miércoles, 30 de marzo de 2016

Libro Despertar La clave para volvernos más humanos (Julio Andres Pagano)

LA BUSQUEDA
Capitulo- 1
En el mágico juego de la vida, la Tierra es una escuela.
Las enseñanzas son vivenciales y personalizadas.
Sé que vine a aprender. Vine a evolucionar. Estoy de paso. Y me iré como llegué, solo. Nadie sabe cuánto tiempo permanecerá.
Lo único seguro es que todos partiremos con rumbo desconocido. Esta situación a algunos los paraliza.
A otros, los desconcierta.
A mí, en cambio, me moviliza. Siento la necesidad imperiosa de saber quién soy, así como de conocer mi misión en este plano.
Mi vida se ha convertido en una búsqueda constante.
Si me preguntan a qué me dedico, respondo: soy un buscador.
Esa definición tal vez no esté bien vista por la maquinaria social, que instintivamente etiqueta, clasifica y busca seguridad y orden, para poder uniformar y nivelar hacia abajo… de manera que el espíritu no vuele y el corazón se asfixie. La apertura de conciencia en la era actual es lo más parecido a pretender sacar patente de loco. Todo parece conspirar para que el alma quede presa de un cuerpo inconsciente, atado a instintos primarios que no dejan lugar para planteos vitales.
Minuto a minuto, los medios de comunicación denuncian que el mundo se cae a pedazos. La naturaleza llora y se retuerce de dolor, pero el hombre permanece indiferente. Pareciera que gran parte de la humanidad no está dispuesta a cambiar.
No quiere que se la despierte, está dormida.
¿Qué hace un buscador en medio de tanto despilfarro de mediocridad e indiferencia? Busca sus propias respuestas para trascender la oscuridad. Las historias, a veces, ayudan a modo de inspiración. Esta quizá sea útil no tanto por lo extraordinario que revela, sino porque tocará muchos puntos con los que, posiblemente, se identificarán quienes estén atravesando por un proceso de búsqueda espiritual.
Abundan definiciones sobre lo que implica ser un buscador.
Desde mi óptica limitada, un buscador es aquel que, movido por la insatisfacción y la duda, comienza a peregrinar con el propósito de saber. No puedo teorizar sobre cómo las personas comienzan a tomar conciencia sobre la necesidad de despertar.
Sólo puedo contarte de qué manera comenzó mi búsqueda.
El relato puede que suene delirante, inverosímil o sacado de un sueño. Contiene aristas que, sólo en apariencia, no podrían tocarse: la aparición de la Virgen de San Nicolás, las civilizaciones intraterrenas, las canalizaciones, las vidas anteriores, las sincronicidades, la ingesta de plantas maestras, la búsqueda de una imagen religiosa robada y los hechos paranormales se entrelazarán a lo largo de esta sorprendente y cautivante historia. Los acontecimientos que narraré en estas páginas, darán fiel testimonio sobre algunos de los intrincados caminos a los que conduce la búsqueda espiritual.
Cada sendero contiene enseñanzas implícitas, que aceleran el proceso de transformación. Lo increíble y apasionante es que, aunque el viaje de a tramos se transite en compañía, la misma lección aporta aprendizajes diferentes para cada uno. Las vivencias se transforman en auténticas maestras multidimensionales, que ofrecen clases de vida hechas a medida.
Pretender despertar en Occidente no es tarea sencilla. El entorno pareciera dispuesto para que los cuestionamientos no florezcan y todo quede en la chatura de un consumismo despiadado, que multiplica y agiganta los deseos de acumular más y más cosas intrascendentes, que por su propio peso impiden elevar la vibración. A riesgo de perder credibilidad y para no comprometer a terceros, omitiré mencionar los apellidos de las personas que protagonizaron las historias. Sólo me referiré a ellos por sus nombres. Mi intención más pura es que este testimonio te sirva de inspiración, para que puedas romper tus propias ataduras y cumplas con lo que sientas que es tu misión de vida. No importa si lo lográs o no. Intentarlo es todo un desafío por demás movilizante.
Este libro está dirigido a los que buscan, que son los que podrán comprender su verdadero valor testimonial. Sé que la verdad se oculta a sí misma, es por eso no me preocupa que estas páginas caigan en manos inadecuadas. Después de todo, hace bien reírse un poco. Si bien todo fue real y sucedió en la Argentina, quiero hacerte una última recomendación: no te inquietes por lo que leas. Recordá que estamos en presencia del juego de la vida. Y que vos, en este caso, estás jugando a leer.
Ahora, dejá de lado los prejuicios. Abrí tu corazón y sumergite en esta búsqueda. Mi propia búsqueda. Aunque bien podría tratarse de la tuya. Relajate. Volvé a ser como un niño. Disfrutá del juego.
Así comienza la historia… Debo cambiar de opinión. Siempre pensé que los libros autorreferenciales sólo servían para acrecentar la importancia personal de quienes los escribían.
En este caso, no queda otra alternativa. Sería imposible hablar con fundamento sobre el camino de transformación que realizan los demás. Tocaría de oído. Serían palabras huecas, carentes de autenticidad. Sólo puedo intentar narrar mis propias vivencias.
No tengo muy en claro cómo iniciar el relato, tal vez lo mejor será describir a grandes rasgos partes de mi vida, para evidenciar cómo fueron sucediéndose los cambios.
Las páginas que testimonian el libro de mi vida narran que, desde que tuve uso de razón, estaba predestinado a dirigir los destinos de un diario local. Llevo el nombre de mi abuelo y de mi padre, como símbolo de una fuerte tradición familiar. Tuve una juventud sin grandes sobresaltos. Desde una perspectiva material, no supe lo que era pasar necesidades. Sin embargo, me sentía insatisfecho.
No podía comprender cuál era el sentido de la vida, ni para qué había nacido. No podía contentarme con que todo consistiera en estudiar, trabajar, divertirse, alimentarse, dormir y nuevamente a hacer lo mismo, generando dinero hasta que la muerte llegue.
Algo más tenía que haber. La existencia no podía limitarse sólo a eso. A los diecinueve años creí que mi vocación era convertirme en misionero. No quería saber nada con estudiar abogacía. Recuerdo muy vivamente la respuesta de mi viejo: “¿Qué te pasa, acaso sos puto?”. Era un cuestionamiento duro. No lo esperaba. Sobre todo porque pensé que la noticia le caería bien, dado que había nacido en el seno de una familia católica. Con el tiempo me di cuenta de que sus crudas palabras escondían la desesperación de quien intuye que su sueño, de una tercera generación de directores de diario llevando el mismo nombre y apellido no se haría realidad. Siempre los padres buscan lo mejor para sus hijos. Lo que a veces desconocen es que lo que entienden por mejor o más conveniente, a veces no se condice con lo que los hijos pretenden Así, bajo el manto del amor y las mejores intenciones, inconscientemente se asesinan los sueños e ilusiones de millones y millones de jóvenes. Un año más tarde, me casé con Claudia y tuvimos un hijo. Como no podía ser de otra manera, llevó el nombre de su abuelo y bisabuelo. Otro Julio se sumó a la dinastía. Sin embargo, tenía muy claro que no pretendería influenciarlo el día que decidiera qué hacer de su destino. Cada uno trae una misión que tiene que intentar cristalizar. Sentí que la vida me ponía a prueba nuevamente al cumplir los veintidós años. Ver la sirena encendida de una ambulancia en la puerta de la clínica, cuando regresaba de una cena con amigos, me dio la amarga impresión de que algo malo ocurría. Al llegar a mi casa, mi tío estaba esperándome para darme la noticia: “Vamos, tu papá tuvo un infarto”.
Entré a terapia intensiva. El monitor marcaba una línea recta, de color verde. Mi padre estaba sin vida. Sólo atiné a murmurarle al oído que descansara, que se vaya en paz, que cuidaría de la familia. Mis palabras estuvieron impulsadas por la lectura de algunos libros, entre los que se destacaban los de Víctor Sueiro, donde personas que estuvieron clínicamente muertas narraban que al salir de sus cuerpos vieron y escucharon lo que acontecía alrededor. No sé si lo que le dije le habrá servido de mucho.
A mí sí me sirvió, al menos pude despedirme. Saber que falleció bailando, en un casamiento, me dejó cierta tranquilidad. Pocos días más tarde, publiqué en el diario una nota titulada “Que no te pase como a mí”, en donde destaqué que quienes tengan la suerte de tener a sus padres con vida, no se privaran de decirle cuánto los aman. Queda un sabor agrio si la oportunidad se escapa y uno nunca se los dijo. Reconozco que fue un golpe duro. Mi padre ya no estaba y cargaba, sobre mis espaldas, con un mandato familiar que se volvía impracticable: asumí la subdirección del diario, intentando cumplir su sueño.
La práctica del periodismo me sirvió para tener una visión más amplia de la vida. Ser co–creador de la realidad ciudadana permite conocer intereses ocultos y un sinnúmero de cuestiones que están ligadas a las diferentes motivaciones que guían e impulsan a las personas. No me identificaba con lo que hacía. Ocupaba gran parte de mi tiempo en escribir notas de opinión, tratando de generar conciencia sobre la necesidad de despertar, y en leer libros sobre espiritualidad y autoconocimiento. No podía comprender cómo la mayoría de las personas era capaz de llevar una vida tan pobre, sin planteos existenciales, centrada básicamente en el dinero, el placer, el estatus y la búsqueda de poder. Todavía no era capaz de reconocer que cada uno tiene su propio ritmo de evolución y que, por lo tanto, no debía juzgar. Sobrellevar el mandato familiar resultaba cada vez más duro. Internamente sentía que aún no estaba cumpliendo con mi misión de vida.
Lo extraño era que todavía ni siquiera tenía en claro cuál era mi misión. Ni por dónde pasaba lo que tenía que hacer. Recuerdo que me planteé la hipótesis de que, tal vez, podría estar cumpliéndola, por más que no lo supiese. Basaba mi explicación en que el hecho de que querer conocerla no se trataba más que de una simple cuestión de ego. Pero esa línea argumental se desplomaba, a pedazos, cuando entraba en escena el corazón. Una voz interna me recordaba, de tanto en tanto, que no me engañara. No me identificaba con lo que hacía y tampoco sentía paz interior. A los veinticuatro años me separé. Empecé a vivir de manera alocada. Poco a poco, fui ahogando mi necesidad de cambio, a fuerza de aturdirme con agitadas salidas nocturnas. Presentía que no viviría más allá de los treinta. Cuatro seguros de vida daban cuenta de esa convicción, huérfana de fundamentos lógicos. Me sentía desconcertado. La vida se me escurría, como arena entre los dedos, sin que pudiera encontrarle sentido. Pasaba largas horas pensando, pero nunca daba con ninguna solución. Creía que sólo el razonamiento me permitiría encontrar la salida a la confusión. En el año 1999 viajé a España. Quería saber por qué esa lejana tierra me atraía tanto. Estuve un mes. Fui solo. Regresé sin lograr responder mi pregunta. Pensé que los demás no notarían mi deterioro interno. Sin embargo, una mañana mi madre me pidió que habláramos. Me dijo que veía cómo me estaba destruyendo y mágicamente abrió mi jaula: “Sólo quiero que seas feliz, es lo único que me importa. Renunciá al diario y comenzá una nueva vida”. Esa misma tarde me fui a estudiar a Buenos Aires. Siempre me gustó psicología, pero era tarde para inscribirme. Entré en la carrera de filosofía, en la Universidad del Salvador. Dejé a los pocos meses. Sólo me gustaba leer sobre temas filosóficos. No me imaginaba viviendo de esa profesión. Un aviso en una revista me llevó a estudiar marketing, en un establecimiento terciario. Tamaña fue mi sorpresa cuando comprobé que eran demasiadas las materias relacionadas con los números, cuando mi afinidad pasaba por las letras. Seguí de todos modos. Tenía veintiocho años y nunca había sido capaz de terminar lo que emprendía. Así que asumí el firme compromiso de finalizar la carrera. Desde chico me gustó leer. Tener más tiempo libre hizo que me convirtiera en un lector de tiempo completo. Necesitaba conocer. Me volví un indagador apasionado. A veces pasaba días sin salir a la calle.
Devoré cuanto libro se me cruzó sobre temas vinculados con el despertar de la conciencia, el sentido de la vida y la búsqueda del equilibrio interno. También me sentí atraído por los enfoques de Osho y Krishnamurti, las historias de los sufis, las enseñanzas de Jesús y de Buda; así como por lecturas relacionadas con civilizaciones antiguas y de otros planetas.
Escaso era el tiempo que dejaba disponible para temas sobre marketing. En la búsqueda por conocer, me volví muy mental. Demasiado racional. Acumulé tanta teoría que comencé una etapa de mayor desconcierto. Gran parte de las lecturas daba por tierra con mi modo de entender la realidad.
Eso me dejaba completamente a la deriva. Sin puntos sólidos en donde apoyarme. Sentirme confundido no era el estado en que más cómodo me sentía, pero tampoco me molestaba demasiado. Los libros fueron enseñándome a soltar lo que no me era funcional y aprendí a flexibilizar mis puntos de vista. De todos modos, el saldo era positivo. Sentía que el caos interno, que me aportaba la confusión, ampliaba mi estrecho universo y me permitía tener una visión más profunda y vivaz sobre la existencia.
Siempre me atrajo el poder de lo simple. Me maravillo cuando encuentro a quien tiene el don de traducir en un leguaje llano y entendible conceptos que otros expresan de manera difícil.
En ese sentido, existen libros reveladores como “El Principito”, “El Caballero de la Armadura Oxidada” o “Ami, el niño de las estrellas”, que han sido escritos por personas multiplicadoras de vibraciones puras. Para muchos quizá esos libros sean infantiles y, tal vez, no digan nada. Ahí está la verdad ocultándose a sí misma. A veces se disfraza de ingenuidad. Otras se coloca el traje de lo insólito y así anda, escapándose de quienes tienen un sólido corazón de piedra. A esa altura de mi vida seguía teniendo afinidad con el catolicismo, aunque no era de ir a misa. Creía, más bien, que llevar una vida basada en valores universales, tales como el respeto por el prójimo, el amor y la solidaridad, era suficiente para llegar a ser una buena persona. Después de todo, bien podría haber nacido en un hogar con otro tipo de creencias; por lo tanto, lo fundamental siempre sería que tratase de ser un hombre de bien. Si debiese subrayar la característica más saliente de mi personalidad hasta ese momento, diría que era por demás racional. Todo pasaba por mi mente. Conocía, pero no sabía. Cuando hablaba, simplemente repetía conceptos que había leído. Tampoco era demasiado consciente sobre el poder transformador de las vivencias.
Ni del abismo que existe entre el conocimiento teórico y el vivencial. Cuando cumplí los treinta años y no morí, comprendí que lo que intuía como muerte no estaba vinculado con mi cuerpo, sino que simbolizaba un cambio radical a la forma de vida anterior. Mal o bien, por primer vez intentaba recorrer mi propio camino. Dar mis propios pasos me ayudaba a crecer interiormente y me permitía sentir mayor seguridad. Pero todavía faltaba mucho por recorrer.
Continuara.....

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