viernes, 3 de julio de 2020

LIBRO DEL EGO.- CAPÍTULO 14: LA NORMALIDAD (PARTE 2) FINAL DEL CAPÍTULO




En el pasado has experimentado ciertos placeres que te gustaría repetir una y otra vez: esa es tu proyección para el futuro. En el pasado has padecido muchas desdichas; ahora las proyectas al futuro porque no quieres volver a vivirlas. El futuro no es sino una
forma modificada del pasado. Cuando desaparece el pasado, también desaparece el futuro. ¿Qué queda entonces? Este momento ahora.
Vivir aquí y ahora es la inocencia. No puedes cumplir los mandamientos religiosos si quieres ser verdaderamente inocente. Quien tiene que pensar constantemente en qué hacer y qué no hacer, quien se preocupa constantemente por lo que está bien y lo que está mal no puede vivir con inocencia. Incluso si siempre hace lo que está bien según sus condicionamientos, no estará bien. Si simplemente sigue a otros, ¿cómo puede estar bien? Quizá estuviera bien para ellos, pero lo que estaba bien para una persona hace dos mil años no puede ser lo mismo para ti en la actualidad. ¡Ha llovido mucho! La vida no es nunca la misma, ni siquiera durante dos segundos seguidos.
Tiene razón Heráclito: «No puedes adentrarte dos veces en el mismo río». Y yo digo: «No puedes adentrarte ni siquiera una vez en el mismo río», porque el río fluye muy deprisa.
Una persona inocente no vive según ciertos requisitos impuestos por la sociedad, la Iglesia, el Estado, los padres, la educación. La persona inocente vive de su propio ser, su propia responsabilidad. Responde a la situación que se le plantea. Acepta el reto, se enfrenta a él, y hace lo que desea hacer su ser en ese momento, sin guiarse por ciertos principios.


La persona inocente no tiene principios, ni ideología. La persona inocente carece por completo de principios. La persona inocente carece por completo de carácter, porque tener carácter significa tener pasado, tener carácter significa estar dominado por otros, significa que la mente sigue siendo la dictadora y tú un simple esclavo.
No tener carácter, ni principios, y vivir el momento... Al igual que el espejo refleja cuanto se pone ante él, tu conciencia refleja y tú actúas movido por ese reflejo. Eso es la conciencia, ese es el estado de meditación, ese es el samadhi, la inocencia, la santidad, la «budeidad».
De modo que no existen requisitos para la inocencia, ni siquiera el requisito de llevar una vida sencilla. Puedes llevar una vida sencilla, imponerte una vida sencilla, pero no será sencilla. Y puedes vivir en un palacio, rodeado de lujos, pero si vives en el
momento llevarás una vida sencilla. Puedes llevar una vida de mendigo pero no serás sencillo si te has impuesto el esfuerzo de ser mendigo. Si ha pasado a ser tu carácter no eres sencillo. Sí, de vez en cuando incluso un rey lleva una vida sencilla —no sencilla en
el sentido de que no tenga el palacio y muchos bienes, claro que no—, sino que no es un acaparador, un posesivo.
Hay que comprender lo siguiente: que aunque no tengas bienes puedes ser posesivo. Puede existir el sentido de la posesión sin poseer nada, y también puede ocurrir lo contrario, no ser posesivo aun poseyendo muchas cosas. Se puede vivir en un palacio y sentirse completamente libre de él.

Voy a contar una historia zen:
HABÍA UN REY A QUIEN LE IMPRESIONABA la vida sencilla e inocente que llevaba un monje budista. Poco a poco fue aceptándolo como maestro. Lo observó —era un hombre muy calculador— e hizo averiguaciones sobre su carácter. «¿Hay alguna laguna en su vida?» Cuando quedó convencido lógicamente —sus espías le contaron que en la vida de aquel hombre no había mancha alguna, que era absolutamente puro, sencillo, un gran santo, un Buda— fue a ver al monje, se postró a sus pies y dijo:
—Señor, quiero que vengáis a vivir a mi palacio. ¿Por qué vivir aquí?
Aunque lo estaba invitando, en el fondo esperaba que aquel hombre rechazara la oferta, que le dijera: «No, gracias. Soy un hombre sencillo. ¿Cómo voy a vivir en un palacio?». Hay que ver, la complejidad de la mente humana: el rey lo invita, con la esperanza de que si el santo acepta la invitación él no cabrá en sí de gozo y, sin embargo, con un trasfondo, porque si realmente era santo, el monje lo rechazaría. Diría: «No, yo soy un hombre sencillo. Viviré debajo del árbol; así es mi vida sencilla. He abandonado el mundo, he renunciado al mundo, y no puedo volver a él».
Pero el santo era realmente santo; debía de ser un Buda. Dijo:
—De acuerdo. ¿Dónde está el carruaje? Traed vuestro carruaje e iré al palacio.

Por supuesto, cuando se va al palacio, hay que ir con elegancia. ¡Traed el carruaje!
El rey se quedó atónito. Este hombre parece un farsante, un estafador. Finge tanta sencillez para pillarme, pensó. Pero era demasiado tarde; lo había invitado y no podía desdecirse. Como era hombre de palabra, un samurai, un guerrero, un gran rey, dijo para sus adentros: «De acuerdo. Me ha pillado. Este hombre no vale nada. Ni siquiera lo ha rechazado una sola vez. Tendría que haberlo rechazado».
Tuvo que llevar el carruaje, pero no estaba contento, no estaba alegre, mientras que el santo estaba contentísimo. El santo se sentó en el carruaje como un rey, y el rey también se sentó, muy triste, con una expresión un poco absurda. Y la gente que los miraba por la calle decía: «¿Qué pasa? ¡El faquir desnudo...!». El monje iba sentado en el carruaje como un auténtico emperador, y el rey parecía muy pobre en comparación con aquel hombre, que iba tan contento, saltando de alegría. Y cuanto más alegre se ponía él, más triste se sentía el rey. «¿Cómo voy a deshacerme de este hombre? Me he dejado atrapar en sus redes. Tantos espías... y no han visto que este hombre tiene un plan trazado.» Como si hubiera estado debajo de ese árbol durante años para impresionar al rey. Todas estas ideas se le venían a la cabeza al monarca.
El rey había preparado la mejor habitación para el santo, por si acaso iba al palacio, pero nunca creyó que fuera. Tal es la división de la mente humana: haces una cosa, pero esperas otra. Si el santo hubiera sido astuto habría rechazado la oferta, habría dicho que no.
El rey había preparado la mejor habitación. El santo llegó a esa habitación —llevaba años bajo el árbol— y dijo:
—Que me traigan esto, que me traigan lo otro. Si hay que vivir en el palacio, hay que vivir como un rey.
El rey se sentía cada día más desconcertado. Naturalmente, como había invitado al santo, le llevaron cuanto pedía, pero al rey le apesadumbraba cada día más, porque el santo vivía como un rey; aún más, mejor que el propio rey, porque el rey tenía preocupaciones y el santo no tenía ninguna. Dormía de noche, de día. Disfrutaba del jardín, de la piscina, y no hacía más que descansar. Y el rey pensaba: «Este hombre es un parásito».

Llegó un día en que ya no lo pudo soportar más. El santo había salido a dar un paseo por el jardín, y el rey también salió y le dijo:
—Quiero decirte una cosa.
El santo replicó:
—Sí, ya lo sé. Querías decírmelo incluso antes de que abandonara mi árbol. Querías decírmelo cuando acepté tu invitación. ¿Por qué has esperado tanto? Estás pasándolo mal sin necesidad. Veo que estás triste. Ya no vienes a verme, ya no me planteas las grandes
preguntas metafísicas y religiosas que me hacías antes, cuando vivía debajo del árbol.
Lo sé... Pero ¿por qué has tardado seis meses? Eso no lo entiendo. Deberías haberlo preguntado inmediatamente, y todo se habría solucionado en el momento, allí mismo.
Sé lo que quieres preguntar, pero pregúntalo.
El rey dijo:
—Solo quiero preguntarte una cosa. A ver, ¿cuál es la diferencia entre tú y yo?
Estás viviendo con más lujos que yo, y yo tengo trabajo y tengo preocupaciones y muchas responsabilidades, pero tú no tienes ni que trabajar ni que preocuparte de nada ni responsabilizarte de nada. ¡Tengo envidia! Y claro que he dejado de venir a verte,
porque no creo que exista ninguna diferencia entre tú y yo. Yo poseo muchas cosas, pero tú vives con esas cosas que yo poseo, con más. Todos los días dices: «¡Traed el carruaje de oro! Quiero dar un paseo por el campo. ¡Traed esto, traed lo otro!». Te traen una
comida deliciosa... Y ahora ya no vas desnudo, llevas la mejor ropa. Entonces, ¿cuál es la diferencia entre tú y yo?
El santo se echó a reír y contestó:
—A esa pregunta solo puedo contestar si te vienes conmigo. Vamos a salir de la capital.
El rey lo siguió. Cruzaron el río y siguieron. El rey no paraba de preguntar.
—¿Para que ir más lejos? ¿Por qué no me contestas ahora mismo?
El santo contestó:
—Espera un poco. Estoy buscando el sitio adecuado para contestarte.
Llegaron a las fronteras mismas del reino, y el rey dijo:
—Ya ha llegado el momento. Estamos en la frontera.
El santo replicó:
—Eso es lo que estaba buscando. Yo no voy a volver. ¿Tú vas a venir conmigo o vas a volver?
El rey dijo:
—¿Cómo voy a ir contigo? Tengo mi reino, mis bienes, mis esposas, mis hijos...
¿Cómo voy a ir contigo?
Y el santo replicó:
—¿Comprendes ahora la diferencia? Yo me voy y no miraré hacia atrás, ni una sola vez. He estado en el palacio, y he vivido con todas las cosas que te pertenecían, pero yo no era posesivo. Tú sí eres posesivo. Ahí está la diferencia. Me voy.
Se desvistió y se quedó desnudo, le dio la ropa al rey y le dijo:
—Toma tu ropa y vuelve a ser feliz.
Entonces el rey comprendió que había hecho el tonto, que aquel hombre era una auténtica joya, algo inusual. Se postró a sus pies y dijo:
—No te vayas. Vuelve. No te había comprendido. Acabo de ver la diferencia. Sí, esa es la verdadera santidad.
El santo dijo:
—Puedo volver, pero has de recordar que otra vez te pondrás triste. Para mí no existe diferencia entre ir hacia este lado o hacia el otro, pero tú volverás a ponerte triste. Déjame que te haga feliz. No voy a volver. Me voy.
Cuanto más se empeñaba el santo en marcharse, más se empeñaba el rey en que volviera, pero el santo dijo:
—Ya está bien. Me he dado cuenta de que eres imbécil. Podría volver, pero en cuanto dijera que vuelvo, vería en tus ojos lo que pensabas antes: «A lo mejor me vuelve a engañar. A lo mejor es un gesto vacío, lo de devolverme la ropa y decir que se marcha, para impresionarme». Si vuelvo te sentirás fatal otra vez, y no quiero que te sientas mal.

HAY QUE RECORDAR LA DIFERENCIA. 

La diferencia no se establece con las posesiones, sino con el sentido de la posesión. Una persona sencilla no es quien no posee nada, sino quien no tiene sentido de la posesión, quien nunca mira hacia atrás.
La sencillez no es algo que pueda ponerse en práctica; la sencillez solo puede ser la consecuencia de la inocencia.
Si se reprime algo —y en eso consiste cultivarlo—, empezará a aparecer por otra parte, de una forma distinta. Así te harás más complejo, así te harás más astuto y calculador, más disciplinado, más con un carácter que la gente respetará y honrará.
Si quieres disfrutar de tu ego, la mejor manera consiste en ser santo, pero si realmente deseas festejar la existencia, la mejor manera consiste en ser normal, completamente normal y corriente, y vivir la vida normal sin pretensiones.
Vive el momento: eso es la inocencia, y con la inocencia basta. No intentes ser sencillo. Lo han intentado millones de personas, y no se han vuelto sencillas. Por el contrario, se han hecho sumamente complejas, se han enmarañado en su propia jungla, en sus propias ideas.
Sal de la mente: eso es la inocencia. Sé una no-mente: eso es la inocencia. Y todo lo demás vendrá a continuación. Y cuando todo lo demás viene a continuación, tiene una belleza propia. Al cultivarlo, es plástico, sintético, no natural. Cuando llega sin haberse cultivado, es una bendición, es la gracia.

¿Cuáles son las cualidades de una persona madura?

Las cualidades de una persona madura son muy extrañas. En primer lugar, no es una persona; deja de ser una persona. Tiene una presencia, pero no es una persona. En segundo lugar, es más bien un niño, sencillo e inocente.
Por eso digo que las cualidades de una persona madura son muy extrañas, porque la madurez le da la sensación de haber experimentado, de haber envejecido.
Físicamente puede ser viejo, pero espiritualmente es un niño inocente. Su madurez no consiste solo en la experiencia que ha adquirido en el transcurso de la vida. Entonces no será un niño, ni será una presencia; será una persona experimentada, que sabe mucho, pero no madura.
La madurez no tiene nada que ver con las experiencias de la vida. Tiene que ver con el viaje hacia adentro, con las experiencias del interior.
Cuanto más se adentra alguien en sí mismo, más maduro es. Cuando llega al centro mismo de su ser es completamente maduro. Pero en ese momento desaparece la persona y solo permanece la presencia... Desaparece el ser uno mismo; solo permanece el silencio. Desaparece el conocimiento; solo permanece la inocencia.
Para mí, la madurez es otro nombre que se le da a las cosas cuando se hacen realidad, cuando tu potencial se hace realidad. La semilla ha realizado un largo viaje y ha dado fruto.
La madurez tiene un perfume, da una tremenda belleza al individuo. Da inteligencia, la inteligencia más aguda posible. Lo convierte en amor, nada más que amor. Su actividad es amor, y también su inactividad es amor. Su vida es amor, y también su muerte. No es sino una flor de amor.

En Occidente hay definiciones de la madurez muy infantiles. En Occidente se entiende por madurez dejar de ser inocente, haber vivido muchas experiencias, que no te dejes engañar fácilmente, que sepas evitar que se aprovechen de ti, que tengas en tu interior algo sólido como una roca... una protección, una seguridad.

Esta definición es vulgar, mundana. Sí, en el mundo encontrarás personas con este tipo de madurez, pero mi forma de ver la madurez es completamente distinta, diametralmente opuesta a esta definición. La madurez no te transformará en roca sino que te hará vulnerable, blando, sencillo.

FINAL DEL CAPÍTULO

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