miércoles, 30 de marzo de 2016

Libro Despertar La clave para volvernos más humanos (Julio Andres Pagano)


LA BUSQUEDA
Capitulo- 1 (Quinto Escrito)
Un viernes muy particular
El Viernes Santo, la mujer que canalizaba, su sobrina, una amiga, un joven necochense y yo nos preparamos para ir hacia Médano Blanco. Tal cual lo leído, había que subir y bajar por los médanos, cruzar badenes y recorrer aproximadamente 36 kilómetros por la playa.
Por momentos, tenía la sensación de que me había metido dentro del libro. Sólo el temor a quedarme encajado tan lejos de la ciudad me hacía tomar contacto con la realidad. 
En un determinado momento, la mujer pidió que detuviese la marcha.
Se bajó y explicó: “A través de la energía que sienta en mis manos, sabré cuál es el sitio correcto”. Una vez que localizó el médano energético, nos sentamos en la arena y encendimos velas y sahumerios. Eran justo las tres de la tarde. Luego de manifestar las intenciones personales, nos pusimos a rezar el rosario. 
Hacía calor.
El viento soplaba con cierta intensidad. 
En medio de las oraciones, la mujer nos comunicó que entidades de diferentes planos se estaban presentado y también seres fallecidos. Miré alrededor. Solamente había arena. Permanecí en silencio. No creía en sus palabras.
De pronto, la mujer me dijo: “Está Julio, te está abrazando”. Quedé asombrado. Mis ojos se humedecieron por la emoción. Julio era el nombre de mi padre fallecido. Sentí un intenso cosquilleo por todo el cuerpo, que fue más intenso todavía cuando lo describió tal cual como era, de estatura mediana, canoso y muy jovial. “Me está diciendo que los ama”, sostuvo con voz suave la mujer.
Me dijo si quería preguntarle algo. Me costó pronunciar la frase. Tenía un nudo en la garganta. De la mejor manera que pude, le trasmití que le preguntara si estaba enojado porque había renunciado al diario. Su respuesta fue aliviadora: “Se está riendo a carcajadas”. Por algunos momentos, mi mente quedó en blanco. Sabía que la mujer no tenía dato alguno sobre mi padre. En ese instante recordé nuestro primer encuentro, cuando ella me explicó:
“Recién vas a empezar a confiar en las canalizaciones cuando te vayan revelando datos personales, que sólo vos sabés”. 
Cada uno de los presentes recibió sus propios mensajes, de parte de sus familiares fallecidos. Pensé que todo volvería a su cauce normal, pero la mujer volvió a hablar: “Están presentes los espíritus de varios indios, quienes se están sentando en círculo con nosotros.
Me están transmitiendo el nombre Aguila Blanca”. Seguidamente, me miró y agregó: “Están ungiendo tus oídos”. 
Luego describió la manera en que habían trabajado sobre mi chacra coronario y puntualizó que veía que un rayo de luz atravesaba mi mente. También acotó que los seres presentes, entre los que había algunos provenientes de planetas remotos, agradecían que estuviésemos en ese sitio en una fecha tan especial.
Antes de terminar la canalización me dijo: “Julio, en este momento está presente Aguila Blanca. 
Su presencia es imponente. Es un gran jefe indio. Me está diciendo si estás dispuesto a dar pruebas de que realmente querés cambiar”. Dudé. No sabía que implicaría “dar pruebas”.
De todos modos, manifesté que aceptaba. Aguila Blanca, por intermedio de la mujer, me pidió que el 25 de abril fuera a San Nicolás (provincia de Buenos Aires), donde comenzaría mi proceso de cambio. Y que, a partir de allí, durante tres meses lleve una vida de retiro. Un retiro de mi mente, buscando en mi interior. “Dentro del período de los tres meses, contando a partir del 25 de abril, una semana entera la deberás pasar en un lugar sagrado que queda entre Olavarría y Azul”, precisó.
“¿Se te ocurre cuál puede ser ese lugar?”, me preguntó la mujer. No supe qué responderle. El único sitio que se me cruzó por la mente fue el Monasterio Trapense, pero en realidad no estaba seguro de su ubicación geográfica. Igual lo mencioné. Aguila Blanca reveló “siete meses, siete días y siete horas”, como referencia de un hecho importante que modificaría mi vida”. 
“Me dice que, de ahora en más, prestes atención al número 7
agregó la mujer, y que te esperan tres años muy duros, pero vas a salir airoso. No temas. A tus hijos y a tu esposa no les pasará nada”. El jefe indio también le expresó, por último, que respetaba mi libre albedrío y que quedaba en mí hacer las cosas o no. 
Le agradeció a la mujer el esfuerzo que hizo para transmitirme el mensaje, el cual quedó de manifiesto en la abundante cantidad de lágrimas que recorrieron su rostro, mientras nos hablaba, sin que por ello le cambiara la voz.
Una vez que los mensajes finalizaron, quedamos conmovidos. Pasamos largos minutos en silencio. Intercambiamos, luego, algunas palabras y nos subimos a la camioneta para regresar a la ciudad, antes de que oscureciera. Al llegar al centro necochense, decidimos ir hasta la iglesia de la Medalla Milagrosa. 
Un templo en forma circular, situado cerca del puerto, donde quedé impactado con los cuadros de un pintor local, que daban vida y color al vía crucis. La secuencia de las pinturas mostraban imágenes de planetas que se ordenaban en función de líneas de energía, triángulos y círculos.
En los primeros planos se podía ver a Jesús, representado por un hombre muy anciano, dando claras muestras de dolor y sufrimiento. Justo en el centro de la iglesia, en el suelo, había una figura circular con forma de laberinto, que tenía una inscripción que rezaba: “Yo soy la puerta”.
Si uno se paraba en ese lugar y miraba hacia el techo, se encontraba con imágenes de delfines, leones y demás animales, cargados de simbolismos. No parecía que uno estaba dentro de una iglesia católica. Luego de la misa, algunos lugareños me explicaron que la iglesia tenía ese diseño tan particular, en forma de círculo porque, en realidad, se trataría de un centro de salvataje para cuando las aguas suban y las profecías apocalípticas se cumplan. Era demasiado para una sola jornada.
Mi cuerpo pedía, a gritos, que fuese a descansar.
Me despedí de todos y fui a dormir al departamento que alquilaba. Me costó conciliar el sueño. 
Al día siguiente caminé por la playa. Intenté poner en orden mi mente.
No podía entender lo que estaba pasando. Fui a Necochea buscando claridad y lo único que obtuve fue una confusión descomunal. Mi mundo racional se estaba despedazando. 
Una puerta a lo desconocido comenzaba a abrirse. El camino que mostraba no parecía ser sencillo. La frase “tres años duros” resonaba, una y otra vez, en mi interior.
Hasta que en un determinado momento comprendí que el hecho de que fuesen duros no implicaría, necesariamente, que estuviesen teñidos de infelicidad. De todos modos, me sentía intranquilo. Sabía que lo acontecido no era producto de la casualidad, sino de la causalidad. 
Los acontecimientos sucedieron de manera sincrónica: la necesidad interna de ir para Semana Santa a Necochea, el encuentro con la mujer, la invitación a ir al sitio sobre el que unos meses antes había leído, aprender a usar la doble tracción horas antes de manejar por los médanos… 
Las piezas encajaban a la perfección. Mi preocupación era producto de que las cosas no cuadraban de manera racional. ¿Quién era después de todo Aguila Blanca? ¿Y si la mujer tenía problemas mentales? Prácticamente no la conocía. 
Era la segunda vez, en mi vida, que la veía. 
Sin embargo, recapacité que fue mi intención de concretar el proyecto del parque temático quien me la había puesto en el camino. Así que decidí suponer que, tal vez, lo que estaba sucediendo obedecía a un orden subyacente que todavía no podía vislumbrar, por estar muy apegado a mi mente.
Una señal por demás evidente
No tenía más ganas de permanecer en Necochea.
Me quedaban nueve días de alquiler pago, pero decidí retornar a Olavarría. Necesitaba del clima familiar, para sentir que mi vida seguía transitando por carriles normales. Una vez en la ruta, mientras manejaba, intenté ser claro con lo que me pasaba, así que tomé coraje y hablé en voz alta. Sin saber a quién dirigirme, expresé: “No sé cómo son las señales, ni tampoco de qué manera se manifiestan, pero si ustedes quieren que realmente vaya al Monasterio Trapense, demuéstrenmelo de alguna manera clara. Que no me queden dudas. Soy duro para darme cuenta de las cosas, así que esfuércense. No sé… que aparezca un arco iris sobre el lugar… hagan lo que se les ocurra, no me corresponde a mí decirles cómo tienen que hacerlo”. Hablando de ese modo me sentí como si fuese un desquiciado, pero de alguna manera me tenía que desahogar. Me reí de la estupidez que había hecho, porque, a través de mi forma de hablar, estaba dando crédito a que existían entidades operando tras bambalinas. Para tratar de olvidar, puse la música bien fuerte y me concentré en la ruta y en la letra de las canciones. Me faltaban recorrer 290 kilómetros. Grande fue mi sorpresa cuando, al llegar a la ciudad de Azul, el primer cartel que vi sobre la ruta decía “Monasterio Trapense”. “Esta no es una señal, se trata de un simple cartel. 
Fue casualidad. Quiero algo que no me deje ninguna duda”, dije nervioso y seguí conduciendo. En un determinado momento sentí que estaba manejando en dirección a Buenos Aires. “No puede ser –me dije–, porque para ir hacia Capital Federal debía haber pasado por una rotonda y no vi nada”. Seguí un poco más, pero la sensación de estar manejando en la dirección equivocada fue tan fuerte que detuve la marcha de la camioneta sobre un costado de la ruta y le pregunté a un hombre si estaba yendo bien. 
Su respuesta me dio escalofrío: “No, pibe, te pasaste, volvé unos kilómetros y te vas a cruzar con una rotonda”. No lo podía creer. Pero mayor fue mi sorpresa cuando giré la camioneta hacia el carril contrario, para retomar el camino. Justo en ese lugar, en la banquina, había un cartel color verde que decía “Monasterio Trapense, kilómetro 241”. Se me erizaron los pelos y mi corazón se aceleró. Dos, más cuatro, más uno, da como resultado siete. 
Y siete, según la canalización, era el número al que debía prestar atención. Había pedido una prueba y vaya si me la habían dado. El resto del viaje me lo pasé tratando de entender cómo no fui capaz de ver la rotonda. Tampoco me entraba en la cabeza cómo había hecho para manejar hasta el lugar en donde me detuve, sin darme cuenta antes de que esa no era la dirección correcta. No lo podía comprender. Conocía a la perfección ese camino. 
Todos los fines de semana pasaba por ahí, cuando me dirigía a Capital Federal para estudiar marketing. Cuando llegué a mi casa y mi esposa me preguntó cómo me había ido, no sabía qué responder. Si le había resultado raro que viajara a Necochea solo, siguiendo un impulso, qué pensaría si le contaba realmente lo que había sucedido. Tragué saliva. Respiré. Junté coraje. 
Y empecé a explicarle. A poco de decir algunas palabras, me di cuenta de que los nervios me estaban jugando en contra. Hablaba a gran velocidad, prácticamente sin hacer pausas. Me serené. Tomé agua y seguí con la narración de los hechos. 
Por más que le conté todo, tal cual como sucedió, no tenía muchas esperanzas de que me creyera. Ni siquiera yo podía dar crédito sobre lo que había experimentado. “¿Y ahora, qué pensás hacer?”, me preguntó, con cara de preocupación. “Todavía no lo sé –le respondí–, creo que voy a seguir, quiero ver adónde me conduce todo esto que me está pasando”. 
Esa noche al acostarme, mientras miraba el techo de la habitación, supe que si los acontecimientos se sucederían con tanta espectacularidad, realmente sería cierto que los tres años iban a ser duros. No sólo por lo que representaría mantener la cordura, sino también por la armonía de la pareja.
Se acercaba el 25 de abril, fecha en que debía ir a San Nicolás con la mujer que canalizaba. Como primero tenía que pasarla a buscar por la ciudad de La Plata, se me ocurrió decirle a Alejandro, mi amigo el psicólogo, si no me acompañaba. 
Cuando se lo propuse se rió. “Anteayer pensé que nuevamente iría a La Plata, a ver a mi hija, si alguien me llevaba… y vos me estás invitando, así que vamos. El destino quiere que vuelva a viajar”. Me alegré, porque de paso él podría conocer a la mujer y darme su parecer, desde un punto de vista profesional. Imaginé que si la veía y me decía algo así como “esa señora no está en su sano juicio”, me liberaría del compromiso de ir a San Nicolás. 
El 23 de abril viajamos a La Plata. Oportunidad en que generé un encuentro para que ellos dos se conocieran. Fuimos a cenar. Mientras esperábamos que nos sirvieran el pedido, noté que algo andaba mal. Alejandro hablaba con un tono de voz demasiado bajo, distinto al habitual. Luego me enteré que eso obedecía, según sus dichos, a que la mujer irradiaba mucha energía. 
Tras la cena, fuimos a tomar un café al departamento que la mujer alquilaba. Luego de una charla informal comenzó a recibir mensajes, y le comunicó a mi amigo que tenía que viajar a San Nicolás con nosotros. Los que viajaríamos seríamos un total de siete: la mujer, su sobrina, Alejandro, mi hermana, mi madre, una amiga de mi madre y yo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...