sábado, 1 de agosto de 2015

En el silencio del desierto: CAPITULO 24.- INCIDENTE EN JERUSALÉN


Se cambiaron de ropa y bajaron la pequeña ladera. En diez minutos se presentaron en el centro de la ciudad. Pero las visitas no fueron a los lugares reservados para el culto o para los turistas curiosos. Micael la llevó por la zona más antigua, en donde vivían los judíos más ortodoxos.
Pero cayó en la cuenta de que no iban preparados para tal inmersión. El no llevaba consigo el kepah, y Raquel, aunque iba con una camisa de manga larga, llevaba pantalones, y aquello era impropio en una mujer para esa comunidad de judíos. Así que antes de entrar en uno de esos barrios, fueron a una tienda-bazar cuyos dueños también eran ortodoxos, y viendo la dificultad que tenían, le prestaron a Micael un sombrerito de esos, y a Raquel  un vestido de lino blanco. Le dijeron el precio, y le pareció muy caro, pero cuando lo vio se quedó enamorada de él. Era un tipo de camisola pero con mangas largas, cuello cerrado y largo hasta los pies, parecida a la chilaba egipcia. Toda la parte delantera con bordados en blanco y rosa, y en el centro una estrella de David dorada. ¡Era precioso! Se lo probó y le encajaba perfectamente.
Les preguntó si era lo idóneo para ir por aquélla zona, a lo que respondieron afirmativamente. Como Raquel cogió definitivamente el vestido, le regalaron el kepah a Micael. Este ya tenía uno en casa, así que se lo regalaría a David para que tuviera un recuerdo.

Cuando estaban a punto de abandonar la tienda, Raquel se acordó de Salomé, y pensó que a ella también le gustaría mucho aquel vestido. Hacía mucho tiempo que no le regalaba nada a su amiga, así que volvió a entrar y pidió el mismo pero en una talla más pequeña.

Y comenzaron su andadura. Micael le iba explicando las costumbres de vida de aquélla gente, sus ideas religiosas, el por qué eran tan conservadores. Ella contemplaba a los hombres, la gran mayoría vestidos de negro y con ese sombrero del mismo color. Y aquéllas trenzas que les colgaban de las sienes... y siempre con un libro en la mano: la Tora. Daba la impresión de que se conocían al dedillo sus calles, porque a pesar de ir leyendo mientras andaban, nunca se la pegaban. Ella se sentía rara.



- ¿Qué tal te lo estás pasando, mi amor?
- ¡Ni bien ni mal...! ¡Me siento extraña, eso es todo! ¡Veo a esta gente como si fueran seres de otros planetas... son muy raros!
- ¡Es lo mismo que decías entonces!
- ¿Lo de que parecen de otros planetas?
- ¡No, mi amor, decías que eran raros, retorcidos y olían mal! ¡Por eso hacías tanto alarde de tu origen romano!
- ¡Hombre... ahora no digo eso... solo se queda la cosa en que son raros...!  Lo que no entiendo es por qué amo tanto a Israel, y sin embargo no conecto con su gente.
- ¿Lo has hecho conmigo, no...?
- ¡Sí, claro, pero a lo mejor lo he hecho con tu parte egipcia...!
- ¿Y qué pasa con mi parte judía... no te gusta...?
- ¡Como no se cual es...! ¿Crees acaso Micael que a mí no me gustaría poder conectar con este pueblo? Mi madre era judía, y la quería mucho, pero incluso ella salió rebotada de aquí. Muchos de mis grandes amigos eran de este pueblo, y mis raíces más profundas son judías, pero ignoro el por qué de ese gran muro entra esta gente y yo. Una causa que podría justificarlo sería lo que ellos te hicieron hace 20 siglos, pero creo que mi rechazo venía de mucho antes...
- Mi amor, ¿qué significa para ti el rey hebreo Salomón?
- Bueno, pues... no conozco gran cosa de él, ya sabes que las Escrituras no son una lectura que me guste mucho... pero cuando oigo su nombre, mi corazón se mueve, le siento entrañable...
- ¿Y nunca te has preguntado por qué...?
- ¡Alguna vez si... bueno... pero no le he dado mayor importancia!
- ¡Pues ahí está precisamente la clave de tu rechazo, mi amor!
- ¿Por qué no esperas a contármelo en un sitio más tranquilo que éste...?
- Mas adelante hay una plaza pequeña con árboles y unos cuantos bancos. ¡Vayamos allí!


Los dos se dirigieron hacia allí. La plaza estaba atestada de mujeres con sus niños. Muy bonita y muy alegre, pero nada tranquila. Además tenían sed y Raquel necesitaba ir a un baño, así que buscaron una cafería, pero para ello tuvieron que salir de allí.

Ya en el centro de Jerusalén, encontraron un lugar muy acogedor. Era una pizzería, pero servían también refrescos y la terraza era muy caprichosa.
Mientras él pedía, Raquel fue al baño. Ya de vuelta, volvió a preguntarle a su marido sobre la historia que había comenzado a contarle.

- Micael, ¿qué tiene que ver Salomón conmigo?
- ¡Contigo nada... bueno, si... pero lo tuyo es con la reina Belkis de Saba! ¿Sabes quien era ella?
- ¡No... me suena su nombre, pero nada más...!
- ¿Y de Salomón... qué sabes de él...?
- Que era hijo del rey David, que era un poco poeta, que era muy juicioso y justo, pero nada más...
- Bueno... yo tampoco voy a recrearme en los personajes, ya sabes que no me gusta, pero te voy a poner al corriente. Belkis era la reina de Saba, antigua ciudad de Arabia, en el Yemen. Era una mujer muy culta para su tiempo, y cuando oyó hablar de Salomón, como hombre de sabiduría y grandes conocimientos, quiso conocerlo y anunció su visita. Fue recibida en olor de multitudes por el pueblo de Israel. Pero surgió el amor entre ellos, un amor muy profundo, y ella permaneció un tiempo aquí, desatendiendo sus obligaciones de reina y dejando su país en manos de un hermano inepto y traicionero.
Tuvieron un hijo varón, y entonces se complicaron más las cosas. Salomón amaba a esa mujer, y era su preferida, y quería también a su hijo, a quien veía con buenos ojos para que un día le sucediese en el trono. Pero su pueblo se rebeló. No quería tener a una extranjera como reina, y mucho menos a un futuro rey nacido de ella. Obligaron a Salomón a elegir, entre su pueblo o ella, pero como reina, sabía que se debían ambos a sus respectivos pueblos. Y no le dio opción a elegir. Aun amándole, marchó con su hijo para evitar una guerra entre sus dos pueblos. Ninguno de los dos volvió a ser feliz. Sus corazones se partieron en dos. Salomón tuvo que enfrentarse a serios problemas familiares con sus esposas y descendencia, y Belkis cuando regresó a su reino, tuvo que tomar drásticas decisiones respecto a su hermano.
Nunca perdonó al pueblo de Israel su rechazo. Fue siempre fiel a Salomón, y en todo momento le apoyó en su política con otros pueblos, pero despreció siempre a su pueblo.
- ¿Y por qué me estás contando todo esto, mi amor?
- ¡Pues que tú, mi princesa, eras aquélla reina, y yo, tu amado Salomón!
- ¿Qué..? ¿Tú también estuviste metido en esto?
- ¡Y en otras muchas cosas!
- ¿Pero por qué nuestro Padre lo hace todo tan complicado y hace sufrir a sus personajes?
- ¡Mi amor... EL es sus personajes, El sufre o disfruta...!
- ¡Bueno, tu ya me has entendido...! Lo que no entiendo es por qué junta a dos seres sabiendo que va a surgir el amor entre ellos, y luego los separa...
- En aquél tiempo cada uno de ellos desempeñaba su función, mi amor, pero se presentaron ciertas circunstancias críticas para Salomón y necesitaba su complemento. Por ello la reina Belkis fue a su encuentro, en respuesta a la llamada de su corazón. Pero cuando su ayuda ya no fue necesaria, cada uno tuvo que volver a sus obligaciones y responsabilidades. No era el tiempo en que tuvieran que estar juntos, como lo es ahora. Belkis no lo sabía y él tampoco, no eran conscientes, y ella echó la culpa de su desgracia al pueblo de Israel, que en realidad fue un mero instrumento de la voluntad del SER, de Dios. Por eso te cuento todo esto. Ahora sí que eres consciente, y tu corazón tiene que volverse de nuevo hacia este pueblo, que como los demás pueblos de la Tierra, necesita amor y comprensión, pero sobre todo, perdón.
- Entonces era eso...

Pero Raquel, a la vez que escuchaba a su marido, miraba atentamente al frente, algo le atraía poderosamente la atención.

¿Raquel, que pasa...? Has estado todo el tiempo mirando hacia allí con cierto desagrado. ¿Tienes algo en contra de los homosexuales?
- ¿Pero a qué viene ahora esa pregunta?
- Esos dos hombres que están sentados delante de nosotros, a la derecha... se han dado cuenta de que les miras y creo que se sienten incómodos...
- ¡Pero por Dios... yo no les miraba a ellos, sino a ese edificio de enfrente...!
- ¡Ya me extrañaba a mí...! Pero ellos creen que son el objetivo de tus malas caras...
- ¡Pues esto lo arreglo yo enseguida!


 Raquel se levantó de la silla y fue hacia ellos. Se presentó y les hizo saber cual era realmente el objetivo de su mirada insistente, que para nada eran ellos. Cuando les dijo que era el edificio del Mercado Central, ellos también le comentaron que cuando estaban en su interior disfrutando de su arquitectura y del ir y venir de la gente, se sintieron mal, muy mal, obligándoles a salir. Cruzaron unas cuantas palabras más y tras un apretón de manos, Raquel volvió sonriente a su silla.

- ¿Ya está arreglado, mi amor, ya les has dicho?
-¡Si...! ¿Pero a dónde mirabas antes?
- ¡Al edificio del Mercado! Ya les he dicho, y ellos me han contado que cuando han ido a visitarlo se han sentido muy mal dentro y se han visto obligados a dejarlo.
- ¡Qué extraño...!
- ¿Tu no sientes nada, Micael?
- La verdad es que las últimas veces que hemos venido a Jerusalén, no me he sentido nada cómodo. Pero es que las cosas están muy revueltas y hay muchas perturbaciones. ¿Pero de qué más habéis hablado?
- Cuando les he dicho que mis miradas no eran por ellos, les he contado que tengo grandes amigos homosexuales, y que les quiero y respeto mucho.
- ¿Ah sí...?
- ¡Sí, en Madrid, Josema y Floren! Son del mundillo del espectáculo. Les conocí cuando hice mis primeras incursiones en el mundo de la canción. Les quiero muchísimo. Un día de estos les llamaré para contarles, y cuando vayamos a Madrid, quiero verles. ¡Ya te los presentaré! ¿Y tú, no has conocido a ninguno?
- ¡Sí, claro... pero pensaba que ya lo sabías... que te lo había contado mi hermano! Tú lo conoces. Se trata de Daniel.
- ¿Daniel...? ¡Pero si no lo aparenta! ¡No se le nota nada en absoluto!
- Porque se reprime constantemente. Es triste... pero es así... Por eso es tan callado y tan serio.
- ¿Y cuando os conocisteis?
- El primer año de carrera. Estudiamos juntos medicina en la universidad Eshkol de Haifa, en el Monte Carmelo. Congeniamos enseguida. El era un hombre muy sensible, profundo, leal, hasta que en ese mismo año me confesó su homosexualidad, y que se había enamorado de mí. Estuvimos medio año sin tener relación alguna, más por su parte que por la mía. El se sentía incómodo y yo no sabía como salir, como reaccionar, hasta que nos volvimos a encontrar, pusimos las cartas sobre la mesa y seguimos nuestra intensa y sincera amistad.
Luego, al terminar la carrera, encontramos trabajo en el hospital de Hebrón. Yo en cardiología y él en digestivo. Enseguida se supo en el hospital las tendencias de Daniel, y comenzaron los rumores, las malas lenguas que opinaban sobre nuestras relaciones personales. Y Daniel tomó una decisión. No quería perjudicarme, y se marchó del hospital. Se fue a su pueblo y ejerció de ayudante del médico titular, y cuando éste murió, le concedieron la plaza a él.
- Pues cuando te encontró mal herido, tuvo que pasarlo de pena...

- Lo único que sé es por lo que me contaron posteriormente las chicas del burdel donde me acogieron. El me localizó y me subió a su coche, y fue mendigando ayuda por todos los centros sanitarios de la zona, sin conseguirlo. Había mucho miedo, y era un “reo”, por decirlo de alguna manera, bastante incómodo. No podía llevarme hasta su casa porque vivía a doscientos kilómetros, y yo no estaba en condiciones de soportar un viaje así. El se acordó de las chicas, pues en muchas ocasiones el me acompañaba a hacerles revisiones sanitarias. Cuando por fin encontró una cama donde ponerme, me curó y me trató. Yo estuve inconsciente ocho días. No recuerdo nada. Cuando volvió mi hermano de Egipto, él se marchó. Ellas me contaron que Daniel lo pasó muy mal. Le oían llorar a las noches, y en muchas ocasiones le tuvieron que llamar la atención con mucho pesar, porque les incomodaba a los clientes. Estuvo pegado a mi cama ocho días y ocho noches. Cuando mejoré, le llamé y quedamos un día en su casa. Pero no habló nada sobre el tema. ¡Quiero mucho a ese hombre, Raquel, y su tristeza para mí es como un puñal clavado en mi corazón! Pero confío que con el tiempo... todo cambie...
- ¿Quieres otra coca cola, mi amor?
- ¡Pues si, todavía tengo sed! Y Micael hizo una seña al camarero.
- ¡Los señores dirán!
- ¡Por favor, tráiganos otras dos coca-colas!
- ¡Ahora mismo, señores!


El camarero no tardó ni tres minutos. Salió del restaurante con una bandeja sobre la que llevaba las dos latas y los dos vasos. Cuando ya casi estaba a la altura de ellos, hubo una gran explosión y los cristales y los vasos se hicieron añicos, cayendo sobre Micael y Raquel. Se levantaron rápidamente de la silla y se quitaron los cristales de encima, y ayudaron al camarero a levantarse del suelo. Los dos hombres que estaban en la mesa contigua a la de ellos, también habían caído, y sangraban por la frente. Micael fue hacia ellos, pero vio que se trataba de heridas muy superficiales, seguramente ocasionadas por algún cristal. Por los gritos y por el humo, enseguida comprobaron que la explosión venía del Mercado.

- ¡Raquel, llama enseguida a los hospitales, y dales también un toque a éstos, que recojan urgentemente y bajen. Vamos a ser necesarios! ¡Yo voy para allá, te espero!
- Micael, ten cuidado, mi amor...  Y él, besándola, echó a correr hacia el lugar de la explosión.

Raquel hizo la llamada de emergencia, y luego se puso en contacto con los chicos. Estos habían oído la explosión. Bajarían a toda prisa. Raquel entró en el restaurante y habló con el asustado y aturdido dueño. Le pidió que le guardara las mochilas, que ella y su marido eran médicos y que se dirigían hacia el lugar de la explosión. El hombre accedió gustoso a guardarlas. Ella salió disparada en dirección al mercado. Los policías le echaron el alto, pero al identificarse como médico la dejaron pasar. Enseguida localizó a Micael. Se había quemado la mano, y ella, sacándose la camisa del pantalón, la rasgó unos centímetros y se la vendó.

Los primeros auxilios consistían en hacer torniquetes. Muchos de los heridos mostraban heridas muy abiertas, y se estaban desangrando. Otros habían quedado atrapados entre los escombros, y hubo que dejarles, al menos, la cabeza libre para que pudieran respirar. Raquel, gritando en hebreo y en inglés, intentaba infundir ánimos y tranquilidad a los heridos. Pronto llegarían los equipos sanitarios y bomberos para ayudarles a salir.

Entre los policías había quienes eran socorristas, y también entraron a auxiliar. Había muchos casos de asfixia, y los segundos eran vitales. No habrían pasado ni cinco minutos que el resto de los chicos entraban corriendo en aquél infierno. Les seguían cierto número de civiles, seguramente sanitarios o médicos, y fueron desperdigándose entre aquéllas montañas de piedras, hierros retorcidos, fuego y mucho humo. A lo lejos ya se oían las sirenas. Aquél edificio tenía dos plantas, y por lo observado, la explosión había sido en la planta baja. Los muertos y heridos que había sobre los restos del edificio eran sin lugar a dudas los que se encontraban en la planta superior. Los que se encontraban en la planta baja, estaban sepultados, y aunque hubiese algún superviviente, no había manera de llegar a ellos.


Empezaron a llegar las ambulancias y un buen número de médicos y sanitarios. Estos les ayudaron a trasladar a los heridos, y como vieron que Micael tenía la mano herida, no le dejaron seguir y se lo llevaron al hospital central. Los demás se quedaron allí apoyando a los equipos médicos de emergencias.
Al cabo de seis horas, los muertos y heridos que había sobre los escombros eran desalojados. Ahora les tocaba el turno a los bomberos. Había que llegar hasta los que quedaron aplastados por la planta superior. Grúas y especialistas con taladradoras comenzaron la desesperada búsqueda de posibles supervivientes. El personal sanitario había quedado agotado, y la mayoría de ellos estaban heridos, bien por quemaduras o por heridas ocasionadas por los escombros. A todos ellos se les atendió en los puestos ambulantes, y a los voluntarios que no pertenecían a ningún centro hospitalario determinado de la zona, se les apartó del conflicto. Todos los chicos estaban dentro de ese grupo. Tenían pequeñas heridas sin importancia, pero dado su lamentable aspecto, pues estaban cubiertos de polvo y de sangre, un coche de policía los llevó al hospital. Antes pasaron por la pizzería a recoger las dos mochilas, y uno de los policías fue a la acampada a recoger todo lo que habían dejado allí.

Dadas las circunstancias, se habían limitado solo a coger uno de los coches para bajar, abandonando todos los enseres en la campa.
Una vez en el hospital, enseguida localizaron a Micael. Llevaba la mano vendada. Una quemadura de segundo grado. Allí se ducharon, les curaron las heridas que llevaban por brazos y piernas, y cuando el policía llegó con sus mochilas, se cambiaron de ropa.

- ¿Se sabe ya lo que ocurrido? Preguntó Micael a uno de los policías que les tomaban declaración.
- ¡Sí, una furgoneta blanca aparcada en el garaje del Mercado, llevaba una bomba!
- ¿Palestinos...? Volvió a preguntar Jhoan.
- Me encantaría decirles que sí, que han sido ellos, pero no es así. Todavía está sin confirmar, pero cuando los rumores son tan fuertes... ¡Dicen que se trata de un grupo de extremistas judíos, de los que no quieren el pacto con los palestinos y mucho menos concederles una brizna de la tierra de Israel...
- ¡Dios mío...! ¿Pero es que Israel no es lo suficientemente grande para que quepan todos? ¡Matar por un trozo de tierra! Exclamó Raquel aturdida.
- ¿Usted no es judía, verdad señora?
- ¡Por parte de madre sí, pero soy de origen español, aunque ahora estoy casada con un judío!
- ¡Ya veo...! Sra. Jordan... ¿como se extraña usted de que ocurra esto aquí por un pedazo de tierra, y muchas cosas más... cuando en su país también se mata por una independencia?
- ¡Sí, agente, tiene toda la razón... en todos los países y en todas las razas hay una célula de terror y de ignorancia que destruye y asesina al resto de la sociedad!
- ¿Dónde viven ustedes?
- ¡En Haifa!
- ¿Tienen algún medio de transporte? ¿Quieren que les lleven mis hombres?
- ¡Muchas gracias, pero no es necesario! Tenemos aparcados los coches a la entrada del parque.
- ¡Zona prohibida, señores!
- Lo sé, oficial, pero con las prisas y el deseo de llegar cuanto antes, lo he aparcado en el primer hueco que he visto. Exclamó Jhoan con cierto apuro.
- ¡No hay ningún problema, señores... solo faltaría eso! Uno de mis hombres se acercará hasta donde dejaron el coche, y si tienen alguna multa o se han llevado el vehículo, él se encargará de todo. ¿Ya han comprobado si sus mochilas están completas?
- ¡Sí, está todo perfecto! Contestó David.
- En ese caso, tengo que despedirles. Aquí ahora tenemos un lío tremendo. De nuevo les damos las gracias por su colaboración, y aquí les entrego un salvoconducto. Hoy habrá controles en todas las salidas de Jerusalén, y si les paran, solo con enseñarlo les dejarán pasar sin problemas.
- ¡Muchas gracias, oficial, por todo!
- ¡A ustedes! Y muy agradecido en nombre de la ciudad, por su colaboración y ayuda. ¡Shalom, señores!


Y con un apretón de manos, aquél oficial se despidió de todos ellos. Uno de sus hombres les llevó hasta la entrada del parque en su propio coche. El otro vehículo seguía allí, pero el resguardo de una multa bastante elevada se hallaba sujeto al parabrisas. El policía la cogió y la guardó en su bolsillo. Su superior se encargaría de ella. El policía volvió a comisaría, y ellos fueron con los coches a una zona más tranquila, pero en Jerusalén. Subieron al mirador y allí, más relajados, comentaron lo sucedido y lo que pensaban hacer.

- ¡Dios, prefiero mil veces pasar por la experiencia de la pirámide, antes que volverme a ver en una situación como la de hoy! Exclamó muy serio y pesaroso David.
- ¡Si, hermanos, pero tenemos que intentar olvidar! ¡Hoy nos hemos dado de narices con la barbarie humana, y hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, pero no olvidemos que nuestro trabajo nos requiere! ¡Hay que volver a la normalidad! Supongo que cuando lleguemos a nuestras casas, el ambiente nos ayudará.
- ¿Micael, cómo llevas la mano... te duele mucho?
- ¡Sí, Jhoan, me duele, pero no ha sido una quemadura muy profunda! En diez días ya está curada. Vosotros sí que estáis averiados... llenos de parches por todos lados... ¡parece que sois los supervivientes de una batalla callejera! Exclamó Micael sonriéndose. David... ¿tienes a buen recaudo la llave?
- ¡Sí, hermano, en todo momento la he llevado encima!
- ¿Y ahora qué hacemos...? Preguntó Salomé.
- Lo mejor es ir a casa y meternos en la cama. En estos momentos ninguno de nosotros estamos en condiciones de seguir de pié.
- Pues precisamente por eso, Jhoan, tenemos que recuperar fuerzas. Si volvemos ahora a casa, no tendremos ganas de preparar algo para cenar, y necesitamos comer algo y entonarnos. Yo os propongo que nos quedemos aquí, en el restaurante del mirador, que cenemos algo y entonces volver sin prisas. Comentó Micael decidido.
- ¡Yo también creo que es lo más acertado! Comentó Raquel.
- ¡Pues si todos estamos de acuerdo, vayamos para allí!

Volvieron a coger los coches y bajaron la pendiente que separaba al mirador del restaurante. A pesar de ser las  8,30 de la tarde, en el salón solo había dos mesas ocupadas. Tomaron asiento y el camarero no tardó en atenderles. Pidieron ensaladas, queso y pescado. El camarero, antes de salir para la cocina e intrigado por las curas que llevaba todos, les preguntó:
- Perdonen, señores, pero... ¿sus heridas son debidas a la explosión de esta mañana?
- Si. Somos médicos, y hemos atendido a los heridos, pero debido a los escombros y al fuego, hemos resultado heridos también.
- ¿Ha sido horrible, verdad...? Como llevo todo el día aquí metido, no me he enterado de nada. Cuando he sabido la noticia he llamado a mi esposa, está embarazada, y a esas horas todos los días va a comprar el pescado al Mercado. Cuando he sabido que estaba sana y salva, se me ha abierto el Cielo, aunque lo siento mucho por los pobres que han caído...
- ¡Sí, realmente ha sido horrible, pero nos alegramos mucho por su esposa!
- ¡Ahora mismo les traigo la cena! Y el camarero desapareció tras las puertas de la cocina.
- Estoy pensando, muchachos, que tal y como estamos, tendremos que aplazar unos días nuestro viaje.
- ¡Sí, David, pero tampoco demorarlo demasiado!
- Lo justo para que nuestras heridas cicatricen, y sobre todo la tuya, Micael, que es la más complicada.
- Dentro de cuatro días ya estará mejor. Llevándola bien cuidada y protegida, no habrá peligro de infección. Las vuestras sí que requieren más cuidado, son más externas, pero en pocos días se curarán también.
- Por nosotros no hay problema, Micael, sois vosotros dos lo que vais a sudar lo vuestro... ¿Tú que piensas, hermanita, que estás tan callada? Preguntó Jhoan a Raquel.
- ¡En este momento, no puedo ni tan siquiera hablar! ¡Estoy hecha polvo, y encima la inyección antitetánica que nos han metido, me ha dejado para el arrastre!

- ¿Raquel, cuanto tiempo llevas que no te haces una analítica como Dios manda? Preguntó Salomé a su hermana.
- Pues igual hace ya seis meses.
- ¡Pues muy mal hecho! Porque seguro que tampoco estás tomando hierro...
- ¡No!
- ¡Me da que parte del agotamiento que tienes encima es por una carencia de hierro! ¡Empieza a tomar mañana mismo!
- Siempre llevo una ampolla a mano, me tomaré una ahora.


El camarero llegó con el resto de la cena. Concluida, y como todavía había un poco de apetito, pidieron los postres. Uno muy energético y que era del agrado de todos: castañas asadas con miel. Raquel y David pidieron al final un café.

De vuelta a casa, a la salida de Jerusalén, les pararon en un control, pero al enseñar el visado, los militares les saludaron y les dejaron el camino libre.
Eran ya las once de la noche cuando llegaban a casa. David se fue con Raquel y Micael a Serena, aunque esa noche no habría sesión de masajes. Raquel se fue derecha a la cama, y en unos minutos quedó dormida. Ellos dos se quedaron todavía un rato hablando en el salón. Hicieron balance del día. Habían conseguido su objetivo, pero lo sucedido después les había amargado el corazón y entristecido el alma.


- ¿Raquel... te hemos despertado?
- ¡No, necesito ir al baño! Dos horas hablando lleváis... ¿pero es que no estáis cansados?
- Sí, pero los dolores se están despertando, y me temo que no nos van a dejar descansar bien.
- ¿Y por qué no os tomáis los calmantes que nos han dado en el hospital?
- Los lleva Salomé en su mochila, y no es cuestión de pasar ahora y levantarles de la cama.
- Pero arriba en la habitación, tengo yo unos que son similares. Yo ya me he tomado uno antes de acostarme... ¡Esperad que os los bajo!
Y Raquel volvió a subir las escaleras caracol. Cuando bajó con las pastillas, fue hacia la cocina a por agua y se les llevó. Mientras éstos los tomaban, ella fue al baño.
- Mi amor... espera que me subo contigo. ¡Ayudemos a David a sacar el sofá cama!


Y ya en la habitación...


- ¡Raquel, ayúdame a desvestirme... con la izquierda lo tengo un poco difícil!
- ¿Te duele mucho?
- Un poco, pero ahora con el calmante se pasará.
- Si durante la noche necesitas ir al baño, despiértame, te ayudaré...
- Muy bien, mi amorcito. ¿Y a ti... te duelen?
- ¡Son simples rasguños, y como tengo tanto sueño... ni me entero!  Bueno, ya estás... túmbate y te tapo.

Micael se tumbó y Raquel le echó por encima la colcha. A las noches refrescaba bastante. Luego se tumbó ella, besó a su marido y posó su brazo sobre su pecho, y con su mano cubría la de Micael.

- ¡No tenía que haber tomado ningún calmante, con tu mano me habría bastado!
- ¡Mi amor, te ayudará a dormir, has hecho bien en hacerlo! ¿Cómo está tu corazón?
- ¡Contigo maravillosamente... pero ha sido un día muy duro!
- ¡Duro y trágico!
- No pienses ahora en ello, Raquel. Tenemos que centrarnos en otra realidad muy distinta.
- ¡Intentemos dormir, mi amor... es lo mejor que podemos hacer ahora!
- ¡Bésame otra vez, princesa!
- ¿Quieres cobrarte parte de la indemnización de esta mañana?
- ¡Huy... esa me la guardo para otra ocasión!
- ¿Eres un insaciable, lo sabías...?
- ¡Si, mi amor, lo sé...! Y Raquel le besó con toda su alma.
- ¡Que descanses, mi amor!
- ¡Hasta mañana, princesa!

Y la luz del salón se cerró, y a los pocos segundos también la de la habitación. Necesitaban descansar, aliviar tensiones y renovarse. Tenían unos días para relajarse y curar las heridas, pero luego… la actividad frenética.

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