martes, 5 de febrero de 2019

LIBRO TIERRA DE ESMERALDA.- CAPÍTULO 3: VISIÓN EN UNA AUTOPISTA


De este modo terminó nuestro período de aprendizaje.
Pasaron largas semanas en las que nos sentimos señalados por el ser singular aparecido en un mundo también muy singular.
« ¿Quién nos va a hacer creer semejantes pamplinas?» El eco de la reacción de algunos llega ya a nuestros oídos.
¿Somos pues tan frágiles que un testimonio tal nos moleste hasta el punto de hacer que lo rechacemos sin examinarlo seriamente? ¿Nos da miedo encontrarnos, de repente, en las arenas movedizas de la duda?
«Cuando un humano expira, ¿dónde está?», nos hemos preguntado con frecuencia igual que el Job de la Biblia. La narración de nuestros primeros pasos por el universo astral sólo aborda el problema dando lugar quizás a más preguntas que respuestas. ¿Qué ocurre con las enseñanzas religiosas? En el Más Allá, ¿no tiene límite la existencia?
Antes de tratar de contestar estas preguntas volvamos a los elementos que se nos ofrecieron en nuestras primeras salidas astrales.
El cuerpo humano tiene un doble que, en su estado habitual está exactamente superpuesto a él. Este doble está formado de una materia muy poco densa, extraordinariamente fluida, muy cercana, desde el punto de vista puramente físico, a una energía de naturaleza eléctrica, luminosa. Esta energía, o este cuerpo llamado
astral, es muy importante para la conservación de la existencia material de todos los seres.
La voluntad, la memoria y todas las facultades conscientes tienen en él su sede. Si por una u otra razón las partículas que forman su estructura están llamadas a vibrar con una frecuencia más rápida, toda esta forma de Luz entra en un mundo que corresponde a su naturaleza físicamente impalpable. Este mundo, tan real como nuestro universo cotidiano, no es sino el que cada uno de nosotros acaba por encontrar tras el paso hacia la muerte. Es sencillamente el doble astral de la Tierra. Tal y como había dicho el ser del rostro azul pasaron tres meses sin que pudiéramos adquirir conocimientos complementarios en este terreno.
Tres meses de reflexiones y preguntas ineludibles.

De modo que nuestros contactos con el astral terrestre tuvieron lugar a lo largo de los meses. Cada nuevo viaje nos daba ocasión de utilizar con más facilidad nuestro vehículo luminoso.
No los contaremos con detalle, pero ésta es la narración de uno de ellos que, tal vez más que otros muchos, podrá ayudar al lector a la comprensión de cierto proceso.
La preparación había sido rápida. Ya no había dudas, sólo la voluntad bien dirigida y... muchas esperanzas.
Casi de forma simultánea pudimos dejar nuestra envoltura carnal. Por mi parte, contemplaba mi cuerpo debajo de mí. Ahora ya sabía lo que era, o más bien lo que no era.
Era preciso abandonarlo totalmente, que mi vista se alejase de él, dejarme aspirar por esa Fuerza...
Un hondo y largo silencio extendía sus márgenes ante mí. Serenidad y luz... Un gran torbellino blanco me arrancó de mi marco cotidiano. Durante algunos minutos, quizás algunos segundos, viví dentro de una espiral blanca.
La viví con deleite mientras esperaba el reencuentro. Notaba que subía casi indefinidamente, elevado por una onda de calor. Después estas sensaciones se difuminaron; mis pies creyeron posarse sobre algo sólido y mis ojos adivinaron formas desvaídas.
«No avances más, refrena tu deseo de yerme.» La dulce voz de nuestro guía acababa de resonar dentro de mí.
Me di cuenta de que mi esposa seguía a mi lado, quería dejar esa pantalla de bruma inmaculada que seguía envolviéndome. El ser de rostro azul parecía dirigirse a nosotros individualmente.
«No... domina tu voluntad, no te reúnas conmigo ahora. Hoy vuestra alma se va a enriquecer cerca de la Tierra.
Cada segundo hay miles de seres que dejan su carne para no volver a ella nunca más. La muerte trabaja sin cesar, pero quiero que entendáis que no tiene la cara triste que los hombres le endosan. Dejadme que os dirija y, sobre todo, combatid vuestro deseo de yerme; mi voz os guiara.»
El ser pronunció estas palabras y noté que me deslizaba, me deslizaba... Un raro vértigo me invadía progresivamente. De repente se produjo como un estallido de oscuridad. Estábamos en un mundo absolutamente negro, denso... Pero no, quizá no fuera así; allá a lo lejos había un destello naranja muy débil que, lo hubiera jurado, nos esperaba. Vi cómo se acercaba a nosotros a una velocidad fantástica; arrastraba tras sí una cinta entera, llena de puntitos descoloridos, de un tono azafrán, que era su réplica llevada hasta el infinito.
Todo se hizo menos pesado, menos espeso. La nube de guata oscura en la que aún nos desplazábamos empezó a vivir con mil chispas azules y anaranjadas. Nos sumergimos en un vapor frío y vimos.., una autopista. Una larga serpiente de asfalto extendía sus kilómetros unos cien metros debajo de nosotros. La luz amarillo anaranjada de sus reverberos indicaba su extensión y su monotonía.
«Estáis en una región fronteriza a la vuestra.» La voz de nuestro guía resonó de nuevo. Entonces mis ojos se encontraron con los de mi esposa. Nos sentimos felices al encontrar un punto de referencia el uno en el otro.
La voz empezó a guiarnos de forma individual:
«Mira ese eje de carreteras y síguelo... en la dirección que toma ese vehículo. Dale órdenes a tu cuerpo, tal y como aprendiste a hacerlo, porque no debes perder el tiempo en ejercicios inútiles.»
Comprendí que nos desplazábamos incomparablemente más de prisa y con más facilidad que los automóviles que desfilaban bajo nosotros.
Era una sensación rara. Me parecía que sobrevolábamos toda la escena a bordo de un helicóptero silencioso.
El silencio, por cierto total, no nacía únicamente de nuestra facilidad en el desplazamiento: el zumbido punzante de los motores no llegaba a nosotros. Los neones tenían el aspecto de un hilo ininterrumpido que seguimos hasta un esqueleto metálico ennegrecido, abandonado en un aparcamiento. Seguramente acababa de producirse un terrible accidente y, a juzgar por el estado del vehículo, había pocas posibilidades de que sus ocupantes hubieran salido indemnes.
Seguía sin ver con qué intención nos había hecho ir allí nuestro guía. Además, nuestra postura me parecía muy incómoda.
«Detente aquí, no te inquietes de ese modo. Debes tener cuidado porque estás relativamente cerca de tu cuerpo físico y el menor conflicto puede llamarte a él con brusquedad. No tengas miedo y, más bien, acostumbra tu visión a esta nueva situación.
»Te darás cuenta de que la oscuridad terrestre casi no tiene sentido a los ojos de tu cuerpo astral. Tu alma es Luz y toma la luz de todos los lugares del universo. Créeme, sólo hay oscuridad para el cuerpo que le otorga fe a la oscuridad. Pero esto no es lo que nos trae aquí. Lo que quiero es que seas testigo de lo que vive y experimenta un ser humano en los días que siguen a su muerte.
»Te lo repito, no te inquietes porque no tiene nada de pavoroso. Conténtate con ser simplemente espectador.
No estás aquí para actuar. Las cosas deben seguir su curso por el bien de todos.
»Mira en dirección al vehículo sin acercarte y prepárate para hacer vibrar tu cuerpo luminoso de modo distinto para, si fuera necesario separarte del plano astral directamente en contacto con la Tierra.»
Nuestro guía enmudeció y tuve la sensación de estar abandonado a mí mismo en un medio hostil. Poco a poco mi vista ganaba en intensidad y podía observar a mi gusto la danza febril de las vibraciones y las chispas de luz que forjan la luz de nuestro mundo. De repente, a unos quince metros debajo de nosotros, cerca del esqueleto calcinado, me pareció adivinar una forma brumosa de un blanco grisáceo.
Por un momento se desvaneció, luego, con rapidez, se volvió a formar algunos metros más allá. Ahora distinguía SU contorno con mayor nitidez. Era el de un hombre, o al menos de un ser humano. Mis ojos se separaron un poco de él: una especie de efervescencia multicolor sobre la calzada me indicaba que empezaba a llover.
La lluvia no podía inquietar a mi cuerpo astral; vi que la forma no se preocupaba en absoluto. Se alargó algunos metros más allá del vehículo, después volvió a tomar su dimensión primitiva. De este modo practicaba en un reducido espacio un vuelo impreciso sin finalidad aparente. La voz de nuestro guía volvió a insinuarse.
«Es el conductor de ese vehículo, o más bien su cuerpo astral. Como has adivinado, ha dejado definitivamente su envoltura carnal. Hace algo más de tres días que se produjo el accidente. Mira a ese hombre girar así alrededor del vehículo que le ha procurado la muerte.
Esto debe indicarte que era de una elevación de alma muy mediocre. Puedes asegurar que tenía unas opiniones muy pobres sobre lo que espera al ser humano tras la gran travesía.
»Míralo girar tristemente, como una hoja a merced del viento. El viento, fíjate, es para él su deseo. Su deseo de volver al mundo al que estaba acostumbrado. La ruptura ha sido tan brutal, que aún se está preguntando que ha ocurrido. Mientras no comprenda que ya no pertenece al mundo de la carne, mientras no experimente la necesidad ardiente de descubrir otro universo, permanecerá así. Ante todo no le indiques tu presencia, eso no haría más que complicar una situación que ya es delicada para él.
Tuve un ligero sobresalto. Me resultaba doloroso ver un ser tan desorientado.
«Pero no podemos dejarlo así dije, hay que ayudarle, enseñarle que hay algo más... ¡otra vida!»
«No hagas nada... el universo astral que te descubrí está habitado y dirigido por seres buenos. Una de sus tareas consiste en abrir los ojos del difunto a las nuevas realidades para después escoltarlo hasta su nueva familia.»
Los consejos de mi guía no terminaban de calmar mi malestar ante una situación que me parecía absurda. Me atreví a preguntar:
« ¿Dónde están esas entidades? ¡Tendrían que estar ya aquí!»
Aquel que se había erigido en mi iniciador me respondió con una voz en la que había una sorprendente dulzura. Se diría que ponía en ella todo el amor y toda la comprensión del mundo. Me había tranquilizado.
«Escúchame... Su deseo le impide ver... Y la emoción vela tu lucidez. Ese hombre no sufre... sólo está un poco enfermo porque ha perdido su abrigo de carne. Quiere encontrarlo sin saber muy bien por qué... por costumbre.
¡Si por lo menos supiera aceptar!»
Confusos murmullos irrumpían en mí confundiendo a veces las indicaciones de mi guía. Les prestaba una atención creciente no sabiendo a qué se debían; era como si hubiese accionado el botón de un amplificador. Mi esposa experimentaba las mismas sensaciones. Mi guía me parecía en ese momento muy lejano; se introdujo en mí una voz y comprendí que era la del hombre que, allí abajo, seguía girando alrededor de los restos calcinados. Recibí su mensaje como una confesión aun que, lo sabía, no iba dirigida a mí. ¡A quién se dirigiría como no fuera a sí mismo, a su verdadero, su único ser! Se probaba inconscientemente que seguía allí, que existía y que nada le destruiría. Le oí murmurar tres, cuatro veces seguidas: «Ayer... no, no sé qué hacer. Pero, hace un momento, en casa, estaba Janie...».
Se calló. Después, de repente, estalló con un gran suspiro de resignación:
« ¡Estoy muerto! ¡Por fin lo sé! Los vi hace poco, cuando me llevaron... Así que lo sé, lo sé. ¿Qué hago aquí?
¡No voy a quedarme así! ¿Y el coche? No sé si el seguro cubrirá. Antes conocí a un chaval... decía que cuando se acaba de morir, se ve a los que están ya muertos.»
Abajo, a su alrededor, la gran autopista empezaba a vivir. Todo ocurría como si la proximidad del amanecer difundiera lentamente en ella una vida secreta.
El hombre ya no decía nada. Yo advertía solamente una vaga impresión de malestar. Se diría que hurgaba en sí mismo, confusamente, muy lejos en el pasado.
De súbito deseé huir de aquel lugar, llamar a mi guía; no entendía nada; entonces otra forma mucho más oscura que la primera pareció querer cobrar vida. Era una nube de un gris azulado, de contorno humano; parecía moverse con mucha rapidez. El murmullo atravesó de nuevo mi cabeza. «Sin embargo, sin embargo, ¡vivo!...
¿Por qué hay luz allá abajo? El sacerdote estaba equivocado... no hay Paraíso... ¿dónde está esa luz?»
Era una voz cansada. Finalmente, como libre de un peso, exclamó:
« ¡Oh!, ¡qué importa el coche!»
Evidentemente, el hombre aún no se había dado cuenta de la presencia de la otra forma que rondaba con cierta agitación a su alrededor.
«¡La luz! ¿Quién está ahí?»
Su voz era más cálida.
Pero, ¿qué ocurría? ¿Dónde estaba aquel ser desamparado? Ya no distinguía yo más que una ligera bruma... y allí continuaba aquella forma ligeramente azulada.
« ¡Sube! ¡Sube! Desea la luz con todo tu corazón, entra en ella, luego detente.»
Nuestro guía estaba con nosotros; sentía suavemente su presencia infiltrándose en la sustancia que me rodeaba.
Se produjo una explosión de unción, un relámpago amarillo atravesó mis ojos.
Mil pequeñas punzadas aparecieron por toda la superficie de mi cuerpo y me sentí protegido por no sé qué fuerza.
Infinitamente. Una bruma amarilla, densa, muy viva, me absorbía. Ya no vi al hombre que acababa de morir, pero su voz aún resonaba en mi corazón.
Digo en mi corazón porque la telepatía, ahora estoy seguro, es el lenguaje del corazón, de los que se expresan de alma a alma, directamente, sin trampas.
El hombre lanzó una llamada surgida de lo más profundo de su ser:
« ¿Dónde estoy? Mostraos, os lo ruego.»
Sabía que estaba allí, cerca de mí.
A mi lado, encima, debajo, no podría decirlo, pero lo adivinaba allí. No estábamos solos; también eso lo notaba.
Tibios soplos barrían mis miembros y mi cara como si una mano misteriosa se divirtiera rozándolos. Aparecieron ante mí unas formas luminosas muy puras. Se movían lentamente. No hubiera sabido decir si eran humanas, tan vivo era el resplandor que de ellas se desprendía.
Las bebía con la mirada como se bebe en una fuente de verdad.
¡Los Seres Luminosos! ¡Veía a los Seres Luminosos anunciados por mi guía! ¿Cómo describirlos? No había nada, nada más que una claridad que crecía sin cesar y cuatro o cinco siluetas de indecible esplendor.
«Vienen siempre en su momento dijo la voz tranquilizadora que estaba a punto de olvidar. Son llamas de Amor, los grandes artesanos de la liberación del cuerpo astral. El hombre que nos preocupa, desde el mismo instante en que segó su vida, está rodeado por estos Seres Luminosos. Su negativa a aceptar la muerte es lo que le cegó. Su deseo terrestre le impedía elevarse y apartar el velo.
»Somos, ya lo ves, los únicos artífices de las anteojeras que llevamos. Cuanto más queramos ver, más veremos. La esperanza nacida en el fondo de los corazones, siempre ha hecho descubrir universos. Ha sido necesario que este hombre espere, que grite, que quiera ver, para que la cortina se rasgue. La muerte, díselo a todos los que te escuchen, es solamente lo que cada cual hace de ella. Un cuerpo astral que no espera, es una energía que se gasta en pura pérdida, una vibración que se niega a acrecentar su ritmo. Si un alma sólo cree en la nada, creará su propia oscuridad hasta que no tenga nada que esperar. Si un alma cree en algo, en cualquier cosa, aunque sólo sea en una llamita eterna, su viaje hacia el País de la Luz Blanca será rápido.»
El país de la luz blanca... era la primera vez que nuestro guía hablaba así del mundo astral; yo no podía evitar pensar en las gentes que estaban abajo, vestidas de negro, en ese vehículo aun más negro, en todo, todo lo que se había querido decididamente negro.
«Ven conmigo, debes conocer los íntimos engranajes de la Naturaleza. Simplemente deséalo.»
Mi mano encontró la de mi compañera y me sentí elevado hacia una cima invisible; apareció el rostro de nuestro guía, después su ser entero, radiante. La Naturaleza, que nos abría los brazos de par en par, era idéntica a la que siempre había conocido en aquellos lugares. Valles de tierna hierba, árboles tropicales de colosales dimensiones, ese marco que se me había hecho familiar y me sentí inmediatamente cómodo en él, como si acabase de volver al redil.
Nuestro amigo esperaba, sentado en el suelo.
Su traje, muy claro, se destacaba entre la exuberante vegetación de colores profundos. Pero aún me perseguía el pensamiento de ese hombre que un momento antes había franqueado el umbral de la muerte.
Quería que nuestro guía nos diera una explicación completa, que nos diese más y más detalles. Nuestra experiencia tenía que servir, teníamos que poder explicar en la Tierra el mecanismo y destruir, aunque sólo fuera un poco, la angustia con que se ha rodeado desde hace siglos el momento crucial.
Mi guía me sonrió, porque sabía cuáles eran mis pensamientos.
«Nuestro amigo de la autopista se encuentra entre nosotros desde hace unos instantes.
Ha necesitado tres días, ya lo ves, para aceptar plenamente su muerte. Es poco y, sin embargo, demasiado. Tres días dolorosos más o menos perdidos, cuando un conocimiento del proceso le hubiera dado acceso a este universo en muy poco tiempo.
»Nuestra propia luz está en nosotros y, al morir tenemos que hacerla nacer de nosotros. Ilumina el universo transitorio que conduce desde la Tierra hasta el mundo astral. Los Seres Luminosos, cuyo vago contorno has percibido, facilitan el paso del alma en la ruta desde la Tierra al mundo astral atravesando todos los estados temporales. Ofrecen consejos al cuerpo astral que va de camino hacia su nueva morada. Consejos que no siempre se escuchan de inmediato, pues un cuerpo excesivamente anclado en la materia siente bloqueada con frecuencia, a la hora de su muerte, su receptividad a las realidades más sutiles.
¿Lo entiendes?
»Cuando vosotros, los humanos, morís debéis saber lo que os espera y hacia qué mundo os encamináis. Si no lo conocéis, imaginadlo como podáis; las ideas falsas se corregirán por sí mismas. Sólo debe existir una preocupación y es la de esperar algo más que la nada.»
«Un ser que no ha tenido ninguna esperanza concreta en lo relacionado con el después de la vida, ¿puede pues, permanecer esperando, en el más bajo nivel del astral y perder el tiempo merodeando alrededor de su existencia material?», pregunté.
«Entendiste bien el proceso; el motor de toda vida es la esperanza. El que no espera se estancará.
»Sin embargo, no hay espera eterna y la claridad siempre aparece, incluso allí donde no parecía tener derecho de ciudadanía. El hombre es su principal ayuda y sólo debe contar, en el momento en que rompe con su carne, con el deseo propio de una realidad superior.
-Los Seres Luminosos, a causa de la naturaleza de sus vibraciones, no pueden acercarse demasiado al mundo terrestre. Por eso no los has visto intervenir más que a partir de un determinado momento, cuando el alma empezaba a ver y a comprender por su solo deseo, cuando empezaba a franquear una etapa importante.»
Nuestro guía seguía sentado, inmóvil, en el mismo sitio. Irradiando continuamente una inquebrantable serenidad, seguía instruyéndonos.
Sus palabras se derramaban sobre nosotros en ondas muy lentas, poderosas y ricas en significado.
«Escucha bien; hay un cuerpo de energía sutil que se intercala entre el cuerpo astral y el físico. Quienes en la Tierra conocen su existencia, le han llamado cuerpo vital o cuerpo etéreo; es lo mismo. De la misma manera que el cuerpo astral es una réplica exacta del cuerpo carnal, es el mediador entre el cuerpo físico y el alma, como el crepúsculo lo es entre el día y la noche. En uno de nuestros próximos encuentros te diré con exactitud cuál es su papel.»
Mi amigo de la cara oblonga, se ocupó en los minutos siguientes de revelarnos que la segunda forma que vimos sobre el vehículo accidentado de un gris azulado, no era sino el cuerpo etéreo del difunto. Este cuerpo etéreo, nos dijo, es un envoltorio de energía sin voluntad y sin conciencia. Sólo la mente de un moribundo dota a esta envoltura en el momento fatal de una razón aparente. Se nos precisó que se disolvía progresivamente para terminar por unirse a ciertas corrientes vitales del planeta.
En casos muy específicos y poco frecuentes, su disolución, demasiado lenta debido a una sobrecarga magnética considerable, daría lugar a lo que corrientemente llamamos un fantasma.
Este cuerpo es receptivo como una banda magnética. En el momento de la muerte, el ser humano hace que le llegue una cantidad de energía tanto más considerable cuanto más fuerte haya sido su apego a la materia, cuanto más cargada está su conciencia de cosas inconfesables, o si la muerte ha sobrevenido con violencia.
De modo que, de acuerdo con las enseñanzas recibidas, la aparición de un fantasma no es nada más que la de un cuerpo etéreo que repite como una cinta magnetofónica los últimos actos proyectados o los últimos pensamientos, a veces preocupados del ser al que estaba unido.
Yo seguía de pie frente a mi guía a lo largo de todas estas explicaciones. Me había abierto por completo a SUS palabras por miedo a perder una sola de ellas, aunque en apariencia fuese insignificante; por ese motivo tardé en darme cuenta de la gran actividad que reinaba a nuestro alrededor.
Hombres, mujeres y niños de todas las razas caminaban en una misma dirección. De momento no tuve interés en conocer el porqué. Lo que acababa de ver y de vivir, la belleza embriagadora del lugar que me albergaba parecía anular en mí, por unos minutos, todo deseo de otra cosa.
Creí entender que la auténtica realidad se hallaba aquí, en este universo en el que todo parecía nítido. ¿Por qué nos veíamos reducidos a no conocer esta naturaleza magnificada con sus cascadas saltarinas, sus junglas hospitalarias, sus suntuosas flores, más que después de haber pasado una vida entera utilizando nuestro cuerpo? Mi guía se levantó y, acercándose a nosotros con un talante protector que aún no había observado en él, nos dijo: «Podréis entender esto con bastante rapidez: la res puesta a vuestras preguntas está dentro de vosotros, por eso, si vuestro corazón está dispuesto para recibirla, surgirá de vuestros labios por sí misma. Lo mismo ocurrirá con quienes lean la narración de vuestros encuentros con el otro mundo. Sólo los que sean aptos para recibir sus contenidos, recibirán el mensaje preciso. Ahora seguiremos a las entidades que se dirigen a ese lugar.
El asunto que les atrae constituye una realidad que pocos hombres de tu civilización admiten.»
Con un gesto de su brazo nos indicó a lo lejos una vasta cúpula color de nácar. Bajo los rayos de la luz astral más pura parecían salir de ella decenas de arco iris. Un gran grupo de árboles, que me parecieron sauces llorones, formaba una especie de corona alrededor del edificio.
Sus copas redondeadas armonizaban maravillosamente con su silueta: el conjunto daba la impresión de una armoniosa sencillez.
El lugar irradiaba un raro y casi místico silencio.
Unos quince seres caminaban delante de nosotros. Algunos estaban desnudos mientras otros vestían trajes de una época pasada. Este contraste no me chocaba y, ciertamente, no me chocó nunca, puesto que un estado semejante parecía coincidir con la naturaleza básica de ese universo. Amor, libertad, serenidad, eran los términos que, sin duda, mejor describían la escena que vivíamos.
Yo era consciente de que había algo en este mundo que incitaba a amar todo lo existente de modo irresistible.
Franqueamos un arroyo bordeado de piedras sobre las que se habían fijado unas enormes setas azules. Sin intercambiar ningún pensamiento llegamos a la proximidad de un bosquecillo de sauces llorones. Esos árboles captaron mi atención. Noté que sus finas ramas frondosas se dirigían contra el suelo como para enraizarse en él. Me asombraba la originalidad de un árbol semejante con capacidad para nutrirse por todos sus extremos.
Mi guía, al ver mi asombro, dibujó con el brazo un elocuente círculo en el espacio. Comprendí que, de ese modo, quería indicar que el vegetal tomaba su energía del suelo astral para devolvérsela más tarde, aunque sin duda transformada. Así se establecía un ciclo completo de recepción y emisión de fuerzas. Pero vi que mi guía no quería extenderse sobre este asunto que, sin duda, consideraba de interés secundario. Efectivamente, enseguida pasó a ideas más importantes.
«Tenéis que ser muy precisos para quienes os escuchen: por muy agradable que pueda ser la vida en el Más Allá, la hora de vuestra marcha hacia ella no puede adelantarse voluntariamente ni siquiera un minuto.
¡Desgraciado quien precipite su muerte de una u otra forma! Sin embargo, mi grito de alarma no es una amenaza. Nadie tiene nunca el derecho ni el privilegio de infligir un castigo. Nadie, ni siquiera las muy altas entidades que viven en el astral. Además, sus afanes y su quehacer no se cifran en eso.
»Es la Naturaleza solamente quien se encarga de recordar ciertas verdades a aquellos que eligieron el suicidio como escapatoria a los males terrenales. Digo la Naturaleza, y lo veis, pero esto es demasiado vago. Tendría que decir más bien que las leyes de la Naturaleza, del equilibrio de la totalidad del Cosmos, son las que llevan al suicida a lamentar amargamente su gesto y luego, a repararlo lo antes posible.
Quien voluntariamente rompe él Cordón de Plata, comete una falta de extrema gravedad para consigo mismo. Se obliga a una reparación, siempre muy dolorosa, de su acto. Hay que difundir esta verdad: la Tierra es ante todo una escuela de perfeccionamiento y de valor. Todo nacimiento en la Tierra tiene su razón de ser. Ningún ser humano que vive y evoluciona sobre la Tierra jamás es juguete del azar ni de las circunstancias. Se moldea a sí mismo según su voluntad, su ambiente y las facultades con que lo ha dotado su temperamento. Tal vez veáis en todo esto una injusticia, pero os equivocáis...
»En la Tierra se dice que las secreciones glandulares actúan sobre la voluntad y sobre un buen número de otras fuerzas motrices del cuerpo humano. También se dice que no se elige el ambiente en el que se nace, que la Naturaleza no es equitativa con todos y que la suerte... Solo hablan así los hombres que no tienen en sus manos los datos del asunto.
Si estáis convencidos de que la secreción de cierta glándula crea determinado rasgo del carácter o determinada aptitud, estáis en lo cierto; pero, planteaos otra pregunta, porque no habéis llegado al fondo de vuestro razonamiento. ¿Por qué se manifiesta una glándula para una mayor o menor actividad? ¡Por un influjo nervioso! Y ese influjo ¿por qué ha sido canalizado de ese modo? ¿Dónde o de quién recibe órdenes el encéfalo? Mientras nos atengamos al mundo de los fenómenos físicos no podremos remontar más que de forma parcial la cadena de causas y efectos. Si la razón y la lógica humanas se molestan en buscar honradamente, en buscar más arriba y más lejos, descubrirán un universo infinito en el que siempre se puede investigar el origen de la causa.
»Apartad pues con el pensamiento la materia y sus contingencias. La solución no está ahí. La visión carnal de los hombres de la Tierra sólo es capaz de testimoniar las consecuencias de las leyes fundamentales que rigen el equilibrio de todo el cosmos.»
Con estas palabras el ser de rostro azul dio por terminado su discurso. La gigantesca cúpula de color nacarado estaba sólo ya a algunos metros de nosotros.
Caminábamos entre los sauces levantando los ojos de vez en cuando hacia su imponente masa. La luz tomaba gradualmente un tinte malva y yo experimentaba su radiación tranquilizadora. La superficie lisa y redondeada del edificio se alzó de repente ante nosotros. Había en ella una gran abertura de forma ovoidal. Una entidad de cabellos morenos muy largos cruzó el umbral y nosotros la imitamos.
La voz de nuestro guía empezó a murmurar en nuestro corazón: «Ésta es la casa. Abrid vuestras almas puesto que aquí se celebran los misterios de nacimiento».

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