primeros Flámenes de la India o Tierra donde nace el sol, que tomaron su nombre y su sabiduría de los dictados de Krishna, a su discípulo Arjuna, origen de la profunda filosofía Védica que aún hoy no se llega a interpretar en toda su amplitud y oculta sabiduría; los Mendicantes de Buda, que para eludir las persecuciones de que era objeto su elevada enseñanza, la ocultaban bajo la humillante indumentaria de peregrinos mendigos, que recogían limosnas para sustentar sus vidas; y eran maestros de almas que iban dejando en cada conciencia, una chispa de luz, y en cada corazón un incendio de amor a la humanidad. Y por fin, los profetas terapeutas de Moisés que se diseminaron desde el Nilo al litoral del Mediterráneo, sobre todo a la llamada Tierra de Promisión, o sea Palestina, Siria y Fenicia, porque se sabía desde muchos siglos que en aquellas latitudes aparecería la postrera manifestación del Avatar Divino. 
Y los esenios que llegaron hasta el nacimiento de Yhasua, fueron la prolongación de estos profetas terapeutas de la Escuela Mosaica. En los Archivos esenios se hallaba recopilado todo cuanto de luz, de ciencia y de conocimiento había aportado el Cristo a la humanidad terrestre, por medio de las inmensas legiones de sus discípulos y seguidores. ¿Qué extraño podemos encontrar que Setenta hombres pasaran toda una vida catalogando, ordenando, traduciendo e interpretando aquel vastísimo Archivo de Divina Sabiduría, que tantos miles de siglos había corrido por toda la faz de la Tierra? Los esenios del Monte Hermón en la cadena del Líbano, los del Monte Ebath en Samaria, los del Carmelo y Tabor en Galilea y los del Quarantana, estaban obligados por una ley común a todos los Santuarios, de enviar substitutos y reemplazantes de los que enfermaban o morían en el Santuario de Moab, donde jamás debían faltar los Setenta Ancianos de que formó Moisés su alta Escuela de Divina Sabiduría. Esenios, fueron los cristianos del primero y segundo siglo, hasta que la inconsciencia humana empezó a obscurecer la excelsa figura del Hombre de Dios, y a perseguir como heresiarcas a los que luchaban por conservar su doctrina, tal como la habían bebido de su Inteligencia superior.
Continuara....

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